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Domingo, 23 de junio de 2013
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TUCUMAN-CATAMARCA. Entre Los Alisos y Aconquija

Cuentos de la selva

El sur de Tucumán es un reino de asombroso verde, desde el Parque Nacional Los Alisos a las yungas del Dique Escaba. Y de allí, un vertiginoso camino de cornisa se interna por la Sierra del Aconquija para desembocar en Las Estancias de Catamarca, donde espera un observatorio bajo un cielo siempre despejado, en esta tierra de artesanos y tradiciones norteñas.

Por Graciela Cutuli
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En Escaba se reúnen las aguas de los ríos Singuil y Chavarría.

Fotos de Graciela Cutuli

Más que “jardín”, Tucumán es una selva. Una selva de yungas que asombra por su densidad, muy cerca de los campos donde se imponen las plantaciones de cítricos y caña de azúcar. La provincia comprende el Parque Nacional Campo de los Alisos, situado en el circuito sur que parte de la capital para pasar por Concepción, Aguilares, el Dique Escaba y, finalmente, llegar a Catamarca atravesando la imponente Sierra del Aconquija. Este recorrido es el que seguimos en los últimos días del otoño –cuando el tránsito en las rutas revela que ya es tiempo de zafra– para conocer ese corredor del Noroeste que nos tendría reservadas varias sorpresas.

Atravesando los senderos del Parque Nacional Los Alisos, en la zona baja de selva de yungas.

CAMPO LOS ALISOS El punto de partida para conocer el Parque Nacional Campo Los Alisos es Concepción, la segunda ciudad tucumana, 75 kilómetros al sur de San Miguel. Aunque relativamente pequeño –abarca unas 10.600 hectáreas, en comparación con las 600.000 del Parque Nacional Los Glaciares– su territorio es de gran diversidad: comienza en una zona baja y accesible, que ronda los 800 metros de altura y cuyos circuitos se pueden recorrer en el día, pero termina a 5800 metros, en regiones de alta montaña de difícil acceso, donde se pueden encontrar ruinas indígenas.

La primera zona, la que vamos a recorrer en esta oportunidad junto con los guías de El Clavillo Expediciones, es una región de yungas con senderos transitables, pero tan densos de selva que a pleno día se puede andar bajo un sombreado túnel verde sin ver otro horizonte. Extender la expedición requiere otros tiempos y otras habilidades, al menos si se quiere llegar hasta El Clavillo, la punta del Aconquija, a través de varios días de marcha por parajes desolados.

A medida que avanzamos, el camino que deja el pueblo rumbo al Parque Nacional se hace más solitario y selvático: “Aquí está todo verde –comenta Sergio Juárez, guía de El Clavillo, indicando el cordón de picos bien marcados que se conoce como Nevados del Aconquija– pero estamos al pie de altas cumbres y nieves eternas, donde se encuentra el glaciar Chimberil, el único glaciar del norte”. De esas altas cumbres baja el río Java, por donde se ingresa al Parque Nacional gracias a un nuevo y sólido puente que va a estar habilitado para julio. Sólo el ruido de los vehículos sobre el sendero pedregoso interrumpe el silencio del lugar, donde todo es una selva de plantas epífitas, claveles del aire, orquídeas y líquenes apenas interrumpidos por senderitos estrechos. Pero cuenta Daniel Vega, el intendente del Parque Nacional que nos acompaña en la travesía, que otro es el panorama por las noches: “Aquí hay corzuelas, pumas, ocelotes, más arriba la taruca –que es un cérvido protegido–, garzas blancas, pecaríes de collar. Pero no se dejan ver, o muy poco: su presencia se confirmó sobre todo por medio de cámaras de visión nocturna”. Nada de qué sorprenderse, si se considera que en esta parte baja del Parque Nacional, que recorremos a lo largo de unos siete kilómetros hasta la zona llamada Los Chorizos, funcionó un viejo aserradero que aún marca presencia en algunos claros que no fueron recuperados por el avance de la selva. En el área conocida como Santa Rosa hay un camping agreste, con baños en construcción, que contará pronto con luz y un centro de visitantes. Mientras tanto en Los Chorizos –donde hay un puesto que usan investigadores y el personal del Parque– sale un sendero, de dificultad media, hasta La Mesada, una casona antigua de unos franceses que tenían estas tierras: el sendero es accesible, pero se realiza con registro previo. Puede llevar unas dos o tres horas, dependiendo del ritmo de marcha, e implica ascender unos mil metros desde la entrada del Parque Nacional.

