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Domingo, 19 de agosto de 2007
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ESPAÑA > Por los barrios de la capital catalana

Barcelona es una fiesta

Las calles de Barcelona son arterias que conducen a diferentes mundillos de la apasionante, alegre y distendida ciudad. En cuestión de cuadras, es posible descubrir barrios muy diferentes entre sí que, antiguamente, eran municipios independientes. Además de preservar su identidad y funcionar como entes autónomos –facilitando la descentralización política de la ciudad–, sus interminables fiestas veraniegas la distinguen en el verano europeo.

Por Mariana Lafont

El distrito de Ciutat Vella es el más antiguo de los diez que componen Barcelona. Abarca todo el centro histórico y aglutina a los barrios del Raval, el Gótico, la Ribera y la Barceloneta. El Gótico es el núcleo más primitivo de la urbe y en sus entrañas se encuentra la mayoría de las calles y edificios con más significación histórica. Adentrarse en él es una suerte de aventura laberíntica ya que se sabe por dónde entrar pero no por dónde salir. Su nombre genera cierta sensación de oscurantismo que se incrementa con la cercanía de los edificios, pegados unos a otros, y que difícilmente permiten la entrada del sol. Curvas, recovecos, graffitis y diminutos balcones con ropa colgando conforman este entramado de callejuelas en las que perderse es la mejor opción. Su trazado permaneció intacto hasta el siglo XIX, momento en el cual tuvieron lugar los grandes cambios en la estructura barrial: se derribaron murallas, los cementerios parroquiales devinieron en plazas públicas y los grandes edificios fueron vaciados y cambiadas sus funciones.

El inconfundible estilo del genial Antoní Gaudí.

Por su parte, el Raval nació a partir de la ampliación de las murallas medievales. En este barrio conviven lugareños e inmigrantes de las diferentes oleadas que allí recalaron y el ensamble cultural salta a la vista en sus calles pobladas de comercios de todas las nacionalidades. Entre 1770 y 1840 llegó la industrialización y comenzaron a brotar calles, fábricas y viviendas para obreros que querían estar más cerca de sus trabajos. Poco a poco, el Raval se convirtió en el lugar más densamente poblado de Europa, donde se aprovechó hasta el último espacio edificable. Pero tiempo después, las revueltas obreras contra la mecanización y varias epidemias de cólera fueron razón suficiente para derribar las murallas en 1859 permitiendo una expansión urbana. A principios del siglo XX, el Raval pasó a formar parte de la periferia como barrio residencial obrero hasta convertirse, paulatinamente, en un suburbio de viviendas para las clases menos pudientes. Sin embargo, el amontonamiento y la estrechez de las tortuosas calles, sumado a la proximidad del puerto y la proliferación de bares y la prostitución le valieron el apodo de Barrio Chino. La guerra y la miseria de posguerra hicieron otro tanto para el decaimiento total de la zona. En los ‘30 surgieron las primeras voces reclamando mejoras y recién en los ‘80 se impulsó una política de reformas y apertura de espacios que logró recuperar denominación original de Raval.

La Barceloneta es el barrio marinero, construido en el siglo XVIII para dar lugar a los habitantes de La Ribera cuyas viviendas habían sido demolidas para erigir una fortaleza donde hoy está el Parque de la Ciudadela. Luego penetró la industrialización y brotaron las fábricas hasta que, con la caída de las murallas y la llegada del tranvía, la Barceloneta industrial y portuaria quedó atrás para dar paso al balneario de la ciudad.

Por último, el distrito de Gràcia –el más pequeño de la ciudad– comprende el territorio de la antigua Vila de Gràcia, población independiente con presencia gitana, añadida a Barcelona en 1897. La concurrida vida en sus callejuelas llenas de bares, restaurantes y comercios convierten a Gràcia en uno de los lugares más atractivos de la ciudad, conservando carácter propio a pesar de formar parte de Barcelona desde hace más de cien años. Otra singularidad es la gran cantidad de entidades cívicas y sociales que allí abundan además de centros culturales de carácter vanguardista y alternativo. Y ese carácter peculiar se palpa en las calles con nombres tales como Libertad, Fraternidad e Igualdad o en las plazas bautizadas John Lennon o Plaza de la Revolución. Pero su atracción principal es, sin dudas, el gaudiano Parc Güell.

En los barrios, la noche catalana se ilumina con las luces festivas.

Fiestas veraniegas

Al mirar el calendario festivo de Barcelona no caben dudas de que los catalanes saben cómo pasarla bien. La gran cantidad de celebraciones se suceden mes a mes -–sobre todo en verano– y parecen no tener fin. Cuando no es un barrio es el otro.

