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Domingo, 6 de febrero de 2011
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BARCELONA. El Parc Güell de Gaudí

Ilusiones catalanas

Ungido con la impronta modernista de Antoni Gaudí a comienzos del siglo XX, el Parc Güell es un espacio público que simboliza la ancestral relación entre el hombre y la naturaleza. Crónica de una recorrida entre arabescos y trecandís para descubrir uno de los lugares emblemáticos de Barcelona.

Por Astor Ballada
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Detalle de un símbolo hecho de trencadís, propio de la arquitectura modernista.

Lejos del centro, en la parte alta de Barcelona. Allí, exactamente sobre la Colina del Carmel, el próspero Eusebi Güell imaginó una ciudadela con sesenta residencias familiares a parcelar. Sería un gran negocio, sospechó (mal). El proyecto se lo encargó a un arquitecto de gran fama, que se consolidaba en el ámbito del modernismo en boga allá por el 1900. Se trataba de Antoni Gaudí, quien se hizo cargo del emprendimiento con extraordinaria pasión creativa.

Los interesados por vivir en ese condominio, sin embargo, nunca aparecieron. Quien sabe si, sabedores de la valorización que lograrían esas viviendas con los años, se hubiera podido contar con más entusiasmados... Lo cierto es que esperando a los compradores e inversionistas, el proyecto se prolongó entre 1900 y 1914, años durante los cuales sólo se construyeron algunos de los espacios comunes del futuro consorcio horizontal que nunca existiría. Originalísimas, aquellas construcciones –que incluían el obrador-casa donde vivió Gaudí– son las que cubren con estridente armonía las 18 hectáreas de lo que hoy se conoce como Parc Güell.

Recorrer este parque, que compró e hizo público el Ayuntamiento de Barcelona en 1922, es sumergirse en un viaje onírico, conceptual, espiritual. Basta acercarse a su entrada principal, sobre la calle Olot, al pie de la colina que le da perímetro, para divisar las curiosas cúpulas de los dos pabellones ovalados que están junto a la entrada (alguna vez pensados como portería uno y como administración el otro). La piedra del lugar da estructura a estos edificios, mientras que la impronta gaudiana comienza a intensificarse: lo dice la forma helicoidal de la cúpula de uno de los recintos, lo mismo que la doble cruz que la corona (cuya heterodoxia podría interpretarse como una burla hereje, pese a la gran religiosidad del autor de La Sagrada Familia). Entretanto, otro rasgo que comienza a discurrir en el paisaje es una de las debilidades de Gaudí: el trecandís, que no es otra cosa que el cúmulo para nada forzado de informes pedazos de vidrios y azulejos dispuestos cual caleidoscopios, indescifrables en detalle pero hipnotizantes por sus formas desde lo panorámico. Los veremos casi en cada monumento y formación arquitectónica a lo largo de los tres kilómetros de paseo que propone el parque.

Ya adentro, resulta imposible no concentrar la atención en la doble escalinata que tenemos por delante. Hacia ellas vamos, como la mayoría de los visitantes. A los costados de los escalones apreciamos que el damero de las paredes está conformado por miles de cerámicas rotas, pero distribuidas con decisión y conciencia estética, como no podía ser de otra manera. No obstante, lo que más nos llama la atención son las fuentes que hay entre ambas escalinatas; y sobre todo una entre ellas, la presidida por un dragón o salamandra, que se ha convertido en el emblema de Parc Güell y por lo tanto de Barcelona. Más allá de sus significados alegóricos, queremos interactuar con este monstruo camuflado de trecandís. Volvemos a ser niños.

Las sorprendentes cúpulas de los dos pabellones ovalados que están a la entrada del Parc Güell.

