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Domingo, 15 de abril de 2012
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PERU. La legendaria ciudadela inca

Viaje a Machu Picchu

La ciudad sagrada de los incas, cumbre arqueológica de América y testimonio del pasado excepcional de la cultura andina. El hallazgo y el mito de la ciudadela de piedra labrada. Impresiones, descripciones y la información necesaria para organizar el viaje: los diferentes trenes, los hoteles en Cusco y Aguas calientes y los paquetes para aprovechar el tiempo conociendo los mejores lugares.

Por Julián Varsavsky
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Entre las ruinas, suelen verse chamanes con sus sombreros ancestrales.

Estuvo escondida por siglos.
La ciudad del silencio.
En cuatro siglos ningún indio habló.
Ni el Inca Garcilaso supo de esta
/ ciudad.
Ha sido el secreto mejor guardado
/ del mundo.
Ernesto Cardenal

Al clarear el alba, el bus sube por los caracoleos selváticos de la ruta desde el poblado de Aguas Calientes hasta el portal de Machu Picchu. Una vez allí se saca la entrada y se avanza por el sendero siguiendo la flechita, pero Machu Picchu sigue esquiva: tarda en aparecer, ocultándose especialmente a los ojos de los hombres blancos, igual que a los ojos de tantos otros que pasaron a sus pies durante 300 años sin descubrirla. La gran ciudadela inca nunca estuvo perdida sino camuflada por la selva; los lugareños siempre supieron sobre su existencia. Cuando el norteamericano Hiram Bingham se topó con ella en 1911, la encontró habitada por dos familias aborígenes –los Recharte y los Alvarez– que vivían allí como guardianes centenarios, cultivando en las terrazas incas y bebiendo el agua de las acequias de piedra talladas por sus antepasados.

Una irregular escalinata cincelada hace casi 600 años sube peldaño a peldaño una ladera hacia la ciudad mítica, mientras la ansiedad se vuelve insoportable. Por fin, al atravesar una oscura galería, detrás de un simple muro de piedra con una abertura donde cabe un hombre, el mito se hace realidad y aparece la legendaria Machu Picchu en su máximo esplendor. Desde lo alto se la abarca completa de una sola mirada, con sus aires de fortaleza celestial. “Veía a América entera desde las alturas de Machu Picchu”, escribió Pablo Neruda.

Desde las alturas, una vista panorámica de la misteriosa Machu Picchu.

LABERINTO DE GRANITO La ciudad sagrada es una sucesión de construcciones con terminación triangular, plazas con forma de rectángulo donde pastan dóciles llamas, vanos trapezoidales, terrazas escalonadas, calles interiores y palacios. Entre los edificios están el Gran Templo del Inca, la Tumba de la Realeza y centenares de casas en diferentes barrios separados por clase social. Todo englobado en un gran laberinto de granito, interconectado por infinidad de empinadas escaleras y calzadas que suben y bajan entrecruzándose por los distintos niveles de la ciudadela. Y una escalinata que surge como una prolongación del complejo sube con 700 vertiginosos peldaños por el filo de una montaña hasta el Templo de la Luna, en el cerro Huayna Picchu.

A nuestro alrededor hay millares de piedras encastradas milimétricamente por una suerte de mano invisible de los dioses, como si las divinidades se hubieran retirado a los confines de la vecina Amazonia dejando como prueba de su existencia estas prodigiosas ruinas levitando en el cielo. Es la Machu Picchu de la foto, envuelta en nubes, entre picos con forma de joroba acechados por la selva, apretujada entre dos precipicios de 500 metros y haciendo equilibro sobre un angosto istmo que une dos montañas a media altura.

