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Domingo, 20 de noviembre de 2011
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PERU. En la Región de Arequipa

La grieta fantástica

Universo de quebradas y picos montañosos con un inmenso río interno, el cielo del cañón del Colca es surcado a diario por los imponentes cóndores andinos, habitantes aéreos de un escenario que muestra en tierra poblaciones afincadas en sus irregulares y fértiles cerros. Una experiencia de tres días inolvidables.

Por Pablo Donadio
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La imagen del valle y su río a lo largo del camino que dibuja la grieta fantástica.

“Vuela, cóndor vuela. Porque mi camino está en tu memoria”, reza la canción popular. ¿Acaso puede un destino unir la grieta más profunda del planeta con su ave más extraordinaria? Desde luego. Ubicado en el sudeste de Perú, en la región Arequipa –a 165 kilómetros de la ciudad homónima y a 40 de Chivay, pueblo desde donde parte la visita– el valle del Colca es una de las joyas peruanas que enciende ojos viajeros. Algunos dicen que el valle de Cotahuasi, otra enorme quebrada más al norte, es aún más profunda: ¿pero qué importa si el puesto es el uno o el dos? Lo cierto aquí es la belleza natural, los refugios y poblaciones ancestrales, y las posibilidades de disfrutar de caminatas, canotaje y escaladas, bajo el certero ojo vigía del ave más extraordinaria que existe, que ha consagrado al Colca como su hábitat originario.

El imponente cóndor andino, especie protegida a lo largo de la cordillera andina.

DESDE CABANACONDE Llegamos, y tanta enormidad nos aturde. Entonces, ansiosos, pedimos ver cóndores de inmediato. “No hermanito, las cosas aquí suceden a su tiempo, que es el tiempo de la Pacha”, nos pone en órbita Freby. Reino del cóndor andino, de pueblos antiguos apostados a lo largo del valle donde las tradiciones alimentarias y las ofrendas a la Madre Tierra siguen plenamente vigentes, la grieta es como una gran maqueta, hecha para impresionar: montañas irregulares verdes y luminosas; terrazas, quebradas y filosos senderos de cornisa; miradores naturales hechos por el hombre para observar volcanes y los propios cóndores; ríos internos como el caudaloso central; villas, caseríos y parajes entre pueblo y pueblo; llamas, alpacas, vicuñas y algunas mulas y burritos cargueros. Todo, recorriendo un valle fértil a 4160 metros de profundidad.

Casi en el centro del cañón, a 500 metros de los primeros precipicios, el pueblo de Cabanaconde emerge como la base de operaciones de los circuitos que visitan el Colca desde el lado oeste. Desde el cerro Antezana se ve la imagen minimalista de los techos humildes del pueblo. Al revés, la foto desborda y semejante hendidura, cargada de picos laterales nevados, nos hacen sentir pequeños. La zona es alta de por sí, aunque su atributo principal yazga en las profundidades. Y es que Cabanaconde se encuentra a 3287 msmn, y es uno de los puntos de partida para un recorrido de a pie que puede variar en días y dificultad, pero que en nuestro caso llevará unas cuatro horas iniciales bien bravas. Más de 1200 metros de desnivel es el primer mojón a superar, camino al este, hasta un mirador llamado Achachiwa. Allí están las huellas del río Huayruro, que corta y se funde con el río Colca para aumentar su rugido.

Esa altura posibilita contemplar algo muy presente aquí y en todo el Perú agrícola: su alto grado de desarrollo en la ingeniería rural. Cuentan los guías que pese a la dificultad para trasladarse, los collahuas (aymaras de origen tiahuanaco) supieron utilizar sabiamente los desniveles y fueron quienes mejor manejaron el valle a través de sistemas de irrigación y conservación de suelos, mediante la construcción de extensos canales y más de 6000 hectáreas de cultivo en andenes. En nuestro camino vemos apenas un par, pero dicen que es muy frecuente encontrarse con lugareños a diario: porque pese a ser un gran destino turístico, Colca es ante nada, su hogar. “¿Cuántos pueblitos hay?”, preguntamos imaginando un “cuatro” o “cinco” como respuesta. “Quién sabe, más de 20 seguro”, contestan y piensan en voz alta: “Chanca, Yoca, Ajpi, Tapay, Cosñinhua, Pinchollo, Madrigal, Lari, Maca, Achoma, Ichupampa, Yanque, Coporaque...”. Por raro que parezca para el pensamiento de un hombre de ciudad, la fertilidad del cañón, su resguardo y el agua del río mayor, lo convierten en un paraíso para la vida.

La fila de burritos y mulas montadas por lugareños: una escena de la vida en el Colca.