EL MERCADO QUE NO FUE Después del ascenso por alguna de las dos escaleras (no es mucho, apenas tres tramos de algo más de diez escalones cada uno), nos encontramos frente a la Sala Hipóstila, un espacio cubierto y sostenido por singulares columnas blanquecinas. Son 86 en total, y ninguna dispuesta igual que la otra; tampoco tienen exactamente la misma altura, aunque promedian los seis metros. El golpe de vista no miente: podría decirse que atesoran inspiración dórica, pero también uno piensa que en su estética hay una suerte de mimetización con el contorno (sus rosetones recuerdan las palmeras existentes en el parque, junto a pinos y robles). Tal fue uno de los propósitos de Gaudí al diseñar Parc Güell. ¿El techo de esta sala? Surrealmente ondulado. Y en él se disponen cuatro medallones, que simbolizan las estaciones del año.

El futuro hacedor de La Sagrada Familia imaginó este espacio laberíntico que es la Sala Hipóstila como el mercado del condominio. Pero ahora es una explanada en la que los visitantes parecen deambular como zombies encantados a nuestro lado (posiblemente, un espejo nos mostraría igual). Otra particularidad es la manera en que repercuten los sonidos: lo saben bien artistas callejeros como el violinista a quien le dejamos menos de lo merecido en su gorra.

El interior de la Sala Hipóstila y un despliegue de columnas hacia un techo multiforme.

TERRAZA POLIFORME Pero esas columnas no sólo se elevan hacia el techo, sino que también sostienen una terraza, o plaza, o anfiteatro, según el proyecto original. Esta terraza, un óvalo irregular de 3000 metros cuadrados, está demarcada por un banco ondulado de más de 150 metros de largo, hecho de vistosos azulejos y cristales cortados, en una armonía ergonómica que tienta a sentarse. Lo admitimos, provoca algo de envidia ver a los vecinos catalanes posarse en ellos como en cualquier banco anónimo de cualquier plaza del mundo. Para ellos, además de ser una reliquia única, es uno de los espacios verdes de la ciudad, como lo recuerdan los juegos infantiles o paseo de perros, que están ahí nomás. Aquí también descubrimos que el friso exterior que veíamos segmentado entre gárgolas en realidad en uno de los viaductos que tenían como fin proveer de agua a la futura urbanización. Otra lección de Gaudí.

DE IGUAL A IGUAL No se entiende este parque sin apreciarlo desde su topografía. Porque no es la exuberancia natural lo que lo caracteriza (antiguamente fue conocido como Montaña Pelada, en alusión a la escasa vegetación), sino su irregular terreno de subidas y bajadas. Lo sabía Gaudí, quien pese a su característico barroquismo modernista nunca intervino el terreno, sino que prefirió mimetizar en él las construcciones.

Así, como sin querer, uno de los caminos –el del Rosario, serpenteado por una hilera de bolas de piedra que hacen las veces de cuentas– conduce a una de las pocas residencias terminadas del complejo. Se trata de la actual Casa-Museo Gaudí, lugar donde el arquitecto vivió entre 1906 y 1925. Curioso: la casa no es obra de él, sino de uno de sus colaboradores, Francesc Berenguer. Sin embargo, vale la pena ingresar y apreciar desde algunos mobiliarios diseñados por Gaudí hasta su habitación y su despacho, en el segundo piso.

Los árboles del Parc Güell, en armoniosa convivencia con la arquitectura.

ACCESO AL PARAISO Religioso al fin, el genial catalán determinó que los zigzagueantes caminos y bifurcaciones (los hay para peatones, pero también para carruajes) que atraviesan Parc Güell tuvieran como destino el paraíso celestial. Vale decir, lo alto de la colina, que es donde proyectó realizar una iglesia que nunca se materializó. No obstante, en su lugar diseñó un monumento al Calvario: Las Tres Cruces, justo en el lugar desde donde se obtienen las mejores vistas de la Ciudad Condal. Lo que seguramente no imaginó es que muchos harían el trayecto inverso, comenzando por el alto paraíso –desde la entrada posterior al parque– a bordo de una escalera eléctrica. Curioso juego de las inversiones que tal vez habría gustado al genial arquitecto catalán.

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