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Domingo, 30 de septiembre de 2012
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CUBA. Camagüey y Trinidad

De azúcar y corsarios

Un viaje a la Cuba colonial del interior de la isla, donde Camagüey y Trinidad mantienen un aura de majestuosa decadencia. Un tiempo que transcurre en cámara lenta, entre los palacios de la “zacarocracia”, los tinajones y las antiguas iglesias que decoran un ambiente de viejos esplendores.

Por Julián Varsavsky
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El sobrio casco colonial de Camagüey, con colores que realzan su encanto.

Los cascos coloniales que quedan en América latina irradian un extraño romanticismo, que brota de la tranquilidad de sus casas y las calles adoquinadas donde todavía ruedan carros tirados por caballos. Cartagena de Indias, el Pelourinho en Bahía, Colonia en Uruguay y La Habana Vieja son paradigmas de ciudades coloniales latinoamericanas, muy bien restauradas y a veces casi a nuevas: pero en Cuba hay dos que mantienen su encanto de manera más natural, con majestuosa decadencia, como si el tiempo pasara sobre ellas en cámara lenta. Bienvenidos a Trinidad y Camagüey.

Camagüey, donde aún se ven carros tirados por caballos, como postales de otro tiempo.

LA VILLA DE TRINIDAD Trinidad, más pueblo que ciudad, situada en el centro del país, tiene 117 manzanas y no hay –al menos a simple vista– una sola casa que no sea de tiempos de la colonia. Hoy declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, fue la tercera villa fundada en Cuba, allá en 1515 y por obra del hidalgo Diego Velázquez. Alcanzó el mayor esplendor entre los siglos XVIII y XIX, época de oro de los ingenios azucareros con mano de obra esclava. Pero los tiempos dorados duraron poco y Trinidad sufrió una rápida decadencia: poco a poco fue quedando en el olvido, en una zona muy apartada de todo por la falta de buenas vías terrestres. Sin razones económicas que justificaran acordarse de Trinidad, los gobiernos entre 1901 y 1959 la dejaron literalmente aislada. Sin embargo, sus suntuosos edificios siguieron en pie y su población continuó habitándolos: de hecho, casi todos los habitantes del pueblo son descendientes directos de los esclavos y de los terratenientes azucareros, algunos de los cuales aún viven en las antiguas mansiones descascaradas heredadas de sus antepasados.

Sin carteles publicitarios, son tan escasos los autos que hasta crece pasto entre los adoquines. Y al caminar por las irregulares callejuelas empedradas que suben hacia la montaña se oye el taconeo de los caballos tirando de algún sulky, una imagen que combina a la perfección con las casas de los siglos XVII, XVIII y XIX.

Palacios del tiempo de la colonia, en torno de la plaza central de Trinidad.

ASUNTOS DE FAMILIA Toda villa española era proyectada alrededor de un espacio público central, la Plaza Mayor, y en torno de ella en Trinidad se levantaron 45 palacios y casonas pertenecientes a las familias azucareras. Tres sobre todo se disputaban el poder local: los Borrel, los Iznaga y los Bécquer. Tan lejos llegaron sus intrigas que un buen día don Mariano Borrel le vendó los ojos a don Pedro Iznaga –que además de su rival era su primo– y lo llevó a un lugar donde tenía oculto un barreño lleno hasta el borde con onzas de oro, para dejarle bien claro quién tenía la supremacía económica de Trinidad.

A juzgar por el tamaño de su palacio, don Borrel fue el vencedor de esta disputa familiar. El palacio Brunet, su vivienda, hoy es el testimonio más elocuente de la edad de oro trinitaria. Ubicado frente a la Plaza Mayor, fue construido entre 1740 y 1808; ahora alberga el Museo Romántico, una muestra de la cotidianidad hogareña de lo más granado de la “zacarocracia” de Trinidad. El lujoso mobiliario incluye un secreter austríaco del siglo XVIII esmaltado con escenas mitológicas, un salón con pisos de mármol de Carrara, techo de madera de cedro, jarrones de Sèvres, arañas de cristal de Bohemia, mobiliario europeo de maderas nobles y escupideras inglesas que dan testimonio de un ritual que se generalizó en el siglo XIX: fumar habanos.

El enlace entre la hija de Mariano Borrel con el conde Nicolás Brunet marcó el inicio del declive de la familia. El conde se empantanó en la costosa construcción de un teatro dedicado a una actriz de la que se había enamorado, y el matrimonio finalmente se disolvió. Cada uno se fue a vivir a España por su lado y el edificio terminó abandonado y saqueado a comienzos del siglo XX.

Los Iznaga por su parte llegaron a Cuba desde el País Vasco para hacerse la América, y se la hicieron a lo grande en Trinidad. Dueños de vastas plantaciones y numerosos esclavos, fueron una de las familias más poderosas de la zona: queda como testigo el Palacio Iznaga, que se mantiene hasta hoy tal como lo abandonaron sus dueños. Ubicado a cien metros de la iglesia, su torre le da un aura de fortaleza. Hasta hace pocos años allí vivía la última descendiente de la familia, una nonagenaria llamada Leopoldina Iznaga, a quien el edificio se le estaba cayendo literalmente a pedazos, hasta que finalmente se resignó a dejarlo.

