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Domingo, 13 de abril de 2008
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BUENOS AIRES > Itinerarios para locales y visitantes

Con alma porteña

Buenos Aires está de moda y atrae a turistas de todo el mundo. Dinámica y vital, esta reina sin corona invita a pasear por sus calles para descubrir arte, historia y curiosidades de una capital que tanto vive en el centro como en sus barrios.

Por Graciela Cutuli
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Adoquines entre los rieles del tranvía, un vestigio de la ciudad antigua.

¿Cuántas veces los habitantes de una ciudad la descubrimos cuando hay que mostrarla a otros? ¿Cuántas veces nos sorprendemos cuando el extranjero más o menos recién desembarcado tiene expectativa por conocer lugares que vemos todos los días sin considerarlos merecedores de atención? El efecto, claro, no es exclusivo de Buenos Aires: pasa en todas las grandes ciudades, ya que al fin y al cabo estar de viaje significa tener un tiempo disponible para ejercitar la mirada atenta, un bien escaso cuando sube la marea de obligaciones cotidianas. Pero dado que hay viajeros apasionados que conocen barrios de Buenos Aires mejor que los porteños, la próxima vez no hay que dejarse pescar desprevenidos: bastará tener a mano alguna de estas propuestas. Es que algo tiene, al fin y al cabo, la Reina del Plata, que se puso de moda a pesar de estar a trasmano de medio mundo. Un algo que excede a las favorables cuestiones cambiarias para el turista extranjero y que crece a pesar de esos detalles que al porteño no contribuyen a alegrarle la vida diaria (empezando por las calles caóticas, esas que nos recuerdan muy borgeanamente que con Buenos Aires “no nos une el amor sino el espanto”).

LA BOCA El barrio que forjaron los genoveses es una de las primeras postales que evoca nuestra ciudad puertas afuera. Aunque tan buenos no fueran los aires, allá en los tiempos del río “de sueñera y de barro”. Para Borges, La Boca era el lugar donde se habían “fraguado embelecos” sobre la fundación mítica de Buenos Aires, que él reivindicaba para Palermo, su barrio. Decía, en cambio, Raúl González Tuñón que La Boca era “lo que resta del color que un día tuvo Buenos Aires”. Colores que le fueron dados por el azar, por la historia y por los artistas que se inspiraron en este barrio de alma inmigrante y pasión deportiva, pero también política, ya que gracias a un grupo de habitantes de La Boca llegó al Congreso Alfredo Palacios, primer diputado socialista del continente. Hoy se podría decir que en La Boca hay más turistas que gente, todos fotografiándose junto a las casas coloridas y los personajes que pueblan las calles, pero basta salirse un poco de la atestada Caminito para volver a descubrir su ritmo de barrio (casi de “república independiente”, como quisieron proclamarla alguna vez allá por 1882). Además de Caminito, también la calle Garibaldi –aquí hay siempre alma italiana– regala color a los paseantes, mientras en la Fundación Proa el arte ocupa un lugar más institucional, con exposiciones y muestras temporarias. Una proa que mira hacia el viejo puerto y el Riachuelo, que se divisan desde la terraza del primer piso (mejor mirarlos desde aquí y no desde el pintoresco puente, donde más de un turista tuvo sorpresas desagradables con “amigos de lo ajeno”). Y a un paso está la Vuelta de Rocha, donde alguna vez Guillermo Brown estableció parte de su flota (de paso hay que visitar Casa Amarilla, réplica de la que fue su casa). Tiempos viejos, pero que en La Boca parecen tangibles y cercanos, como sucede con las obras de Quinquela en el Museo de Bellas Artes, que además de sus identificables imágenes de barcos y puertos exhibe obras de Berni, de De la Cárcova, de Spilimbergo y otros artistas. Un pedacito de corazón marinero late, además, en la colección de mascarones de proa del Museo. Y para despedirse con un poco de poesía, recuerda Alvaro Abós en sus paseos literarios por Buenos Aires que a las peñas artísticas boquenses (en particular la Agrupación de Artes y Letras Impulso) solía asistir Antonio Porchia, un inmigrante calabrés devenido en tipógrafo y poeta, que en 1943 hizo publicar un volumen de aforismos, las Voces, destinado a impresionar por su concisión y potencia a escritores tan diversos como André Breton, Henry Miller o Alejandra Pizarnik.

EUROPA EN EL RIO DE LA PLATA ¿Se parece Buenos Aires a París? ¿Se parece a Madrid? Puede ser, al menos así queremos creerlo los porteños, pero no es en La Boca donde hay que buscar la semejanza (y si se quiere seguir encontrándola, habría que impedir la destrucción sistemática de los petit–hotel que alguna vez caracterizaron a la ciudad y que hoy caen para convertirse en torres desangeladas). Los ribetes madrileños, se sabe, hay que buscarlos a la vera de la Avenida de Mayo, donde desde hace más de un siglo se levanta el Tortoni –cuenta la leyenda que Luigi Pirandello asistió allí a una presentación de Carlos Gardel– y donde se afincó Federico García Lorca durante su estadía porteña, en el Hotel Castelar, que conserva aún recuerdos del escritor. Uno de los hitos de la avenida, sin embargo, es más italiano que español: se trata del Palacio Barolo, curiosamente construido siguiendo una estructura inspirada en la Divina Comedia dantesca.