TRAVESIA MEDIA La parada que sigue es de esas que se disfrutan mucho más si duelen los gemelos, y si el estómago cruje ya hace rato. El hostel de Yola está instalado en un punto clave y necesario para el descanso. Bien puesto, administrado y con la onda de alguien que sabe trabajar con el turismo, el peruano recibe al grupo con las manos en alto. “Aquisito nomás les decimos a los visitantes, para que no se desalienten cuando preguntan cuánto falta para llegar al géiser, a las termas o los miradores del cóndor. Aunque aquisito sean un par de quebradas, dos puentes y tres cerros”, dice riendo. Yola reside “aquisito” desde hace tres años, y no cambia este vergel por nada. Allí escuchamos historias y mitos lugareños, y nos damos una panzada de guiso para la cena, seguido de un sueño reparador para arrancar el segundo día de travesía.

Las imágenes del Colca al amanecer son todo lo necesario para que las ganas de caminar renazcan en todo el grupo. Pero vale la pena un matecito tranquilo, las últimas historias del casero y salir sin prisa, haciendo caso a Freby. Hidratarse bien, bajar la velocidad y/o ayudarse con bastones en las subidas-bajadas si hace falta son los únicos requisitos si los desniveles castigan. Importante es frenar y mucho menos sentarse, salvo casos de emergencia. Más de dos horas separan el descanso del próximo destino, al que llaman “Oasis”, a secas.

El cruce de un puente ofrece la llegada al Mirador de la Apacheta, en la entrada del valle. El lugar debe su nombre a una acumulación de piedras en parte del Camino Inca, donde se las ofrendaba como agradecimiento a los dioses del lugar. En un anterior viaje a nuestra tierra tucumana Sebastián Pastrana, poblador de la comunidad amaicha, explicaba que la apacheta es también un símbolo para las generaciones siguientes. Es allí, en esa roca y en ese rezo que se deja, donde la descendencia encuentra la huella, el recuerdo de sus ancestros que pidieron permiso y protección a la Pacha para emprender su camino. Pocos metros más dan perfectos encuentros de los volcanes Tutupaka y Yukamani, mientras al sur sobresalen las blancas nieves de la cordillera del Barroso. La pronta caída del sol hace imperante la continuidad hasta llegar a “Oasis Sangalle”, el nombre completo del parador ubicado a 2200 mnsm, en un pequeño llano con forma de L, donde el río Colca pega una vueltita y se encajona violentamente. Los inmensos paredones naturales protegen este otro hostel de los vientos, y le dan una dimensión de miniatura, como aquella primera imagen del Antezana.

Uno de los puentes que cruza pequeñas cañadas internas del imponente Colca.

LA BUENA COMIDA El parque reverdeciente de Oasis Sangalle, con flores y piedras, una pileta con agua de la propia montaña y casitas de caña con techo de paja son un lujo no ostentoso para los alrededores. Pero aquí lo visual es secundario frente a la magia del olorcito que descubre nuestro olfato, y hace mención a lo destacado del lugar: su cocina. Nos apuramos en dejar las cosas en la habitación, que no por nada lleva el nombre de “Edén”, y partimos hacia el comedor. En el camino, hasta los pasillos huelen a comida rica, y allí nos lanzamos con pasión e instinto primitivo: ya habrá tiempo para la ducha y el sueño reparador.

El rincón gastronómico es conducido por Quispe, oriunda de estos pagos, sabedora de historias de los pueblos cercanos y experta como pocas en comida andina. Pancitos caseros, sopa de las verduras más ricas, papines y quinoa se vuelven un manjar de dioses en sus manos. El lugar, acostumbrado a recibir turistas de ida y vuelta (muchos realizan el viaje al revés, partiendo de Chivay a Cabanaconde), cuenta también con la sabiduría de don Tomás Ramírez, un guía de montaña con mula para trasladar gente al pueblo. Tomás nos cuenta sobre la formación del cañón, relacionada con procesos de fallas ocurridas en las etapas finales del Levantamiento Andino. La opción es seguir a Chivay o pegar la vuelta, y otros destinos que ya nos han tentado nos hacen decidir por la segunda opción, no sin dudas y protestas mediante.

Oasis Sangalle, el parador que recibe a los turistas con buena comida y sabios consejos.

Pegamos la vuelta a Cabanaconde, mientras otros vemos otros gringos fascinados que ponen rumbo hacia aquello que nosotros dejamos. Pero de elección en elección se vive a diario, y les deseamos suerte con el valle que se acerca al Nevado Mismi, el origen más lejano del río Amazonas. Antes de la despedida llegamos al puente de Paclla, para apreciar un géiser próximo al río que habla de la vida volcánica del lugar y continuar hacia las aguas cálidas que algunos llaman “termales”. El río ofrece aquí actividades deportivas y pesca, con la trucha como pieza central, obtenida y cocinada allí mismo, sin muchas precisiones sobre la regulación de la actividad. Ya en la vuelta, nos contentamos con lo vivido y saboreamos de a poco el encuentro final con el destino que nos espera pasando Cabanaconde: en el Mirador de la Cruz del Cóndor, donde el cañón encuentra su mayor profundidad. Allí diremos para nuestros adentros, y a la vista de los gigantes: “Vuela cóndor, vuela”

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