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Domingo, 9 de febrero de 2014
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Santa Cruz. En crucero por los glaciares

Catedrales de hielo

Tres días de navegación contemplativa en el lago Argentino, por los rincones más vírgenes del Parque Nacional Los Glaciares. Reposo y alta cocina entre los misterios del hielo y algunos de los paisajes más hermosos y aislados de la Tierra, donde se funden el bosque, las nieves y el agua.

Por Julián Varsavsky
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Miles de fragmentos de hielo, huellas del derrumbe de las grandes paredes glaciarias.

Fotos de Julián Varsavsky

Hay cruceros que son pura fiesta, aero-gym en la piscina, ruletas, visitas fugaces a alguna playa o ciudad y comida a granel. Y hay otros que son lo contrario: reposo, intimidad, contemplación de paisajes solitarios, alta cocina, escasos pasajeros, contacto sutil con el entorno natural y su historia, glaciares tras la ventana y jazz en el camarote. Así es el Crucero Santa Cruz: un crucero más bien pequeño, de 40 metros de eslora, 10 de manga, tres cubiertas y 21 camarotes dobles. En lugar de ruidosos animadores tiene a Milton Risch-mann, un guía versado en los secretos del paisaje patagónico que no necesita hablar muy alto, ya que entre los valles glaciarios reina un sublime silencio de catedral.

En el Puesto de Vacas, el Crucero Santa Cruz atraca sobre la costa, al pie de una montaña boscosa.

A NAVEGAR Embarcamos a las seis de la tarde, en un pequeño puerto a 47 kilómetros de El Calafate. La tripulación a pleno, con su capitán Coco a la cabeza, nos espera en el bar de la tercera cubierta con un cóctel y saladitos de trucha, ciervo y salmón.

Los camarotes están alfombrados y tienen la mejor “pantalla plana” posible: un ventanal de dos metros de ancho por uno de alto junto a la cama. No bien nos instalamos, el paisaje comienza a fluir a través del ventanal y desde la cama no se puede dejar de mirar.

Navegamos las radiantes dos horas hasta el atardecer y el capitán arroja el ancla junto a la costa en la reparada bahía del Puesto de las Vacas, al pie de una montaña boscosa. El paisaje se apaga en la oscuridad y el guía nos convoca a cenar inaugurando una faceta clave de este fascinante viaje: la gastronomía de autor preparada por el chef Matías Villalba, en base a ingredientes autóctonos con influencias españolas y francesas.

Al ser pocos pasajeros, Matías va mesa por mesa explicando los cinco pasos del menú de cada comida. El mismo termina de adobar los platos en la mesa, al gusto de cada uno.

La primera jornada de este viaje paralelo –el gastronómico– se abre con un original appetizer que es el plato insignia del chef: cremoso de trucha gelificada (fría) con trucha salteada con langostinos, espárragos glaseados con champagne (caliente) y una espuma de queso de oveja (tibia). El plato cumple la idea del chef de conjugar tres temperaturas con tres texturas, generando una sucesión de sensaciones distintas. Pero esto es apenas el comienzo: la entrada llega con un confit de pato de Pekín acompañado de cremoso de manzanas, masa filo, emulsión de remolachas, ensalada de brotes y hojas de estación. El plato principal es una merluza negra grillada con rulos de calamar, portobellos y gírgolas salteadas, jugo de asado y espárragos en manteca con castañas de cajú.

Los platos traen porciones moderadas, así que todos llegan bien al postre: una panna cotta de maracuyá que el chef creó para su esposa, basada en tres texturas superpuestas de chocolate, panna cotta de maracuyá y sorbete de arándano, moras y frambuesas patagónicas. Y todavía falta la golosina: una deconstrucción de la piña colada con ananá caramelizado y espuma de ron y coco.

El banquete patagónico, preparado por un chef fogueado en el famoso restaurante Atrio de la ciudad española de Cáceres, nos conduce a dormir extasiados y sorprendidos, cuando no hemos visto casi nada aún de las maravillas que depara la travesía.

Desde las ventanas de los camarotes se ve un incesante desfile de glaciares.

AMANECE, QUE NO ES POCO Al clarear el alba el barco sigue anclado y una capa de bruma cubre el espejo de aguas inmóviles. Algunos árboles asoman su copa entre la nubosidad, que se disipa cuando el sol irrumpe desde atrás de una montaña. Es hora de de-sayunar y desembarcar.

Bajamos por una escalerilla directo a tierra para caminar por la densidad del bosque andino-patagónico. Nuestro guía cuenta que los árboles predominantes son los del género notofagus –lengas y ñires–, que hasta los 60 años se consideran jóvenes y alcanzan los 250 años de vida. En uno de ellos hay un pájaro carpintero, cuyo golpeteo es una rapidísima vibración que percute 16 veces en un segundo. Así horada la corteza buscando al gusano del que se alimenta, el cual a su vez carcome al árbol y podría llegar a matarlo si no fuese por los carpinteros.

Luego de una hora llegamos a un mirador para observar con una cercanía asombrosa los destellos del glaciar Spegazzini y otros más, que confluyen en él bajando desde las alturas.

De regreso en el barco, el capitán leva anclas y el paisaje comienza a fluir otra vez. Al mediodía llegamos al glaciar Spegazzini, con su frente de 1,5 kilómetro de ancho. Pero los viajeros recuerdan la bacanal de la noche anterior y ya están pensando en el almuerzo de cinco pasos, que resumimos en su plato principal: lomo de ternera envuelto en hojaldre con pancetas ahumadas y finas láminas de echalotes, acompañado de remolachas baby y zanahorias.

