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Domingo, 16 de diciembre de 2012
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CORDOBA. Ongamira y el departamento de Ischilín

El último bastión

Las Grutas de Ongamira son formaciones colosales que permiten la caminata y el disfrute del pacífico y campestre entorno cordobés, pero también recuerdan la arrasadora llegada de los conquistadores españoles. La historia de los viejos dueños de las tierras y los vaivenes de una impronta mestiza forjada a la fuerza.

Por Pablo Donadio
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El guía relata la historia de los pueblos arrasados por la conquista.

Fotos de Pablo Donadio

La Cruz del Sur, de Patricio Guzmán (1992), es tal vez el mejor y más completo documental sobre la cultura religiosa del continente latinoamericano. Allí, a través de un recorrido sutil, se muestra con inédita certeza los porqué de la esencia mestiza que tanto nos caracteriza. En el film el hilo conductor son las religiones, abarcando desde los mitos precolombinos a la llegada del hombre blanco, origen del sincretismo y de una “religiosidad popular” hispanoamericana configurada por una especie de territorio sagrado donde millones de personas buscan refugio y expresión. Así subsisten cananas y morteros con oratorios cristianos, en la misma tierra que vio derramar la sangre de ambas culturas, hoy fusionadas en casi todas ciudades y pueblitos de América. A 122 kilómetros de la ciudad de Córdoba, Ongamira no es la excepción.

El mágico cerro Colchiqui, un sitio ceremonial, se divisa desde las Grutas.

PAISAJES El camino a las Grutas de Ongamira, la quinta Maravilla Natural de la provincia, tiene toda la frescura de los días primaverales. Si se llega desde Córdoba capital, como es nuestro caso, al pasar el dique San Roque y Cosquín la RP38 reluce al color de los quebrachos colorados, que iluminan las sierras y encienden como nunca los picos de Las Gemelas y el Uritorco. Entonces el Valle “renace”, como les gusta decir a los cordobeses, después de un invierno que apaga los colores y las aventuras por estos pagos. Sobre la ruta encontramos a Juan José Rodríguez, guía de turismo e historiador local. “Lo bello del lugar que visitaremos lleva la carga de la terrible historia de la conquista”, dice sin más. Si bien las grutas son escenario de caminatas y salidas 4x4, “es indispensable conocer la historia de la fatalidad”, registrada por los propios escritores de la colonia. “Es más –asegura–. Se dice que existían más pinturas rupestres y morteros para la molienda de sus pinturas que en el propio Cerro Colorado. Pero los españoles destruyeron todo como símbolo de conquista, ya que les había resultado muy difícil vencer a los comechingones, el pueblo originario de la región.”

Partimos entonces hacia la zona norte de las Sierras Chicas, por antiguos caminos reales donde el polvo y el silencio dominaron estos paisajes desde hace añares. En medio del camino, Rodríguez explica que estamos entrando no por la Quebrada de la Luna –como se ha popularizado la región–, sino por la Quebrada de Luna, un estrecho camino que hace mención a don Luna, un viejo poblador local.

Ascendemos unos 1100 metros para apreciar el Valle del Silencio, refugio ceremonial donde se han encontrado restos aborígenes con más de siete mil años. Vamos dejando atrás los picos del parque Los Terrones y nos acompañan un par de cóndores que vuelan como vigías desde lo alto del Uritorco. Al rato estamos ya ante la sorprendente formación geológica que nos convoca, y aunque la riqueza tenga más que ver con su pasado histórico humano, el conglomerado de areniscas rojas que tomaron formas de cuevas y grutas producto de la erosión no puede ser más impresionante. En la base del lugar está la casa de los dueños, que tienen un pequeño comedor para atender a los visitantes, justo en la boca de la gruta principal. Allí comemos algo mientras nos muestran antigüedades de su museo personal: cámaras de fotos, viejos botellones de colores, cuernos de cabra y escritos de Pablo Neruda, quien parece que pasó por aquí dejando bellos testimonios. También hay un tocadiscos estilo victrola, pero portátil, y con una anécdota incluida. “¿Portátil?”. “Sí, porque el sistema era el siguiente, le explico: los muchachos que vivían acá eran jóvenes y pícaros, y cada tanto cargaban en el caballo el tocadiscos con dos damajuanas de vino. Cabalgaban unas horas hasta encontrar un paraje con chicas lindas, y ahí se aquerenciaban. Se bajaban con la música y se armaba el baile, y cuando el padre de las niñas ya se había tomado las dos damajuanas, los jinetes podían hacer sus trapisondas con las muchachas. Por eso era fundamental tener vino, y que la música fuese portátil”, cuenta el hijo de la dueña.

Las Grutas, sitio de oración para los maestros religiosos comechingones.