“Aquí la selva se come todo, el camino hay que mantenerlo en forma permanente –comenta Daniel Vega–. En algunos lugares, después de un año y medio sin machete no se puede creer que alguna vez hubo un sendero.” Parques Nacionales también tiene previsto poner en valor la zona donde funcionó el viejo aserradero, en medio de lo que es un gran bosque bajo, porque los alisos que dan nombre al área protegida están en realidad más arriba. Sin embargo, una sensación persiste, sobre todo en esta tarde algo nublada y fresca, que tiñe el horizonte de una imperceptible bruma: de un momento a otro, sobre todo en los arroyos internos, bien podría aparecer de pronto la cabeza amenazante de un dinosaurio entre el follaje de una selva primitiva.

Selva y montaña: una vista sin límites recompensa al final del trekking en ascenso en el Dique Escaba.

EL DIQUE ESCABA Después de desandar camino y retomar la ruta hacia el este para pasar la noche en Concepción, a la mañana siguiente emprendemos camino rumbo a uno de los lugares más pintorescos del sur tucumano, el Dique Escaba. El lago, que recoge las aguas de los ríos Singuil y Chavarría al bajar de los Nevados del Aconquija, explica así el nombre de Escaba, una palabra derivada del quichua que significa “lugar donde se encuentran las aguas”. Dos parajes pequeños –Escaba de Arriba y Escaba de Abajo– enmarcan el espejo de agua, que se muestra en el corazón de un paisaje bucólico bañado por el luminoso sol de la mañana. El lago, que abarca unas 580 hectáreas y es muy concurrido en verano para pescar y practicar deportes náuticos, es conocido de los naturalistas por una rareza: en la estructura del dique, en un lugar al que se puede llegar transitando un largo y estrecho camino de hormigón, vive una de las comunidades de murciélagos más grandes de Sudamérica, compuesta por unos 12 millones de ejemplares de la variedad “cola de ratón”.

Sin embargo, no son los murciélagos los que nos traen hasta Escaba en esta oportunidad, sino la invitación a realizar un trekking que sube unos siete kilómetros por la montaña, entre selva, pastizales y arroyos, hasta llegar a un mirador donde la vista no encuentra a su alrededor más obstáculo que el verde manto de árboles cubierto por la sábana celeste del cielo. El vehículo que nos lleva queda al pie, en las cercanías del Club Náutico Embalse y el puente colgante en cuyos alrededores se brindan algunos servicios a los visitantes: luego llegará la sensación de estar realmente lejos del mundo, aunque la montaña inhóspita brinda la sorpresa de no perder nunca la señal de celular.

Parte del grupo avanza a pie, más o menos trabajosamente; otra parte en caballos que, cuando ya no da el cuerpo, se prestan a realizar los tramos más arduos de la subida (y de la bajada, al fin y al cabo no menos ardua) llevando no sólo la carga del grupo, sino también a un agradecido pasajero. El paisaje es tan imponente como cambiante: de la selva pura, lluviosa y entrelazada en bromelias, líquenes y helechos, se pasa en el ascenso a una zona de pastizales más llana, que permite hacer un alto en un mirador para recuperar fuerzas y seguir. El último trecho es el más complicado, por las subidas y bajadas, pero también el que invita a seguir porque la recompensa ya se acerca: si hay ganas de desfallecer, Fernando López Garcete y Mabel –los guías de Yungas Travel Adventure– ponen la palabra justa para seguir. Finalmente, la última bajada revela las aguas de un arroyo y una cascada idílica, con vista hacia el Aconquija y la pura inmensidad. Pasa un rato, bien largo, para disfrutar del lugar y reponer fuerzas. Y luego, a emprender la vuelta, pero no sin antes recibir un regalo de media tarde en plena montaña: el vuelo de un cóndor que, allá en lo alto, planea como despedida recortándose con majestad sobre el cielo tucumano.

El Observatorio de Aconquija, en Catamarca, donde se descubren y observan las constelaciones.

