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Domingo, 8 de diciembre de 2013
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Entre Ríos Paseo por Paraná

Ciudad de agua y verdes

A orillas del gran río que le da nombre, Paraná es una ciudad intensamente verde y con una larga historia a sus espaldas. Arbolada y tranquila, pero al mismo tiempo siempre activa y conectada por el túnel subfluvial con la vecina Santa Fe, es un buen punto de partida para recorrer una región signada por el agua y la vegetación.

Por Graciela Cutuli
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En una lagunita cercana a la ciudad, una colonia de patos se lanza “en fila” al agua.

Hay que andar atento en Paraná. Y no por el tránsito o el ajetreo de las grandes ciudades (que lo hay, porque aunque esta capital provincial pueda ser relativamente tranquila para un porteño, es más acelerada que Nueva York para cualquier recién llegado de alguna de las muy cercanas colonias rurales vecinas). Hay que andar atento porque la historia está por todas partes, pero no siempre se la puede descubrir a simple vista. Y la geografía también, aunque los relieves originales hayan quedado debajo del trazado de las calles modernas. “Aquí todo tiene un porqué”, dice Natalia Manfredi, quien junto con Daniel Rodríguez creó ViajeLenguaje, una original propuesta para conocer Paraná y sus alrededores con un toque lingüístico, ya que las visitas –en español, inglés y portugués– pueden ir acompañadas también con clases de español para extranjeros.

Al final de la primavera, Paraná resplandece. Los jacarandás están en todo su esplendor y el verde de la ciudad, uno de sus grandes atractivos, es el protagonista de la temporada. Junto con el río, esa presencia permanente que traza su ancho curso justo enfrente de la hilera de edificios que le dan a la ciudad un perfil de capital, aunque su esencia está inevitablemente transida de naturaleza. “La ciudad –agrega Natalia mientras transitamos por la Alameda de la Federación, que era la vía directa del puerto al centro y por donde pasó el primer tranvía a sangre– está marcada por la geografía. Si la costa del lado santafesino es chata, en Entre Ríos tenemos lomadas y barrancas, de modo que las plazas de Paraná se ubicaron en los lugares más elevados por cuestiones de seguridad.”

Justo por aquí donde estamos vivía la población negra de la ciudad, que llegó a tener unas 15.000 familias: lo llamaban entonces el Barrio del Tambor y estaba signado por la música, el candombe y la marcha colectiva. Aunque negada y diluida, esta presencia de origen africano echó raíces en Paraná y reflota en el Contrafestejo de cada 12 de octubre; también quedó como testimonio de su vitalidad a mediados del siglo XIX la iglesia de San Miguel –terminada en 1875–, que fue el primer templo católico de la comunidad negra. San Miguel da sobre la plaza Alvear, donde se encuentran también el Museo Histórico de la provincia de Entre Ríos, el Museo de Bellas Artes y el Museo de Ciencias Naturales, que tiene su propia “Noche de los museos”, con actividades para los chicos y sus familias. La plaza Alvear conecta con la principal, la plaza 1º de Mayo, a través de peatonal San Martín. Al máximo prócer argentino, que por una vez no se quedó con la plaza mayor, le tocó en suerte entonces esta calle comercial y llena de movimiento, pero igualmente su estatua domina el centro de la plaza 1º de Mayo, flanqueada por dos fuentes –allí colocadas para que la gente dispusiera de agua potable– enfrente de la Catedral. En la esquina estaba, en cambio, la casa de Justo José de Urquiza. “San Martín también está presente –detalla Natalia– a través de un retoño del pino de San Lorenzo, plantado junto con árboles representativos de otros lugares del mundo, como la vistosa trichilia de Cuba, el chivato de Madagascar y un cedro del Líbano que, al secarse, fue convertido en un monumento conocido como la Plegaria del Arbol.”

La Catedral, con sus vitrales importados de Francia y sus mármoles italianos, está a punto de cumplir un siglo: Paraná, por su parte, no tiene fecha de fundación, pero celebró su bicentenario este año, en conmemoración del 25 de junio de 1813, cuando la Asamblea General decretó la elevación a villa del pueblo hasta entonces establecido informalmente a orillas del río y conocido como Baxada de la Otra Banda del Paraná. De hecho, la ciudad empezó a poblarse alrededor de 1730 gracias a gente de Santa Fe que cruzaba para apoderarse del ganado cimarrón.

