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Domingo, 30 de noviembre de 2014
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URUGUAY. De paseo por Colonia del Sacramento

Días de río y empedrado

La reluciente costanera, las tierras ganadas al río en el Real de San Carlos y modernas propuestas gastronómicas son algunas de las novedades del destino que une a los rioplatenses de ambas orillas y donde aún se respira aire colonial.

Por Pablo Donadio
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La costanera, una de las caras renovadas de la ciudad que se disfruta a pleno.

Fotos de María Clara Martínez

Está más grande y más linda. La impresión es que, a diferencia de otros pueblos y ciudades, Colonia crece con calma, sin perder su razón de ser. Habría que preguntarles a los habitantes si esto es así de veras, aunque nada parece indicar lo contrario, mientras algunos comerciantes lamentan la disparidad de moneda con los argentinos. “Ultimamente están viniendo muchos brasileños, y eso compensa un poco”, dice Washington, dueño de un bolichito a dos cuadras del Barrio Histórico, donde las pizzas –sin ser abandonadas del todo– han sido reemplazadas por appetizers. Esa tendencia va de los pequeños restaurantes a los grandes hoteles, como el Sheraton local, que además de golf y spa ha cambiado su carta rioplatense “por una más gourmet, elevando la propuesta”, según afirma Juan José, el chef ejecutivo nacido en este rincón emblemático del Uruguay. Otra novedad está en la costanera, remodelada y ampliada a siete kilómetros. Ahora más que nunca se ha instalado como el punto de encuentro de los deportistas, que van del running al windsurf y el kitesurf, y de los jóvenes que la colman cada fin de semana mate en mano.

CAMBIANTES E INVARIABLES Un dato del crecimiento lo dan los autitos eléctricos que se alquilan para visitar la ciudad. Varias empresas, cada vez más, utilizan estos tradicionales carritos de golf –prácticos por tamaño y también ecológicos– para que el visitante llegue del hospedaje al viejo fuerte, y de la Plaza de Toros al río.

Hoy la bruma y el oleaje suave permiten ver el Río de la Plata y a 45 kilómetros Buenos Aires, pero ayer –cuentan– las olas hicieron sacudir al Buquebus de lo lindo, al punto que ni los surfistas ni kiters pudieron sacarle provecho. Esa variación cada vez más frecuente del río es otra de las cosas que han cambiado, según algunos pobladores locales, que en su mayoría le asignan al cambio climático toda la responsabilidad.

Pero si hay algo que no parece cambiar aquí son las callecitas de piedra. El Barrio Histórico es la huella más acabada de la primera fundación portuguesa, hace más de 300 años. Los pioneros llegaron desde Río de Janeiro buscando extender el territorio portugués, establecer un asentamiento frente a la colonia española de Buenos Aires y hacerse de un puerto estratégico. Hubo luego una sucesión casi novelesca de ataques, ocupaciones y recuperaciones entre españoles y portugueses, que forjaron un estilo arquitectónico y urbanístico de mixtura exquisita, aunque las diferencias pueden notarse ya en el trazado de las calles en los mapas: las primeras, portuguesas, son genialmente zigzagueantes; las segundas, perfectas en el plano de damero que prescribía la ley española. Del mismo modo se pueden distinguir dos tipos de adoquinados. Uno de ellos irregular, hecho de piedra laja, perteneciente al período portugués. El otro, parejo y prolijo, al español. Lo cierto es que en respuesta a esos periódicos ataques nació la enorme muralla de piedra que ahora visitamos, de la que se conservan restaurados un tramo y su viejo puente levadizo. Ese Portón de Campo constituye un excelente punto de partida para iniciar la recorrida guiada por la ciudadela, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1995. La Calle de los Suspiros tiene tanta fama como fotos y postales, y aunque uno se niegue a transitarla, una fuerza mayor lo impulsa una vez más a admirar sus paredes en rosa viéjo. Las casas bajas y los clásicos faroles completan el aire colonial de la época. En una de las casas que fuera un viejo burdel (por eso lo de los suspiros, según cuentan) está el atelier de Fernando Fraga, un joven pintor uruguayo que eligió este enclave para instalar una galería única, en la que se exhiben y venden obras suyas y de otros artistas locales. También engalanan la ciudad sus murales del puerto, con mujeres hermosas y coloridas. El faro, el río y sus riberas, la Plaza Mayor y la cúpula de la Basílica siguen siendo lugares llenos de magia para sentarse a admirar un rato más.

LEGADO Acompañados por colegas uruguayos que llegan de Montevideo, partimos temprano hacia las afueras del casco urbano. Treinta kilómetros hacia el oeste, tomando la ruta a Carmelo, llegamos al Parque Nacional Aarón de Anchorena, donde nos recibe Silda, la guía, una apasionada por la historia del excéntrico y valiente Aarón de Anchorena, que al aterrizar justamente aquí en su globo aerostático –hace ya más de un siglo– se enamoró de estas tierras. Su madre, temiendo que se matara, le concedió el gusto a cambio de no más locuras. Ocurre que el joven aventurero tenía un globo al que nombró Pampero y con el que se animó a cruzar el río junto a su amigo Jorge Newbery. Así conoció el lugar que luego encomendó al famoso paisajista alemán Hermann Bötrich, quien diseñó un parque único de estilo inglés de más de 250 hectáreas, donde se conjugan especies de hoja caduca con otras de follaje perenne. Unas 200 especies de árboles y arbustos provenientes de todo el planeta coexisten con las autóctonas del monte ribereño.

En este marco se destacan dos edificaciones: la residencia presidencial, que fuera la casa del mismo Anchorena, y la monumental torre, que se construyó en homenaje a los primeros conquistadores del Río de la Plata y se utiliza hasta hoy como contención del tanque de agua de la estancia. Desde sus 75 metros de altura se alcanza a ver la mismísima ciudad de Buenos Aires. Antes de su muerte, en 1965, Anchorena donó el lugar como residencia presidencial de descanso, y desde 1990 su parque está abierto al público.

De regreso nos queda visitar otro gran atractivo, el barrio Real de San Carlos. Desde allí las tropas españolas pusieron sitio a las portuguesas en 1761, y por eso su nombre homenajea al entonces rey Carlos III. No hay empedrado sino callecitas bordeadas de altísimos árboles, con plazoletas y miradores ideales para pasear. En las cercanías está la pequeña capilla dedicada a San Benito de Palermo, el primer santo negro de la Iglesia Católica, que es además famosa por tener los muros donde fueron filmadas algunas escenas de la película Camila. Cerca, la Plaza de Toros emerge entre los árboles con arcadas incontables y forma circular. Aquí también fue protagonista otro argentino. En los primeros años del siglo XX, el empresario Nicolás Mihanovich de-sarrolló un importante complejo turístico que tenía la plaza como atractivo principal, aunque duró muy poco tiempo en actividad debido a la prohibición nacional para las corridas. Hoy el edificio está en ruinas y no está permitido entrar, aunque el predio se mantiene limpio, de modo que es posible admirar desde afuera su imponente estructura de estilo mudéjar. En las cercanías hay un frontón de pelota vasca, y los vestigios de la central eléctrica de aquel complejo. Casi en el extremo del Real de San Carlos, el Hotel Sheraton le ganó tierra a una zona de pantanal y hoy ofrece una lujosa opción para disfrutar del descanso que inspiran el río y la ciudad.

La Calle de los Suspiros, lugar de antiguos burdeles y actuales talleres artísticos.

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