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Domingo, 3 de abril de 2011
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VENEZUELA. Parque Nacional Morrocoy

Cayos bien chévere

Chichiriviche es un pueblo pesquero ubicado en pleno Caribe venezolano. Desde allí se visitan islas seductoras, con ritmos, colores y sabores perfectos, donde es posible combinar días de playa y descanso con actividades náuticas sobre y bajo las olas de la increíble transparencia del mar.

Por Pablo Donadio
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Los cayos de Chichiriviche: playas de arenas blanquísimas, cocoteros, aguas translúcidas y arrecifes de coral.

Pequeño y humilde en el gran mapa del Caribe venezolano, Chichiriviche impresiona a primera vista por el maravilloso entorno tropical. Ubicado en la región centro-norte de Venezuela, su aire pueblerino hace de la paciencia un rasgo naturalizado de manera sorprendente por los anfitriones: si uno está apurado y pretende por ejemplo que lo atiendan rápido en un parador, no le va a ir bien. El andar cotidiano es mucho más cansino que el de las grandes ciudades y nada parece alterarlo, por más visitantes que haya.

Este pueblo disfruta de vivir el día a día a orillas del mar, con la pesca como regalo de la naturaleza, ya que se concibe a sí mismo como un pueblo de pescadores, donde habitan “artesanos del mar” que llegan cada madrugada al malecón y salen en busca de la pesca del día. Son ni más ni menos que los abastecedores de restaurantes y comedores de la zona, donde por supuesto las ostras y mariscos son los platos que más salen. El turismo es un aporte externo valioso, pero aun así la marcha no se altera. Visitantes de todas partes del mundo llegan atraídos sobre todo por la difusión que tiene el Parque Nacional Morrocoy, de 32 mil hectáreas, donde se encuentran parte de las islas y playas de Chichiriviche. Distante de Caracas unas tres horas, es el enclave buscado para comenzar a vivir la magia caribeña de la que tanto se habla.

Encuentros subacuáticos con los sorprendentes colores y tamaños de cangrejos.

SAL LA VIDA En Chichiriviche los precios son accesibles como para hacer base, ya que en las islas sólo se permite acampar. En el pueblo no hay mucho por hacer más que recorrer calles, bares y comer sobre la ribera. Al atardecer aparecen los artesanos exponiendo sus trabajos, momento ideal para pensar en los regalos del regreso. Por las noches, la gente se reúne sobre el malecón a planificar las salidas y armar los grupos lancheros de la mañana siguiente. Allí se comparte la buena música y alguna cerveza o bebida caribeña, como el popular Cuba Libre, ante la imagen de una luna que se muestra inmensa por este lado del mundo.

Para los visitantes todo gira en torno de las playas isleñas, cuya propuesta es el descanso de cara al sol, con aguas transparentes y templadas. Una característica bien propia del lugar es el traslado: desde la costa algunos privados ofrecen su lancha-colectivo para navegar hacia cada cayo, y con ellos se arregla el alquiler ida y vuelta, pactando el horario de regreso. En el muelle se suelen juntar grupos para las salidas, ya que cada lancha lleva hasta diez personas, y a más pasajeros menor costo individual (unos cinco bolívares por persona). En general muchos turistas llegan desde Caracas, a unas tres horas de viaje, y saltan de cayo en cayo sobre las playas del Parque Nacional, que muestra sus morros llenos de palmeras, helechos, cocoteros y mangles, así como la ensenada que comprende Punta Varadero y el conjunto de islas de la zona.