Parados frente a la Catedral, llama la atención la cúpula de un observatorio que se ve sobre la Escuela Normal de Paraná, que fue la primera del país y algunos consideraron como “una escuela de Boston trasladada a las soledades de América del Sur”. Ese observatorio perteneció a la casa del doctor Perini, un médico que luchó contra la epidemia de cólera en 1860. Amante de la astronomía, encargó un telescopio a Italia con tanta mala suerte que el barco donde venían sus instrumentos naufragó en alta mar: sin embargo la gente de Paraná, agradecida por su incansable trabajo, hizo una colecta, reunió el dinero y finalmente en 1888 Perini pudo inaugurar su observatorio. Eso sí: con poca suerte, porque la noche de la fiesta inaugural, con el tout Paraná instalado para observar el cielo, se largó un chaparrón que hizo huir a los invitados, bien sabedores de que pronto sería imposible dejar en carruaje las calles de barro de la ciudad, aún carente de infraestructura. “Los carruajes –cuenta una crónica– se dispersaron a la desbandada, haciéndoles repiquetear sus negras toldas un chaparrón que rápido pasaba.”

Vista hacia el Parque Urquiza, diseñado por Carlos Thays, con sus tres niveles sobre el río.

EL “TORTONI” PARANAENSE Antes de cruzar la plaza, paramos un momento con Daniel para sacar fotos de un cartel vial: es el que, a metros de la Catedral, dice “Su Santidad Francisco”. Es que, en abril de este año, Paraná se convirtió en la primera ciudad argentina en homenajear con una calle al pontífice argentino. Para la anécdota, del otro lado de la plaza está “el Tortoni de Paraná”, como le dicen al café-restó Flamingo, que a principios del siglo XX era un hotel con un lujo muy particular: nada menos que... un baño por piso. Cuando el edificio fue refaccionado, en 2005, se hallaron túneles, como hay un poco por toda la ciudad: ahora, desde el subsuelo del actual restaurante se puede ver precisamente la entrada de uno de esos túneles, tan grande que permitía el paso de un carruaje, e invita a preguntarse si no habrá sido usado para el tráfico de esclavos.

Otra cercana plaza paranaense, la Sáenz Peña, tiene una historia insospechada a primera vista. Natalia y Daniel se encargan de ir remontando el tiempo, paso a paso: “Este era, en 1820, el lugar donde Pancho Ramírez reunía a sus tropas”, explican y agregan que por aquellos tiempos las calles que rodean las plazas se usaban como trincheras. Hasta 1858 era el lugar donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas; más tarde funcionó como mercado y hasta fue cercada, en torno de comienzos del siglo XX, para evitar que entraran los animales sueltos que todavía se podían encontrar por las calles de la ciudad. La gente, por lo tanto, tenía que entrar por unos molinetes expresamente colocados en las esquinas. Ahora, en una de esas esquinas de la plaza un monumento de expresiones dolorosas, realizado por Amanda Mayor, recuerda a los desaparecidos de la última dictadura.

YOGA Y NATURISMO “La estación Ferrocarril Urquiza comenzó a funcionar a fines del siglo XIX”, cuenta Natalia cuando pasamos frente a la estación de tren para conocer un lugar que, desde al año pasado, está dando que hablar en todo Paraná. Se trata del Bio Citi Hotel y su restaurante vegetariano Mahindra, que funcionan en un viejo edificio de 1890 situado frente a la estación. “Fue creado para ayudar a despertar la conciencia, y hoy la gente lo llama ‘el hotel raro’”, cuenta Guillermo Sandler, inspirador y alma mater del Bio Citi, orgulloso porque el suyo es el primer hotel de estas características en la Argentina. “Tenemos una sala de meditación y yoga y se organizan clases de yoga abiertas al público tres veces por semana. Además se puede venir a meditar y no se cobra, sólo se pide un alimento no perecedero”, agrega Guillermo, en medio de los preparativos fotográficos de su nueva carta. Cuando llegamos, justo están dando un curso de cocina: por supuesto, aquí es todo rigurosamente orgánico, no se usan productos enlatados y se brindan masajes ayurvédicos. “Y yo que pensé que ya había conocido todo”, comenta Jesús, el mozo, que a los 72 años admite haber descubierto también los beneficios de la meditación.

