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Domingo, 18 de noviembre de 2007
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MONGOLIA > En la tierra de Gengis Kan

La estepa mongol

Un paisaje infinito, abierto, silencioso. Es un país diferente, poblado por gentes que respetan su tierra y sus símbolos. El imperio que levantó el poderoso Gengis Kan vive hoy del brillo del pasado.

Por Jose Reinoso *

Mongolia tiene algo misterioso, que alcanza como un dardo apenas aparece en la ventanilla del avión. Aunque cualquier país es diferente de todos los demás, Mongolia quizá lo sea un poco más. Todo él es paisaje, naturaleza, abierto e infinito. Parece suspendido entre el cielo y la tierra, entre las estrellas y la hierba que cubre sus praderas hasta donde alcanza la vista.

Cuando el mundo está volviendo poco a poco la mirada hacia la madre tierra, hacia aquello de donde procede, Mongolia nunca la ha abandonado. Sus gentes viven en intensa comunión con el suelo. Con los ríos, los lagos y las montañas. Los animales que la pueblan son reyes y símbolos, amigos y remedios.

El avión comienza a descender. Semeja planear en busca de la pista. Allí abajo, a ambos lados del fuselaje, destacan cuadriláteros de terreno, cercas de madera, en cuyo centro se levantan redondeles blancos. El aire es puro; ya tendrá tiempo de ennegrecer cuando el humo de las estufas de carbón cubra el valle con una nube negra en lo más crudo del invierno.

Con la llegada del invierno, un manto de nieve comienza a cubrir la inmensidad esteparia.

Los botones blancos son las yurtas (llamadas localmente ger), en las que viven muchos de los habitantes. Algunos, porque siguen practicando el nomadismo, en busca de los mejores pastos; otros, asentados en las afueras de la ciudad, porque no pueden acceder a una vivienda de cemento y ladrillo; y otros más, porque las añoran de su infancia y las levantan junto a la casa de obra. Redondeles blancos, como cabezas de alfileres vistos desde el cielo, que acompañarán al viajero que peregrine por este territorio de 1,5 millón de kilómetros cuadrados (tres veces España), envolviéndole en una sensación casi cósmica. No en vano, los nómadas dicen que la yurta es el centro del universo, y su techo, la bóveda celeste.

Mongolia se encuentra enclavada entre dos gigantescos vecinos, enemigos en el pasado: Rusia, al norte; y China, al sur. Con forma de óvalo irregular, mide un máximo de 2392 km de este a oeste y 1259 km de norte a sur. Su situación, en el centro de Asia oriental, alejada de todo océano, convierte su clima en extremo, con inviernos largos y muy fríos, y veranos entre frescos y calurosos. El paisaje es muy variado, con altas estepas, desiertos, bosques y cadenas montañosas. El pico más alto es el Nayramadlin, también llamado Huyten, que alcanza 4374 metros.

Quien llega a Mongolia percibe tres fenómenos de inmediato: el cielo azul, el horizonte sin fin y el silencio. Incluso la capital, Ulan Bator, con sus 800 mil habitantes (algunos fijos, otros temporales), es silenciosa. Quizá sea debido al alma profunda de este pueblo, nacido en medio de lo que para algunos podría parecer la nada; aunque, siendo más cartesiano, la causa es la baja densidad de población –una de las menores del mundo–, su escasa urbanización y sus espacios abiertos.

Los mongoles conocen, aman y respetan al pequeño y robusto caballo de la estepa.

Ulan Bator

Conocida antaño como Urga, Ulan Bator es un mosaico de tradición nómada, herencia soviética e incipiente modernidad. Yendo desde afuera hacia adentro, la periferia alterna barrios populares de inmuebles modestos de cuatro o cinco plantas con barriadas de yurtas y construcciones de tablones de madera. Luego surgen edificios más antiguos, de los años en que el país se encontraba bajo el paraguas de Moscú, con su estilo frío y racional. (...)

El corazón de la ciudad es la plaza Sukhbaatar, flanqueada al norte por el Parlamento, y al este por el Palacio de la Cultura y el Teatro de la Opera. Su pavimento sirve de pista de patinaje a los jóvenes que, cogidos de la mano, dan vueltas con destreza bajo la mirada de las familias que pasean al atardecer. Una estatua enorme de Gengis Kan –unificador de las tribus mongolas, en 1206– preside la plaza, a las puertas del Parlamento. Fue colocada el año pasado, con motivo del 800º aniversario del cónclave en el que quien al nacer fue llamado Temujin asumió el liderazgo de los mongoles y se proclamó Gengis Kan (Gobernador Universal). (...)

Ulan Bator, que hace 90 años tenía sólo 50 mil habitantes, ha sufrido un rápido proceso de crecimiento debido a la emigración rural. La mayoría de la gente ha llegado escapando de la pobreza y el desempleo. El 36 por ciento de la población de Mongolia vive por debajo del umbral de la pobreza. El producto interior bruto (PIB) per cápita fue de 2100 dólares en 2006.

Entrada al lugar donde en 1206 se proclamó a Gengis Kan jefe de todos los clanes mongoles.