A LAS GRUTAS Salimos de la casa entre risas y nos sumergimos en las grutas donde el sonido se apaga, y retumban apenas los pasos y rebote del viento. Rápido, llegamos al primer oratorio que da cuenta de aquella penetración del cristianismo con las creencias locales. Es una casita blanca, sobre la que se ha posado un altar a la Virgen María, en la cueva que enfrenta a la casa y que fue un anfiteatro de los chamanes comechingones. Seguimos camino por el filo de paredones gigantes y nos metemos por algunas grietas y pasadizos, también sitios ceremoniales de este último bastión comechingón que sobrevivió hasta 1574, cuando los hombres de la cruz invertida llegaron con todo.

“Algo curioso respecto de otros asentamientos del país fue la resistencia. Eso ocurrió porque el comechingón era un indio belicoso, pero no en el sentido de la expansión, sino de ciertas prácticas brutales a la hora de defenderse en su propio territorio. Además, era un indio que ya de por sí le resultaba salvaje al español, por su altura y por ser los únicos barbados de toda América. Esas cuestiones físicas, más su virulenta forma de defensa, los tornaba muy peligrosos.” Desde luego, no se podía negociar nada con ellos, así que se decidió exterminarlos eliminando a sus ancianos, mujeres e hijos. La “historia de la fatalidad”, como le llama Rodríguez, está registrada por los propios escritores de la colonia: allí se relata un episodio final propio de una película, cuando algunos de los que escaparon del ejército hacia estas cuevas, junto a otros que huyeron hacia el cerro Colchiqui, se lanzaron en masa de ambos picos, para no caer en manos conquistadoras. “Sí, mujeres con niños en brazos, lanzándose desde allí. Eso dicen los escritos”, reafirma Rodríguez.

El valle es silencioso, y suena raro imaginarlo en ese caos, como nos describen. Por más que se borraron muchas huellas, en las cercanías quedan restos de sus viviendas comunitarias, que eran rectangulares y semisubterráneas, como para mantener el calor en invierno y la frescura en verano. Otro dato relevante de los comechingones fue su fama de curanderos. El cerro Colchiqui sabe de rituales, ya que fue el lugar donde los sabios se reunían a rezarle a la luna y el sol, tomando de allí la fuerza necesaria para la predicción y la cura. Tan reconocidos eran que cada tanto los sanavirones llegaban desde el Este en busca de sus “médicos”. Rodríguez se entusiasma y cuenta que sobre las grutas había dos lugares especiales para lo místico: uno estaba en el llano, hoy ocupado por el pasto reluciente de la casa de los propietarios, frente al paredón central. Allí los chamanes ponían en práctica sus conocimientos en relación con la tierra, las hierbas medicinales y también ciertas maniobras sugestivas: “Algunos ya tenían en la boca vértebras de animalitos, espinas o pancitas de palomas, y hacían como que succionaban partes dolorosas de los enfermos y les sacaban las molestias, extirpándole ese mal”. El otro sitio era más privado, y los pobladores iban allí de manera individual. Apoyaban las manos y la frente sobre una de las paredes para sentir el latido de la tierra, y pedían por una buena siembra o expresaban sus deseos de amor.

Subimos con Juan José por uno de los accesos que llevan a La Calavera, un mirador perfecto para sentir la energía de la montaña, como nos propone el guía. La imagen se la lleva el mágico Colchiqui, alumbrando un pequeño valle que fue primero la casa de la cultura ayampitín, y hacia el año 200 recibiera nuevos pobladores y costumbres, dando vida al pueblo comechingón. Su valle sigue intacto, con un microclima que en verano alterna temperaturas de 28 a 30 grados, y máximas en otoño que superan los 20. Aunque por las noches refresca mucho, e incluso en invierno ha llegado a nevar, el lugar es perfecto para el camping, y con base allí se pueden conocer los parajes cercanos. Ongamira se distingue hoy por ser una reserva natural (privatizada) de aguas termominerales, con antiguas canteras de cuarzo y una profusa reserva de hierbas medicinales y quebrachos colorados. También hay mucha fauna autóctona, y de la flora se destaca la palma caranday, que las cesteras usan para sus artesanías. El arroyo de Los Morteros o el camino al mirador del Cerro Pajarillo son algunos de los lugares ideales para caminar y conocer, combinando la experiencia a las grutas con salidas 4x4. Siguiendo camino está la casa-museo de Fernando Fader, el genial artista plástico mendocino que eligió Córdoba para pasar sus últimos años. Más adelante aún, la entrada a Ischillín, el pueblo fantasma de los españoles, donde las tropas del General Lamadrid y José María Paz reivindicaron la Independencia en 1816. En su plaza mayor, un algarrobo al que le estiman unos 800 años de vida sigue en pie como un testigo silencioso de aquellas escenas, terribles algunas, sonrientes otras, cuando estas tierras tenían otras lenguas, otras costumbres, otros dueños.

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