RUMBO A CATAMARCA El tercer día del periplo nos sigue llevando rumbo al sur, esta vez para tomar la ruta hacia Catamarca, atravesando primero el sinuoso camino y selvático tramo de Las Lenguas, una parte de la espectacular Cuesta del Clavillo. No son muchos kilómetros, pero la estrechez del camino obliga a andar despacio, porque en algunos sectores hay que retroceder en busca de un lugar donde puedan pasar dos vehículos. Una ruta nueva está en construcción, que dejará ésta en desuso pero consagrada como patrimonio vial: mientras tanto, cada curva es una invitación a la emoción. Los impresionables con la altura no tienen nada que temer: en días como éste, las propias nubes se encargan de poner un manto romántico y neblinoso sobre los precipicios, que se suceden uno tras otro hasta llegar a La Banderita. Aquí, donde el altímetro marca 1828 metros de altura, se encuentra el límite con Catamarca. En el lugar están las ruinas de una vieja estación de policía, semisumergida entre la bruma, y un poco más adelante dibujan el perfil del paisaje los Nevados del Aconquija. Un poco más y llegamos a las casitas de montaña Yunka Suma, cerca del río Potrero, donde está previsto pasar la última noche de este recorrido.

Vista hacia los Nevados del Aconquija desde La Banderita.

ACONQUIJA Aconquija, o “Las Estancias”, como conocen los tucumanos a esta localidad que visitan y disfrutan desde siempre por su frescura veraniega, tiene 4000 habitantes pero puede recibir hasta 10.000 cada verano, en los meses de temporada alta que van de diciembre a enero. La altura la hace agradable en los meses calurosos, pero eso no es todo: aquí se encuentra –en una zona de difícil acceso– el Pucará del Aconquija, una fortaleza de filiación incaica cuyos muros de piedra alcanzan en algunos casos hasta cuatro metros de altura. La rareza del doble nombre viene de la estancia El Suncho, que fue cabecera de las varias estancias que había en la zona y dio origen así al apodo tucumano de la localidad.

La tradición de las estancias se continúa hoy en Los Nogales, de la familia Salado Navarro, donde funciona un criadero de truchas al que se puede acceder por un camino privado. “Me extraña –dice al recibirnos Luis Salado, el ingeniero a cargo del emprendimiento– que haya venido alguien de Buenos Aires a Aconquija... pero éste es un paraíso perdido.” Inspirado por criaderos conocidos en Estados Unidos, Salado imitó los raceways systems norteamericanos –un sistema de piletas donde el agua cae de una a otra formando un sistema “autolimpiante”– y montó el criadero, que provee a la región y donde también funciona un “pesque y pague” donde cada pescador se puede llevar lo que saque por $50 el kilo.

El pueblo y sus montañas también son inspiradores para los artesanos, como Marta Ramos, una experta en el tallado de hueso que se especializa en la confección de primorosos botones. “Aquí vas a ver mi vida, porque desde que tenía cinco años ya era artesana”, cuenta con emoción en la visita a su local, donde se puede ver todo el proceso de realización de las piezas y sus herramientas. Otro personaje de la artesanía local es Coco Rojano, un escultor de 76 años que fundó su propio museo con las figuras de madera tallada a lo largo de décadas: “La madera tiene vida, las vetas son como las venas”, cuenta al explicar en detalle cada una de las obras amorosamente expuestas en el casco de su estancia El Lindero, realizadas en materiales nobles como el palosanto, el algarrobo, el quebracho y el cebil.

Mientras avanza la tarde, hay tiempo todavía para que los más amantes de la aventura se lancen por la tirolesa que funciona en El Pantanito, a 2000 metros de altura, sobre un barranco que se cruza de una punta a la otra gracias al impulso del sistema de cuerdas. E incluso para quienes no se tiran bien vale la pena hacer un alto por la belleza natural del lugar, antes de dirigirse al último hito de esta travesía: el Observatorio de Aconquija, una construcción totalmente levantada por artesanos locales donde gracias a poderosos telescopios se puede observar el cielo para leerlo con la claridad de un mapa. Todo comienza con una charla a cargo de los guías –los jóvenes Raúl, Brian y Miguel– que ayuda a comprender y ubicar las constelaciones, para terminar con la emocionante vista de Saturno, que en la óptica del telescopio se ve nítido, de un blanco brillante y rodeado de anillos, como si por arte de magia y de los cristales estuviera sorprendentemente cerca de nuestro planeta. Con esa imagen hay que despedirse y emprender la vuelta, llevándose el recuerdo del cielo y las tierras tucumanas y catamarqueñas.

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