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Domingo, 14 de febrero de 2010
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CHILE > X REGION DE LOS LAGOS

Senderos valdivianos

Crónica de la aventura de un trekking por uno de los tramos del Sendero de Chile, en la X Región de los Lagos. En plena selva valdiviana, una travesía por los Parques Nacionales Pérez Rosales y Puyehue, entre lagos, volcanes y termas, en convivencia con las acogedoras comunidades locales.

Por Mariana Lafont
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Durante la excursión por la selva valdiviana se escucha el rumor de cascadas entre la vegetación.

Internarse en la selva valdiviana es una experiencia ideal para caminantes y amantes de la naturaleza. Este bosque templado del sur de Chile, que abarca 240.000 kilómetros cuadrados entre los paralelos 37º S y 48º, tiene una frondosa vegetación de avellanos, coihues, cañas colihues, copihues, tineos, arrayanes y grandes helechos, donde habitan monitos del monte, ciervos pudú (el más pequeño del mundo), pumas, loros, chucaos y cisnes de cuello negro. Para vivir a pleno la selva, emprendimos un trekking por uno de los tramos del Sendero de Chile, que atraviesa los dos Parques Nacionales donde este bosque se muestra en todo su esplendor: el Vicente Pérez Rosales y el Puyehue.

La travesía comenzó en Puerto Varas, desde donde recorrimos 64 kilómetros bordeando el lago Llanquihue e imaginando el imponente volcán Osorno que ese día, como tantos otros, estaba tapado por nubes bajas. Poco a poco nos internamos en el bosque hasta ver las turquesas aguas del río Petrohue y sus famosos saltos. Bajamos en Ensenada y nos embarcamos por el lago de Todos los Santos, que en un día soleado tiene un increíble color verde esmeralda y está rodeado de tres imponentes volcanes nevados: el Osorno, el Puntiagudo y el Tronador. Este espejo de agua fue descubierto por jesuitas que venían de Chiloé buscando una ruta hacia el Este, y quedó en el olvido cuando los religiosos abandonaron la misión de Nahuel Huapi en 1718. Fue redescubierto recién a mediados del siglo XIX por expedicionarios que subieron al Osorno y divisaron desde la altura su espléndido color.

LLUVIA Y BARRO La mitad del grupo se embarcó en coloridas lanchas y la otra en kayaks, bajo la lluvia y un cielo gris que sólo dejaba ver parte de las verdes laderas que caían al lago. Los de la lancha nos refugiamos bajo un techito, mientras los kayakistas remaban en la inmensidad. Pasado el faldeo del Volcán Osorno avistamos la Isla Margarita y navegamos durante una hora y media hasta desembarcar en Puerto El Callao, donde cada uno tomó un bastón de trekking de madera nativa tallado especialmente para la ocasión. Estaba previsto que hubiera “pilcheros” para cargar las mochilas, pero había llovido tanto y el río estaba tan crecido que los caballos no pudieron vadearlo y tuvieron que quedarse a unos cinco kilómetros del lugar. Apenas puse un pie en el sendero supe que el terreno sería poco amigable, barroso y resbaladizo. No me equivoqué: a los diez minutos me hundí en un pozo escondido bajo agua y tierra. Afortunadamente, un compañero francés que estaba a mi lado me dio la mano y salí de allí entre barro y risas.

Uno de los tantos puentes en el tramo final del Lago Paraíso a Las Parras, en el Parque Nacional Puyehue.
Imagen: Mariana Lafont

El bosque nos protegió de la lluvia por un rato hasta que nos habituamos a ir mojados. A una hora de marcha encontramos finalmente a los pilcheros, les pusimos las mochilas y continuamos hasta toparnos con el río Sin Nombre, que nos acompañó durante toda la jornada. Cruzamos dos pasarelas colgantes de madera sobre sus turbias y furiosas aguas, tanto que en un sector habían invadido el sitio por donde debíamos pasar. No quedó otra que seguir, agarrarse bien de unas rocas y mojarse hasta la cintura con agua bastante fría. Si bien la senda no tenía mucha pendiente, el clima la hizo más complicada y no permitía detenerse a apreciar el increíble entorno en el que estábamos inmersos.

