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Domingo, 4 de septiembre de 2011
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TUCUMAN. Muestra en homenaje a Atahualpa Yupanqui en Acheral

Los pagos de Don Ata

La muestra itinerante Siempre vuelvo a Tucumán, en homenaje a Atahualpa Yupanqui, llegó al pueblo de Acheral para quedarse. Aquí se puede conocer, a través de objetos personales, tramos de la historia del gran músico, quien solía frecuentar este paraje y emprender largas cabalgatas por el monte tucumano.

Por Guido Piotrkowski
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Las baqueteadas valijas dan testimonio del alma andariega de Yupanqui.

”...Con esperanza o con pena / en los campos de Acheral/ yo he visto la luna llena / besando el cañaveral. / Si en algo nos parecemos / es en triste soledad / yo voy andando y cantando / que es mi modo de alumbrar...”

“Luna Tucumana”,
Atahualpa Yupanqui

Acheral duerme la siesta. Unos perros deambulan por ahí, mientras un par de niños corretean en la placita de siempre, la plaza que hoy lleva el nombre de Atahualpa Yupanqui. Nada parece haber cambiado en este apacible pueblito del interior tucumano desde aquellos días en los que el visitante ilustre, “Don Ata”, se pegaba una vuelta por estos pagos. Un enamorado de estas tierras, ya hecho un hombre, que volvía para cabalgar en soledad, bajo esa luna que tanto lo inspiraba. Partía en las madrugadas de Acheral para llegar un día después a Tafí del Valle. “Héctor Chavero nació en Pergamino, pero Atahualpa Yupanqui nació en Tucumán”, confesó cierta vez su hijo, Roberto Chavero.

UNA MUESTRA PARA QUEDARSE “Siempre vuelvo a Tucumán” es una exhibición que llegó a Acheral durante 2009, en carácter itinerante. En principio iba a quedarse por tres meses, pero ya lleva dos años ininterrumpidos y se podrá visitar, al menos, un año más. “Tiene mucho público y fue muy bien recibida por la comunidad de Acheral. Además, tiene aspiraciones de convertirse en un gran museo”, explica Mónica Serrano, del Ente Tucumán Turismo. Así hoy el viajero que va rumbo a Tafí tiene un buen motivo para detenerse en Acheral.

Atahualpa Yupanqui mantuvo la costumbre de viajar al menos una vez al año hasta este poblado distante 45 kilómetros de la capital tucumana. Aquí lo esperaban viejas amistades. “Era un eximio jinete, que durante diez años hizo la cabalgata. Llegaba siempre un domingo a la noche, y acá había un boliche donde él tocaba. Era un orgullo tenerlo”, cuenta Miguel Lazo, un vecino del pueblo que oficia de orgulloso guía en la muestra. Dice que “Don Ata”, como todos lo recuerdan por aquí, tenía una mula que una familia amiga le cuidaba el resto del año. “Le preparaban todo, y salía con la mula a las 4 de la madrugada. Eran treinta horas de andar, porque en esa época no había senderos. Tenía que cruzar tres cerros. ¡Pero de los grandes, no eran cerritos! –exclama–. Y salía solo. Siempre”, concluye Miguel, que conoce las historias de Don Ata de boca de su padre, pero también por haber devorado las cartas que Yupanqui le enviaba a su mujer Nenette, una pianista francesa.

“Tucumán fue el lugar más importante para mi padre, ya que nació al arte en esta tierra. Fue el paisaje, tanto de la naturaleza como del hombre, que lo motivó a escribir, a cantar, conocer, indagar, viajar a caballo. Tucumán fue el disparador de Yupanqui”, dijo Chavero hijo sobre la provincia que su padre no dudó en bautizar como “el reino de las zambas más lindas de la tierra”. Y fue Chavero, a través de la Fundación Atahualpa Yupanqui, el responsable de acercar esta exposición, aportando los objetos que le pertenecieron a su padre. Piezas como el catre donde dormía de niño, su guitarra, la máquina de escribir, tapas de discos, sus cartas, un escritorio estilo francés que Nenette trajo especialmente de Francia. Vitrinas con partituras originales, estribos y facones, sus libros (los de su autoría y los que le gustaba leer), y hasta un esmoquin y un traje de gaucho usado en una de las películas en las que participó. También hay una pequeña sala donde se puede ver un emotivo video donde revela el porqué de su amor a Tucumán. Y fotografías, varias, por todos lados y en todos los tamaños: desde una imagen de la pareja resguardada en un portarretrato hasta prolijas gigantografías, pasando por una copia en blanco y negro pegada como al pasar en una vitrina. “Le gustaba mucho sacar fotos”, explica el guía, frente a una vitrina con viejas cámaras. “En las cartas a Nenette, él siempre hablaba de la Olympus.”

LOS AÑOS MOZOS Héctor Roberto Chavero, tal el nombre de Atahualpa, era hijo de un santiagueño con sangre quechua y madre vasca. Nació en Pergamino, pero cuando tenía nueve años su familia se mudó a Tucumán. Su padre era ferroviario y los gajes del oficio hacia el norte lo habían llevado hasta aquellas tierras. Sin embargo, falleció poco después, lo cual obligó a la familia Chavero a dejar Tucumán y reinstalarse en la ciudad de Junín –en plena pampa bonaerense– cuando Roberto tenía sólo 10 años. “Los días de mi infancia transcurrieron de asombro en asombro, de revelación en revelación. Nací en un medio rural y crecí frente a un horizonte de balidos y relinchos”, dijo Atahualpa recordando su niñez. Sin embargo, nada lo alejaría de un destino musical y la guitarra, que comenzó a aprender a los seis años con el maestro Bautista Almirón: “Este instrumento se hizo presente en mi vida desde las primeras horas de mi nacimiento. Con la guitarra alcanzaba el sueño”.

A los trece años comenzó a utilizar el nombre Atahualpa, en homenaje al último soberano inca, para firmar algunas colaboraciones literarias en el periódico escolar. Años después le agregó el Yupanqui con el que se lo reconocería mundialmente. Un nombre que se inventó mezclando vocablos quechuas: “Ata” significa venir; “Hu”, de lejos; “Allpa”, tierra; “Yupanqui” es decir, contar. “El que vino de lejanas tierras a decir, a contar”, quizá sabiendo que aquel sería su destino.

A los 19 años compuso “Camino del Indio”, canción inspirada en un sendero que lo llevaba por el cerro San Javier al rancho de un anciano indio amigo. El público, años después, lo consagraría como una alabanza a los senderos que recorrió a pie el “indio de América”. En esos años, munido de su guitarra, una pequeña valija y unos pocos pesos, se largó a los caminos, a conocer la geografía de un país y sus cantos. Recorrió todo el Noroeste: los Valles Calchaquíes, Catamarca, Jujuy, llegando hasta Bolivia. Siempre a lomo de mula.

Más tarde trascendería fronteras. La música, pero también la política, lo obligaron a salir del país, una y otra vez. Por su militancia en el Partido Comunista –del que se desafiliaría pocos años después de hacer pública su afiliación– pasó por largos períodos de prohibición y exilio forzoso. Desde Uruguay hasta Japón, pasando por Israel y Europa en varias ocasiones, donde fue ampliamente reconocido luego de tocar en París junto a Edith Piaf.

Atahualpa, el andariego, dejó las tierras de su infancia para convertirse en un mito. Pasó por instancias duras y amargas, transitó las mieles del éxito y el reconocimiento popular, y murió en Francia, lejos de su tierra. Pero sabía que siempre volvería a Tucumán

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