El carácter de sus gentes está profundamente marcado por la libertad de movimiento que tradicionalmente ha protagonizado su existencia, la inmensidad de los paisajes y la convivencia en la yurta. Los mongoles son amables, estoicos, curiosos y extremadamente hospitalarios –algo, en ocasiones, imprescindible para la supervivencia, cuando las temperaturas descienden en invierno hasta 50 grados bajo cero–; pero son de sonrisa medida y poco proclives a dar las gracias abiertamente como se estila, a veces en exceso, en Occidente. Porque, para el mongol, el agradecimiento llega a modo de gesto o símbolo posterior. Sin necesidad de palabras, ni aspavientos.

A los mongoles no les gusta que “les toquen el hombro, porque, según aseguran, al hacerlo se les roba la energía. Ni tampoco la cabeza. Y no pueden prestar el cinturón, ni el casco. Cuando se les pregunta el motivo, dudan sobre la respuesta, pero vienen a la cabeza los tiempos en que los feroces guerreros mongoles, ataviados con extraordinarias corazas, cascos y todo tipo de armas, conquistaron Asia. El imperio mongol, iniciado por Gengis Kan (1162-1227), fue uno de los mayores de la historia, y durante sus casi dos siglos de existencia llegó a extenderse desde la península coreana hasta Irán y Hungría. El 8 por ciento de los asiáticos porta un cromosoma que parece estar directamente ligado a Gengis Kan. (...)

Estrellas de la estepa

Pero el mayor choque en Mongolia llega al dejar sus escasas ciudades, cuando el todoterreno UAZ, de fabricación rusa, se lanza dando tumbos por sus pistas de tierra polvorienta en verano, congelada en invierno; cuando la pradera se convierte en una autopista sin límites y el vehículo navega como un velero sobre la hierba. Inmediatamente viene a la memoria Urga, aquella deliciosa película de Nikita Mijalkov en la que el pastor Gombo y su familia, que viven satisfechos con su rústica existencia en una yurta en la estepa, ven alterada su vida cuando un camión ruso, conducido por Serguei, queda atorado en las proximidades. Un choque de culturas que se convertirá en amistad.

Un mongol nómada con su camello de lana rubia, considerados los más valiosos.

Al caer la noche se comprende el amor de los mongoles por el cielo y las estrellas. Los nómadas adoran las constelaciones. Las mujeres ofrecen leche a la Osa Mayor para proteger la vida de los suyos, sus animales y pertenencias; para hacer huir a los lobos y rogar por un invierno clemente. Cuenta un occidental que, hace años, cuando recorrió el país durante un mes con algunos amigos locales, tuvo una experiencia casi mística al contemplar el firmamento repleto de estrellas, con una claridad y una cercanía que nunca había vivido. “Tumbado en la pradera, parecía estar allí arriba, en medio de las estrellas. Fue una sensación única”, dice. Recuerda también que un día vieron desde el coche a un hombre en medio de la pradera que les hacía señales, como si pidiera auxilio. Pararon, y cuando le preguntaron qué quería contestó: “Hablar un rato, llevo meses sin ver a nadie”.

Esta soledad íntima está presente por todo el país. Incluso en los poblados que jalonan algunas de sus carreteras y traen aquellos aires de aldea fronteriza de tantas películas del Lejano Oeste. Como Lun, una hilera de viviendas precarias a ambos lados de la carretera, a 120 kilómetros de Ulan Bator, donde algunos talleres, pequeños restaurantes y una gasolinera mortecina dan servicio a un puñado de habitantes. En la casa de comidas, una joven de rostro castigado por los duros inviernos, pero de piel blanca y escote incipiente, sirve platos de arroz con cordero y cuencos de sopa a los visitantes. El polvo cubre el suelo del local, sobre el que juega a deslizarse un niño. Las flores de plástico, en pequeños jarrones sobre las mesas, imprimen aun más melancolía al lugar.

Pasan camiones cargados de cachemira, y a ambos lados de la carretera desfilan en la distancia rebaños de cabras, ovejas y camellos. Algunos mozalbetes pastorean manadas de caballos y utilizan con destreza la urga, una vara larga en cuyo extremo hay un lazo para capturar a los potros. La cría de ganado representa el 70 por ciento del valor de la producción agropecuaria del país. La mayoría de las cabezas pertenece a cooperativas. Tan sólo el 1 por ciento de la superficie de Mongolia se utiliza para el cultivo. Debido al rigor del clima, sólo es posible una cosecha al año, y éstas no son numerosas y varían mucho de un año a otro. (...)

La relación de este pueblo con la naturaleza es profunda. Considera el sol fuente de todo bienestar, y venera el cielo (tenger), las estrellas, el fuego y los árboles. Los animales ocupan un lugar especial en su vida. La tradición asegura que el mongol nació de la unión de un lobo y una cierva, y así lo recoge la obra literaria más antigua del país, La historia secreta de los mongoles, escrita por un autor anónimo poco tiempo después de la muerte de Gengis Kan. El oso, considerado en gran parte del país el rey de las bestias, es reverenciado como un antepasado, y los nómadas celebran ceremonias especiales cuando matan a uno para rendir honores y calmar las almas de sus reencarnaciones. Le piden disculpas por haberle quitado la vida, argumentando que necesitaban la carne o la piel para su supervivencia. Nunca le cortan la cabeza porque esto heriría su alma. Y cuando al mongol le duelen las muelas, nada como beber medio vaso de orina de vaca de pelo rojo templada; y si se tiene la presión baja, una buena copa de sangre de cabra caliente, según recomienda la tradición. (...) z

* De El País Semanal.

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