Desde el norte nace cayo De Sal, y tras pasar Borracho, Peraza, Muerto y otras islas y peñones esparcidos cerca de la costa, se llega a la sureña Sombrero. Cayo De Sal queda a apenas diez minutos y es el destino elegido para ir de “rumba”, como suelen llamarle los locales a la farra. Hacia allí parten lanchas en todo momento; en el camino se divisan catamaranes y cruceros que tiran el ancla y pasan varios días en la zona. La llegada no puede ser más espectacular: apenas se pisa la arena una banda de músicos da la bienvenida con ritmos de salsa, sanjuanitos, merengue y cumbia latina, bailando entre ellos y de a dos, tomando la posta en escena para que la pareja a la que le toca el centro se luzca de veras. Cada tanto algún visitante se anima a demostrar lo suyo y los bailarines ofrecen algunos secretos para que hasta los más “pata dura” se vayan felices. Fernando Calderón, venezolano desde los pies hasta las largas extremidades de sus bigotes, lo resume con simpleza: “El Caaaio sí que es chévere”.

Como una rampa hacia el paraíso, el muelle de madera se adentra en el Caribe venezolano.

OTROS CAYOS Al otro extremo está cayo Sombrero, la isla más grade y concurrida del Parque Nacional. Llegar allí cuesta 130 bolívares por lancha, por ser la más alejada del pueblo y requerir unos 40 minutos de travesía sobre el Caribe. Según dicen aquí, nada envidia a las famosas costas cubanas, a las de la Polinesia o “a las del mundo”, desde que Sombrero se dio a conocer como paraíso venezolano. Difícil afirmarlo sin conocer aquellos destinos, pero qué importa eso ante lo inverosímil de su paisaje, casi arrancado de la serie Lost.

Una curiosidad es la cantidad de aves que llegan a los distintos cayos: pelícanos y fragatas, ibis, cuervos marinos, patos de ala verde, alcatraces, garzas y hasta flamencos rosados. Por una cuestión de vientos y corrientes marinas, de un lado del cayo las aguas son calmas, bien transparentes y cálidas, y muchos llevan las típicas colchonetas inflables de pileta como para la foto postal sin ola alguna. El otro lado, en cambio, recibe a un mar agitado y revuelto, abriendo camino a los amantes del surf, una de las dos actividades de tablas muy presente aquí.

Otra de las razones de ser de los cayos pasa bajo el agua. El mar cristalino brinda una oportunidad ideal para el snorkel (casi no se hace buceo). Su riqueza biológica, con una generosa diversidad de peces, crustáceos, moluscos y variadas formaciones de coral, hace que algunos venezolanos duchos en el tema salgan con su máscara particular y floten a destajo. De a ratos los corales son visitados por cardúmenes coloridos que se acercan sin necesidad de ir a las profundidades o muy lejos de la orilla. Muchos de estos grupos acompañan la dirección de quien nada, tan cerca que a veces casi se los toca. Pero el “casi” es literal: todos lo intentan, nadie lo logra.

Fuera del agua, los colores de cangrejos y otros animalitos también sorprenden a quien los cree de una sola tonalidad y tamaño, y así flora y fauna resaltan todo el tiempo sobre arenas que parecen harina. Varadero, la playa más agitada, es el escenario de la otra gran actividad náutica: después de las tablas y el atrapante mundo submarino, el kitesurf caribeño dice presente. Sus olas, no tan grandes pero bien formadas y presentes todo el día, invitan a los fanáticos del paracaídas con tabla y el windsurf a poner en juego sus destrezas. Francisco Albarracín, de la ciudad de Valencia –paso intermedio entre Caracas y los cayos– es uno de los expertos en este deporte. Su cara de niño feliz arriba del kite es indescriptible. “Varadero es el único sitio donde puedo venir y hacer kitesurf. En las demás playas no llega el viento y te aburres.” Entonces sale corriendo sobre la arena hasta que el paracaídas se alza, pega un salto, se coloca los encastres y cae al agua. A partir de allí deja que el viento lo guíe.

También tomada como límite continental, de allí en más la escalada por la zona prevé otro continente, ingresando al Caribe centroamericano y sus encantos. O si no, el retorno por Maracaibo para quien no ha recorrido Colombia y piensa en volver a casa por ese destino. Porque, se quiera o no, la vida corriente y por fuera del paraíso debe continuar

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