DOS CONDOR El primer día caminamos 10 kilómetros en cuatro horas y media. Una vez en el Refugio Dos Cóndor (sin “es”) de Rudi Yefi y familia, nos quitamos todo lo mojado y, literalmente, invadimos la cocina a leña colgando medias, remeras, botas y abrigos para que se secaran. Laura, la esposa de Rudi, seguía rallando enormes zanahorias de su huerta para la cena, mientras Martina, su nieta, nos miraba muda y con los ojos bien abiertos. ¿Qué habrá pensado esa niña criada en el medio de las montañas ante la súbita aparición de tantos caminantes empapados que revolucionaron su casa?

Cada uno se acomodó en una habitación del prolijo refugio de madera que Rudi levantó con sus propias manos. Una vez cambiados, Laura sirvió una poderosa sopa de verduras acompañada de tibio pan casero con pebre (exquisita salsa con ají, cebolla, tomate, cilantro y mucho limón, infaltable en la mesa chilena). Luego vino el cordero con papas, arroz y ensalada de lechuga y zanahoria. Pero lo más jugoso fue la sobremesa con los anfitriones, dispuestos a contar su historia y vivencias.

Además de increíbles helechos, la selva valdiviana alberga diversas especies de árboles y arbustos.
Imagen: Mariana Lafont

Rudi Yefi nació en 1947 cerca de su actual rancho y Laura nació en Playa Blanca, otra zona del lago de Todos los Santos. Se casaron en 1975 y tuvieron siete hijos. Ambos bajan a Puerto Varas una vez al mes y al Callao una vez por semana, para recibir productos que no genera el campo. Cuenta Rudi, cuyo padre llegó a la zona entre 1935 y 1940, que toda el área había sido mapuche: sin embargo, con el arribo de colonos hubo disputas y persecuciones, por eso la gente trabajaba de noche y escondida. De ahí el nombre de “El Callao” (“callado”) para el puerto. Si bien es un hombre de campo, Rudi vio un poco de mundo, lo suficiente para saber lo valiosa que es su tierra: “Le tenemos tanto amor a este lugar. Es tranquilo, todos se conocen y nadie hace daño. ¿Qué mejor lugar para vivir que éste?”. Por eso volvió y, desde hace un tiempo, se dedica al turismo aprovechando el paso de mochileros, sobre todo europeos, por el Parque Nacional. “Al principio muchos paraban a comprar miel, queso y pan casero y algunos pedían alojamiento”, cuenta. Por eso construyó el refugio, que piensa ampliar, y ofrece paseos y cabalgatas.

Al día siguiente la mañana era fría, había caído una fuerte helada y el sol asomaba tímidamente descongelando el pasto y generando una bruma sugestiva. A las diez partimos a las Termas del Callao, de la familia Altamirano. Hicimos un breve trayecto y cruzamos el río Sin Nombre por una pasarela. Esta vez sí disfrutamos y admiramos la selva valdiviana, con inmensos troncos de mañíos, delicadas orquídeas, lianas trepadoras y fascinantes helechos, acompañados por los sonidos del chucao. A las dos horas llegamos a las termas, descubiertas por el abuelo de los hermanos Sandro y Héctor Altamirano, que construyeron dos tinas de madera talladas en troncos para gozar de los baños. Inestable como siempre, el clima se descompuso con lluvia, granizo y nieve, de modo que continuamos rumbo a la laguna Los Quetros. En el camino había cada vez más nieve, y su combinación con el bosque y las cañas resultaba muy atractiva. Pero lo más llamativo del trekking fue pasar por corredores de lava formados a partir de erupciones volcánicas a lo largo de millones de años.