La silueta de Paraná a orillas del río, donde hubo alguna vez colonias de guacamayos.

EL RIO Y EL TUNEL Por muchas plazas que tenga Paraná, ninguna puede rivalizar con el imponente Parque Urquiza, que se extiende en el noroeste de la ciudad sobre 44 hectáreas, a orillas del río.

El parque existe sobre terrenos que pertenecieron a Justo José de Urquiza y fue diseñado por Charlos Thays. La forestación, encargada al jardinero Julio Kumagae, incluye laureles, lapachos, jacarandás, palos borrachos, aromos, ceibos, cedros, cipreses y otras especies, además de un precioso rosedal situado en la parte superior. Sus tres niveles –la Costanera Alta, Media y Baja– están conectados por senderos, callecitas y escaleras: si en la parte más baja está la calle paralela al río que los paranaenses prefieren para caminatas y paseos, en la parte media hay un anfiteatro y la parte alta funciona como un precioso mirador situado como “balcón” sobre la barranca. Aquí está el monumento al General Urquiza, uno de los más emblemáticos de Paraná.

Desde el Parque Urquiza el río Paraná se adueña del paisaje. “Un nombre –cuenta Natalia Manfredi– que significa ‘aguas grandes coronadas de plumas coloridas’ en guaraní. Hoy resulta tal vez inexplicable, pero en la época en que llegaron los primeros españoles había en las barrancas del río criaderos naturales de guacamayos, es decir, las plumas coloridas que los aborígenes evocan en esa palabra.” Estamos bajando hacia el río mientras nuestra guía cuenta también la historia del túnel subfluvial, realizado por la empresa alemana Hochtief: “Una historia singular, ya que la solución natural hubiera sido un puente. Pero como la decisión debía ser tomada por un reticente Estado nacional, que tiene jurisdicción sobre los ríos, las provincias tomaron la iniciativa y eligieron la solución del túnel. Las obras empezaron en 1961 y duraron ocho años, hasta la inauguración en 1969”. El túnel subfluvial tiene casi tres kilómetros de largo, más las zonas de acceso y convergencia, construidos gracias al ensamble de cilindros enterrados en el lecho del río, a varios metros de profundidad. “La gran inundación de 1982 hizo ‘mover’ el túnel, de modo que se llamó nuevamente a la empresa constructora, que instaló una suerte de ‘raviolera’ de cemento sobre los cilindros, fijándolos nuevamente”, explica Natalia gráficamente.

Mientras tanto, ya estamos embarcando para dar un paseo en lancha por el río, bordeando la costanera de Paraná y pasando por el Puerto Nuevo –una zona de boliches y vida nocturna– donde antes estaba la balsa que transportaba los vehículos para cruzar el río, antes de la construcción del túnel. A un lado queda la silueta de la ciudad; al otro el islote Curupí, que se formó hace unos 70 años, al hundirse expresamente un barco con intención de generar un banco de arena y así proteger la costa de la erosión. Aquí el río, caudaloso e impresionante, tiene unos 5000 metros de ancho, que se reducen a unos 2900 a la altura del túnel. La lancha pasa por el canal secundario, donde no pueden pasar los barcos grandes, que quedan necesariamente del otro lado. A lo lejos, una embarcación blanca con una draga realiza trabajos de refulado, es decir, saca arena del fondo y la traslada a la playa Thompson para ampliarla. Mientras tanto Ricardo, que conduce la embarcación, conversa y explica técnicas de pesca a un grupo de uruguayos de Tacuarembó que vinieron a Paraná para un encuentro deportivo. Y mientras pasamos frente a Puerto Sánchez, un barrio de pescadores cercano, señala el punto justo donde se organiza la célebre Maratón de Hernandarias, la carrera de natación más larga del mundo, con 88 kilómetros de extensión. Muchos de los nadadores extranjeros que llegan hasta aquí para participar en la competencia se enamoran del Paraná, “el río color chocolate”, como le dicen por el color amarronado que toman sus aguas al cruzarse con las del Bermejo. Mientras tanto, nuestra lancha llega hasta la barranca de la Toma Vieja, da media vuelta y vuelve a poner proa hacia Paraná y su hilera de edificios junto a la ribera que, con el atardecer ya avanzado, se vuelven apenas una silueta negra contra el disco naranja, el mejor final para una tarde con historia y río.

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