El distrito de Gràcia tiene su momento del 15 al 21 de agosto cuando sus calles se visten de gala y todo estalla en una fiesta. Si bien sus orígenes no son del todo claros y los historiadores no terminan por ponerse de acuerdo, el resto de la gente se dedica a disfrutar. ¿Acaso se necesitan motivos para beber, bailar y festejar? Varias semanas antes los vecinos comienzan un laborioso trabajo artesanal creando verdaderas escenografías en los callejones. Se eligen temáticas que recuerdan a las comparsas de los carnavales latinos y la calle se transforma en un verdadero escenario teatral donde en vez de actores, locales y forasteros merodean y van de aquí para allá. La mejor calle gana la competencia y por eso todos se esmeran. Entre tanto varias bandas tocan en vivo, los niños juegan, la gente baila y los fuegos artificiales dominan el paisaje nocturno.

Un capítulo aparte merecen los castillos humanos, “castells” en catalán. Sus orígenes se remontan a fines del siglo XVIII y se han extendido a toda Cataluña siendo los grandes protagonistas en las fiestas. Cada castillo consta de tres partes, la base, la estructura y, por último, un niño –-llamado “canalla”– que corona el edificio.

El placer de caminar por las arboladas calles peatonales de Barcelona. Fotos: Gabriel Spitzer

Los parques

En Barcelona todo tiene personalidad. Barrios, calles, comercios, bares y cada mínimo detalle tiene un sello propio e inconfundible. Y dos de los parques de esta ensamblada ciudad son emblemáticos en ese aspecto: el Parc Güell y el Parque de la Ciudadela. El primero lleva el nombre de un rico empresario catalán, Eusebi Güell, un verdadero mecenas para Antoní Gaudí, que le permitió realizar muchas obras sin interferir en sus decisiones. Este peculiar parque –construido entre 1900 y 1914– es el feliz resultado de un revés económico ya que en el monte que hoy ocupa estaba previsto construir una urbanización de gran categoría. Pero, a causa de la Primera Guerra Mundial sólo se vendió una parte, el proyecto se derrumbó y varios años más tarde el ayuntamiento decidió hacer un parque público comprando el terreno sobrante. Su privilegiada ubicación –al margen de la ciudad y a altura elevada– transforma a este parque en un remanso de paz alejado del frenesí de la capital catalana. El genial Gaudí pensaba en las ciudades-jardín inglesas –de ahí la ortografía inicial de Parc Güell– y su objetivo era lograr una integración perfecta de sus obras en la naturaleza. En el jardín se combinan llamativos elementos arquitectónicos característicos del máximo exponente de la arquitectura modernista catalana: ausencia de ángulos rectos, formas ondulantes que semejan ríos de lava, paseos cubiertos con columnas que se inclinan como palmeras e imitan árboles y estalactitas. Por último, llaman la atención los coloridos y distintivos mosaicos hechos con trozos de cerámica y vidrio. Los arquitectos del modernismo apoyaban el uso de baldosas cerámicas pero el creador de la inconclusa Sagrada Familia propuso un sistema inédito que utilizaba piezas rechazadas, fragmentos de tazas y platos de café. Estos collages gigantes se pueden apreciar tanto en la parte central del parque –una inmensa plaza vacía cuyo borde sirve de banco y ondula como una serpiente de ciento cincuenta metros de longitud– como en la Sala de las Cien Columnas que sostiene a la plaza y que en el techo tiene rosetas decorativas. El colorido continúa en la escalinata de la entrada principal, dispuesta simétricamente alrededor de una escultura de salamandra que se ha convertido en el emblema del jardín y en los dos edificios con techos de suaves curvas y motivos geométricos.

Por su parte, el Parque de la Ciudadela fue, durante largo tiempo, el único de Barcelona. Su nombre proviene del hecho de haber sido construido en el antiguo solar de la fortaleza de la ciudad y está emplazado en la Ciutat Vella. La ciudadela fue erigida en 1716 por el rey Felipe V para mantener la ciudad bajo firme control, motivo por el cual se transformó en un odiado símbolo del gobierno central por parte de la población. Hacia 1843 fue derribada, luego donada a la ciudad y finalmente, a raíz de la Exposición Universal de 1889, se encargó la construcción del recreo. El parque tiene la particularidad de albergar la más absoluta calma a pesar de estar inmerso en pleno corazón de la ciudad y ser visitado por cientos de personas por día. Sin embargo, todos comparten el espacio con total tranquilidad y recostados en el césped meditan, leen, toman algo o, simplemente, observan las clavas que los malabaristas hacen volar por el aire. Cada domingo –a partir de las cinco de la tarde– la escena se repite y Barcelona se apacigua y parece tomarse un respiro.

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