La suave luminosidad de un gris amanecer concede un silencio unánime con las ruinas aún vacías. De repente la noche se vuelve día y el sol irrumpe con violencia entre los templos borroneados por la niebla. El primer destello solar da contra la roca pulida del Templo del Sol y el reloj de piedra Intihuatana comienza a medir el tiempo sagrado del imperio. Los sonidos de la selva se encienden como resultado de una orden superior –abajo rugen los rápidos del río Urubamba– y de la lejanía llegan los ecos de un murmullo fantasmal, como una letanía recitada por las Vírgenes del Sol. Ante nosotros revive una ciudadela intacta, pródiga en simetrías, que parece haber estado habitada hasta el día anterior. Es la metáfora fugaz de un vasto imperio renaciendo en un parpadeo, con sus fastos, sus conquistas y su ocaso.

Un recorrido por las estrechas callejuelas de la gran ciudadela inca.

EL MITO DEL ORIGEN El origen mitológico del Cusco se remonta a la emigración de los legendarios Manco Cápac y Mama Ocllo, quienes habrían brotado de un capullo en el lago Titicaca. En las maravillosas crónicas del Inca Garcilaso de la Vega y los dibujos de Guamán Poma de Ayala se refleja la cotidianidad del mundo prehispánico. El presente de la cercana ciudad de Cusco, punto de partida hacia Machu Picchu, se capta caminando por sus callecitas, donde algo en el aire sugiere la presencia del mito. Y a su vez genera sensaciones encontradas. Porque se percibe la vieja tensión entre las culturas superpuestas, la fuerza de algo que está latente bajo los adoquines españoles que taparon las lajas incas, o en los cimientos de piedra no del todo ocultos que sostienen las iglesias católicas que fueron templos del sol. Desde lo simbólico, la piedra de esa arquitectura testimonia el aniquilamiento de un imperio que también había sido cruel. Pero por las calles no circulan fantasmas sino la continuación viva de una cultura sincrética y en constante cambio, que se reacomoda a los tiempos lo mejor que puede, reafirmando una identidad a veces en conflicto consigo misma. Lo interesante más allá de la postal es que eso se ve todo el tiempo y en eso radica la cuota extra de este viaje a la raíz profunda de la América andina.

Piedra, montañas y nubes, una fortaleza levitando en el cielo.

EL REDESCUBRIMIENTO Desde las alturas de Machu Picchu uno se pregunta cómo habrá sido el panorama que observó el afortunado Bingham aquella vez. ¿Sería consciente de haberse topado con lo más cercano que hubo al fallido hallazgo de Eldorado? Pero no fue de oro sino de granito labrado con barretas de bronce, una ciudad entera tragada por la selva que perduró intacta en la cima de una montaña. Y no fueron los españoles de la conquista quienes la encontraron sino un norteamericano que dio con ella por error tres siglos después, mientras buscaba el refugio perdido de Manco Cápac, el último emperador inca.

Bingham entró en Machu Picchu con dos científicos, el sargento Carrasco –su intérprete–, y Pablito Alvarez, de 11 años, un agudo conocedor de la zona que se abría paso a machetazos. “La fascinación de encontrar aquí y allá, bajo lianas colgantes o prendidas a lo alto de peñascos, las ásperas construcciones de una raza desaparecida...”, escribiría Bingham en su diario.

Con los años llegaron las interpretaciones del hallazgo y la más tentadora fue que Machu Picchu había sido un akllawasi (“casa de las escogidas”), es decir una ciudad consagrada a las dulces Vírgenes del Sol, algunas de ellas predestinadas al sacrificio. Pero estudios arqueológicos de mayor rigor avanzaron en la hipótesis de que el lugar fue una de las paradisíacas residencias del primer emperador inca Pachacutec (1438-1470), que de todas formas albergaba Vírgenes del Sol y era un centro de poder administrativo.

Por razones desconocidas, Machu Picchu fue abandonada poco antes de la llegada de los españoles. Y como es común, la falta de respuestas atrae a ufólogos clarividentes y cultores de la new age con túnica blanca y vincha de plumas, que se suelen ver abrazando piedras para cargarse del “espíritu inca”. Pero Machu Picchu hay que tomársela muy en serio. Es una cumbre cultural de la historia de la humanidad, la pieza arquitectónica más exquisita de la civilización inca: una piedra pura poesía

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