Después del postre retomamos la navegación y tras los ventanales panorámicos del comedor se suceden los glaciares de altura. Surcamos el brazo norte del lago Argentino a una velocidad crucero de 25 nudos, cuando alguien descubre a lo lejos un brillo de diamante sobre las aguas: es el primer témpano de la travesía y hay conmoción a bordo. Algunos miran desde los cómodos sillones del living, otros recostados en su cama y los demás desde la terraza.

A medida que nos acercamos al frente del glaciar Upsala, los témpanos se multiplican. Los hay de forma tubular como los de la Antártida y está el que parece una ballena. Algunos tienen perfil de hongo y otros de submarino asomando en la superficie su periscopio. Uno sumergido insinúa la aleta de un tiburón y otro tiene cráteres de “superficie lunar”. Algunos se acercan ocultos con el sigilo de un cocodrilo y está el que parece un barquito de juguete a la deriva. El más grande duplica el tamaño de nuestro barco y reproduce –como todos– varias veces esa medida debajo del agua.

A lo lejos aparece el frente del Upsala, esa gran muralla blanca agrietada de cuatro kilómetros de ancho. Entonces todos suben a la terraza sacudidos por la imponencia azul del paisaje. Ya de cerca, vemos los bloques de hielo caer mientras la muralla se derrumba y se regenera todo el tiempo sin terminar nunca de desmoronarse. Detrás de un caos de fulgores blancos, el glaciar se pierde zigzagueando como una lengua de hielo.

El estupor inicial hace que nadie tome fotos. Un eco permanente de pequeños y grandes estallidos nos alcanza como si hubiese tiroteos lejanos y atronadores cañonazos. Al fondo de la gran masa congelada parecen ocurrir violentas tempestades con remansos de paz en los que se oyen el rumor del agua y el silbido del viento cortado por las puntas del hielo.

El Upsala está rodeado de montañas de un promedio de 2000 metros de altura y la noción de las proporciones –totalmente inhumanas– se pierde en la vastedad. Nadie en el barco se imagina que el frente de esa muralla glacial flota en el lago y que su altura supera los 60 metros. Su área total mide tres veces más que la Ciudad de Buenos Aires (sesenta kilómetros de largo por diez de ancho).

Todo es paz y contemplación, cuando un tremendo “crac” interrumpe nuestro nirvana y una columna de hielo de cincuenta metros se desprende del glaciar, cae en cámara lenta hacia adelante como un árbol, se hunde completamente en el lago y emerge con la violencia de un submarino, convertida en témpano. En unas horas ese galeón celestial con traslúcidas paredes se perderá en la lejanía, siguiendo el trazo perenne de nuestra estela en el lago.

Un cerco de hielo rodea las aguas durante varios tramos de la navegación.

MÁS GLACIARES Por la tarde nos internamos en el brazo Mayo del lago rumbo a la bahía Toro, donde desembarcamos en un sector del parque que no visita nadie, salvo quienes llegan en el Crucero Santa Cruz. Allí caminamos hasta la desembocadura de un arroyo al pie de una gran cascada. En sus aguas aparecen truchas enormes que suben a desovar, tan cerca nuestro que un viajero se agacha y atrapa una con la mano. Pasamos la noche al reparo de esa bahía y la cena nos depara un poético lomo y mollejas de cordero en camisa de jamón serrano con fondo oscuro al oporto y crema de batata al caramelo, acompañado de miniensalada mixta, papines andinos y cebollas moradas. Hasta las 12 de la noche conversamos en el bar.

Finalmente, en la mañana del tercer día descendemos del barco en un gomón semirrígido para navegar un angosto canal hasta una playa. Allí atracamos, para caminar 15 minutos hasta el glaciar Mayo.

Ya de regreso hacia el punto de partida nos espera el momento cumbre del viaje: un almuerzo frente a la cara norte del glaciar Perito Moreno, con una cercanía asombrosa. El capitán recurre a sus habilidades para mantener el barco circulando en redondo y que todos los comensales puedan tener al glaciar frente a su ventana de a ratos.

El clima generalmente mezquino de la Patagonia está hoy generoso, a pleno sol: el Perito Moreno parece brillar con luz propia. Sus puntas de aguja son como cúpulas de catedrales transparentes chisporroteando y la gran muralla blanca trasluce entre unas hendijas sus entrañas azules.

En este marco el chef sirve la entrada, tartare, acompañado de emulsión de palta con velo de hinojo, mousse de salmón, helado de palta y melón. Con el plato principal llega el aplauso para el chef: chivito de Malargüe con cremoso de zanahoria y tomillo, ensalada de brotes de la huerta, chimichurri y fondo de chivito. De postre hay una deconstrucción del flan argentino en una copita con arroz a la dos leches y espuma de dulce de leche. La golosina final la saboreamos en la terraza frente al glaciar: sorbete de tereré de cítricos.

Por último –ya en estado de gracia–, brindamos con una copa de champagne donde se refleja el frente del glaciar.

En la esquina del Perito Moreno vemos los restos de un gran derrumbe, unos “escombros” blancos y gigantes. Porque es allí donde más o menos cada cuatro años ocurre la hipermediática ruptura del glaciar. Nos gustaría verla pero aún no se ha formado el puente de hielo que la produce.

Aunque nos la podemos imaginar: el paisaje del glaciar concede un segundo de silencio mientras la estructura del puente de hielo cruje y se desploma de un sopetón. Los fragmentos de hielo saltan por los aires y la tierra vibra en un estruendo apocalíptico. Instantes después, sobre el Canal de los Témpanos, ya no estaría más el puente blanco sino los rastros de la explosión y una columna de hielo atascada en la piedra. Es eso mismo lo que tenemos enfrente.

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