Pero además de familias nobles, Trinidad tiene otra historia. Hernán Cortés, el conquistador de México, comenzó su travesía hacia el Imperio Azteca desde Trinidad, donde reclutó a varios de sus hombres en 1518. En los dos siglos siguientes el cercano Puerto de Casilda se convirtió en un centro de contrabando manejado por piratas y corsarios. Y para mediados del siglo XVIII ya había un barrio entero habitado por corsarios y contrabandistas de los mares.

Ahora, a la hora de la siesta Trinidad parece un pueblo fantasma. Cuando la gente duerme es momento de asomarse por las grandes ventanas abiertas para descubrir los tesoros que hay en el interior de muchas casas. Tras los enrejados de madera torneada, el indiscreto viajero vislumbra frescos neoclásicos en las paredes, muebles antiguos, una escultura de San Francisco de Asís, antiguos juegos de porcelana inglesa y hasta un extravagante cocodrilo embalsamado. Todas reliquias de otro tiempo, en manos de los descendientes de las viejas familias azucareras.

A la hora de la siesta, Trinidad parece un pueblo fantasma, olvidado de las glorias azucareras de antaño.

LA CIUDAD DE LOS TINAJONES Al mirar Camagüey desde la azotea del edificio Lugareño, el más alto del casco histórico, la ciudad parece un mar de techos rojos con tejas de barro donde sobresalen los campanarios de iglesias vetustas de la colonia.

El siguiente rasgo que distingue a esta ciudad colonial del centro de Cuba es el trazado de las calles. En Camagüey rara vez una calle corre en línea recta por un largo trecho: por el contrario, su caprichosa geometría conforma triángulos casi perfectos y bifurcaciones en senderos que más adelante confluyen otra vez.

Pero el caos urbanístico tiene una lógica muy racional. La antigua Santa María de Puerto Príncipe, una de las siete villas fundadas por Diego Velázquez, fue saqueada y vuelta a fundar varias veces como consecuencia del ataque de piratas célebres como Henry Morgan, que devastó Camagüey en 1668. Por eso se copió la estructura laberíntica de las ciudades medievales europeas, para desorientar al invasor y conducirlo a los espacios abiertos de las plazas, donde se le tendían emboscadas.

Este intrincado dédalo de calles inspiró a Nicolás Guillén a escribir “Mis queridas calles camagüeyanas”, las mismas que hoy son la perdición y el encanto de todo viajero. En el centro de este laberinto –hay que buscarlo– se encuentra el más famoso de los 60 callejones de Camagüey, el del Silencio, que es el más angosto del país: mide 1,40 metro de ancho.

El Che, siempre presente, asoma en la fachada de una calle camagüeyana.

ARQUITECTURA COLONIAL Camagüey fue fundada en 1514 y, a diferencia de las otras villas de la isla, carece de un núcleo central con una plaza mayor. Por el contrario, hay un total de veinte plazas, plazoletas y parques desperdigados por la estructura multipolar de la ciudad vieja. Y lo mismo ocurre con los otros edificios importantes de la colonia.

Si bien el casco colonial es mayor que el de La Habana Vieja, carece de la grandilocuencia de su par habanero porque el estilo camagüeyano es más sobrio y discreto. En el casco antiguo hay 316 manzanas declaradas Monumento Nacional, donde predominan las casas de familia habitadas desde los tiempos de la colonia. El más antiguo conjunto de viviendas del siglo XVII, con retoques mudéjares y prebarrocos, está alrededor de la Plaza de las Cinco Esquinas del Angel.

En el siglo XVIII se desarrolló a pleno la arquitectura colonial de las casas de Camagüey, con sus puertas flanqueadas por medias pilastras, sus artísticas rejas de hierro forjado y madera torneada, y los altos puntales en los techos. El rasgo distintivo de la casa colonial es su patio central, fresco y poblado de árboles, alrededor del cual se estructura toda la vivienda, un poco al modo de una fortaleza. Al deslizar la mirada tras los barrotes de las enormes ventanas se ven mecedoras de madera, fotos del Che y Fidel, pisos de mármol, grupos de amigos bailando a media tarde, o una pareja de viejitos en lágrimas emocionados con el final de la última telenovela brasileña.

Acceder a la casa de un desconocido en Camagüey es una tarea bastante sencilla. Basta acercarse a paso tranquilo, intercambiar una mirada que abra el diálogo y al rato la invitación estará hecha. Antes de lo previsto, el viajero se encuentra sentado en un frondoso patio interno rodeado de galerías, saboreando un “rocío de gallo” (café con gotas de ron). Y aquí aparece justamente el símbolo distintivo de la ciudad: en algunas plazas, y sobre todo en los patios internos de las casas, descansan sobre el suelo los tinajones de barro cocido donde en tiempos coloniales se almacenaba el agua de lluvia que bajaba de los techos por las canaletas.

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