En cuanto a la Buenos Aires afrancesada, que se concentra sobre todo en las mansiones de la Recoleta, se encuentra dispersa también un poco por todas partes: sólo hay que prestar atención para encontrarla también en lugares inesperados, como en el salón de actos del Colegio Nacional de Buenos Aires, de juveniliana memoria, inspirado en la sala principal de la Opéra Garnier de París, o en el frente de la ex Ferretería Hirsch, cuya estructura fue realizada en la fábrica de Gustave Eiffel. No menos curioso es el origen de un edificio situado en Perú y Belgrano, el “Edificio Otto Wulf” o “Edificio de la Virreina”, que fuera levantado entre 1912 y 1914 como sede de la legación imperial austro-húngara. Inspirado en el Jugendstil propio de la Viena de principios del siglo XX, sobresalen sobre los techos de Montserrat sus dos cúpulas, una que representa al emperador Francisco José y otra, más baja, que representa a su esposa Elisabeth de Baviera, la emperatriz Sissi.

Pero Buenos Aires, se sabe, se niega a identificarse con un solo origen: lo suyo es cierto eclecticismo, cuando no la anarquía. Por eso, para ver casi todo de una vez, hay que darse una vuelta por el vistoso edificio de Aguas de la Avenida Córdoba, construido a fines del siglo XIX sobre el proyecto de un estudio inglés dirigido por un sueco, donde se mezclan los techos de pizarra francesa con decoraciones de cerámica importada de Inglaterra –decenas de miles de pequeñas piezas ensambladas en las cuatro fachadas– y mosaicos, esmaltes y vitrales de inspiración italiana.

Por último, el gigantesco crisol que fue el Río de la Plata tiene reflejo también en iglesias de varias ramas que se encuentran en la ciudad: entre ellas la Iglesia Dinamarquesa de San Telmo, con su rara fachada neogótica, la Iglesia Ortodoxa Rusa de Parque Lezama, con sus cúpulas acebolladas de un visible color turquesa, la Iglesia Presbiteriana San Andrés, fundada por los escoceses y hoy situada en Avenida Belgrano, y la Catedral Anglicana del microcentro, en la calle 25 de Mayo, la antigua “calle del pecado” (no es difícil imaginar por qué, dada la cercanía del puerto).

ALGO DE HISTORIA A Buenos Aires no le gusta mucho conservar huellas de los protagonistas de su historia, por eso las que quedan son casi rarezas: la Casa de Liniers, donde vivió el penúltimo virrey del Río de la Plata y donde se firmó la rendición inglesa tras la invasión de 1806; la Casa de Rivadavia, donde nació en 1870 quien sería el primer presidente (y también el primer endeudador, con el empréstito a los Baring Brothers que llevó ochenta años de pagos); los Altos de Ezcurra, donde pasó sus últimas horas Manuelita Rosas antes de partir con su padre rumbo a Gran Bretaña; la Casa de Esteban de Luca, por donde pasaron los hombres que impulsaron la Revolución de Mayo.

Además de las iglesias más antiguas de Buenos Aires, que se concentran en San Telmo –la de San Ignacio, la de San Pedro Telmo– la mirada hacia el pasado se concentra en el Museo Histórico Nacional, recientemente triste objeto de las crónicas por la escasa seguridad con que se custodian sus bienes. El Museo merece algo más que la tradicional visita escolar: en el edificio de Parque Lezama, un cuidado ejemplo de arquitectura italiana, se traza la historia de la Argentina desde tiempos precolombinos hasta mediados del siglo XIX, con especial detenimiento en las luchas que opusieron a unitarios y federales y el nacimiento de la Argentina actual. Un sector especial se dedica también a José de San Martín y las luchas por la independencia.

Y quien quiera ahondar aún más en la historia porteña puede internarse en los túneles y subsuelos de Buenos Aires, objeto de toda clase de leyendas a lo largo de los siglos, y que de vez en cuando, a veces buscados y a veces por azar, van sacando a la luz algunos de sus secretos. Están los de la Manzana de las Luces, y otros menos conocidos: bajo la tanguería Michelangelo, por ejemplo, se encuentran los restos de un almacén colonial, y en el Zanjón de Granados, en San Telmo, se hallaron numerosos túneles, arcos, aljibes y paredes del lugar donde algunos sitúan la primera fundación de Buenos Aires.

SAN JUAN Y BOEDO Tiempo atrás, el paisaje de Boedo empezó a incorporar lo que era hasta entonces una rara avis en el contexto barrial de casas bajas donde no faltan las calles empedradas y las esquinas salidas tal cual de una foto de 1900: los extranjeros. Incluyendo los ilustres, como el escritor inglés Julian Barnes y Mario Vargas Llosa, que hace pocas semanas fueron llevados en procesión a visitar la biblioteca Miguel Cané, aquella donde trabajó un joven Jorge Luis Borges, y luego a desayunar en el Café Margot, tradicional esquina de Boedo y el Pasaje San Ignacio. El mismo recorrido hacen otros curiosos que bajan por Boedo desde Independencia –donde la Galería del Tango concentra a los fanáticos del 2x4 en las milongas del sábado a la noche– hacia San Juan, la esquina inmortalizada por “Sur”, bautizada Homero Manzi, con su bar de los de antes ahora renovado y convertido en tanguería con cena-show incluida. Pero antes están Pan y Arte, un restaurante con teatro incluido, especializado en gastronomía mendocina, y el Museo Monte de Piedad, que evoca la historia del Banco Ciudad e incluye una réplica del histórico café donde se juntaba, décadas atrás, el Grupo de Boedo. Estos lugares tuvieron el honor de compartir no sólo la calle que los alberga, sino un lugar en las páginas del New York Times, que recientemente constataba el renacimiento del Boedo bohemio. Y hasta recomendaba irse un poco más al sur todavía, pasando San Juan, donde las casas especializadas en cueros ofrecen toda clase de insólitos materiales para decoración, materia prima del nuevo diseño que luego se luce en los múltiples Palermos Soho, Hollywood y Queens que supo dar a luz Buenos Aires.

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