La larga travesía se alivia gracias a que los caballos pilcheros cargan las mochilas.
Imagen: Mariana Lafont

Una vez en Los Quetros, devoramos la vianda en medio de un paisaje nostálgico e invernal. La parada fue breve, para no enfriarnos, y luego nos dividimos en grupos acompañados por pobladores de Las Gaviotas, la siguiente parada. El mío iba con Estela Leal, una joven de 30 años que guía en la montaña desde los 16 y fue contando recuerdos durante el camino. Como había dificultades para estudiar, ya que la comuna sólo tiene escuela primaria, iba a un internado en Osorno y volvía los fines de semana. Pero los lunes, al regresar al colegio, salía a las cuatro de la mañana y navegaba el lago Rupanco para tomar el bus y llegar en horario. Sin embargo, no se queja: “Nos encanta vivir acá, es más tranquilo y no hay que correr tanto”, explica. Después de tres horas divisamos un agitado lago Rupanco. Estábamos en Las Gaviotas.

DE GAVIOTAS A PUYEHUE Esta pequeña y aislada comunidad de 128 habitantes estaba llena de gaviotas hasta que desaparecieron con el terremoto de 1960. Para llegar hay que hacer 120 kilómetros desde Osorno hasta Puerto El Poncho, y desde allí navegar una hora en barcaza bordeando la costa del lago (o caminar la huella de 18 kilómetros que va del puerto a Las Gaviotas, ya que no hay camino para autos y el barco no sale todos los días). Desde el lago se ven los volcanes Puntiagudo y Casablanca, además del Cerro Sarnoso y los saltos El Calzoncillo y Chiflón.

Las Gaviotas vive del campo y, desde hace once años, también del turismo rural. La región ofrece descansar en un entorno bucólico y campestre, donde se puede pescar, cabalgar, caminar o bañarse en aguas termales. Como había mucha nieve, no se podía llegar a pie al centro de esquí Antillanca y fuimos en bus: embarcamos en la playa de arena negra, navegamos media hora y pasamos por un sitio con una cruz blanca que recuerda el lugar donde alguna vez estuvo el Hotel Termas de Rupanco, “tragado” por la tierra durante el terremoto de 1960. Después de otro almuerzo-festín partimos para Antillanca, en el Parque Nacional Puyehue. Llegar fue todo un paseo pasando por los complejos termales de Puyehue y Aguas Calientes, pero seguíamos sin poder creer que fuera noviembre y todo el complejo estuviera lleno de nieve.

El último día comenzó con una bajada en bicicleta hasta el lago Toro, desde donde tomamos la senda al lago Paraíso. Llegamos a un puente de grandes troncos y nos encontramos con dos guías de la comunidad Las Parras Calfuco, a cargo del refugio en el lago. A las tres horas llegamos a otro espejo de agua, gris y misterioso. Nuestros anfitriones nos esperaban en la otra orilla, vinieron a buscarnos en bote para cruzarnos y al entrar las mujeres nos dieron la bienvenida con un saludo mapuche. En el tramo final a Las Parras cruzamos varios puentes y fuimos paralelos al río Peligroso, que bajaba con fuerza entre rápidos y saltos. Cuando el sendero se ensanchó supimos que estábamos cerca, pasamos una pampa y llegamos a Las Parras. Allí tomamos un bus hasta la comunidad Mawidan, que nos recibió a la hora de la “once”, comida que en Chile se sirve entre las 16.00 y las 20.00 a modo de merienda, pero que a veces reemplaza la cena. Mientras nos acomodábamos, las mujeres no paraban de amasar y freír milcaos (mezcla de papas crudas, cocidas y otros ingredientes que luego se fríen en aceite). Un buen término para este viaje que, inclemencias climáticas aparte, deparó la belleza de la selva y la riqueza de la cultura mapuche.

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