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Domingo, 5 de abril de 2015
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DIARIO DE VIAJE. Charles Dickens en Italia

Verona con ojo inglés

En sus Estampas de Italia, el novelista victoriano cuenta sus impresiones sobre las ciudades que fascinaron a los viajeros ingleses a mediados del siglo XIX. Verona fue “gratísima” a sus ojos con su Arena y la casa de los personajes shakespeareanos.

Por Charles Dickens *
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Las calles de la ciudad, famosa por haber sido escenario de Romeo y Julieta.

Me daba un poco de miedo ir a Verona, no fuese a indisponerme de algún modo con Romeo y Julieta. Pero mis recelos se esfumaron en cuanto entré en la vieja plaza del mercado. Es un lugar tan fabuloso, tan exótico y pintoresco, formado por una variedad tan rica y extraordinaria de edificios fantásticos, que no podría haber nada mejor en el centro de esa romántica población, escenario de una de las historias más bellas y románticas.

Era bastante lógico ir directamente de la plaza del mercado a la casa de los Capuleto, que hoy es una pequeña posada de lo más miserable. Los bulliciosos vetturini y los carros del mercado embarrados se disputaban el patio, cuya inmundicia te llegaba a los tobillos y en el que había una nidada de gansos sucios; y también un perro de expresión adusta, que jadeaba malévolamente en una entrada y que, de haber existido y haber andado suelto en tiempos de Romeo, habría enganchado una pierna en cuanto la hubiera puesto en el muro. El huerto cayó en otras manos y fue parcelado hace muchos años; pero había uno junto a la casa (o en realidad, tenía que haberlo) y aún puede verse el gorro (cappêllo), el antiguo emblema de la familia, tallado en piedra, sobre la entrada del patio. Hay que reconocer que los gansos, el perro, los carros y los carreteros del mercado se interponían un tanto en la historia; y hubiese sido más agradable encontrar la casa vacía y poder recorrer las habitaciones tranquilamente. Pero el gorro resultaba muy reconfortante; y el lugar que había ocupado el jardín, también. Además la casa da una impresión de recelo y desconfianza muy apropiada, aunque es de un tamaño muy modesto. Así que quedé plenamente satisfecho con ella, como la verdadera mansión del viejo Capuleto, e igualmente agradecido en mis reconocimientos a una dama de edad madura muy poco sentimental, la padrona del hotel, que estaba en el umbral de la puerta mirando a los gansos; y que al menos se parecía a los Capuleto en su oronda gravidez.

LA TUMBA DE JULIETA La transición de la casa de Julieta a la tumba de Julieta es tan natural para el visitante como para la bella Julieta misma, o para la dignísima Julieta que ha enseñado siempre a brillar a las antorchas en todo momento. Así que fui con una guía a un huerto antiquísimo que perteneciera en tiempos a un antiquísimo convento, supongo; en la cancela destrozada, me dejó entrar una mujer de ojos vivos que estaba lavando ropa; bajé por senderos entre plantas lozanas y flores recientes, fragmentos del viejo muro y montículos de color hiedra; y me enseñó un pequeño depósito o abrevadero, que la mujer de ojos vivos, secándose los brazos con el pañuelo, llamó la tomba di Giulietta la sfortunata.

Hallándome en la mejor disposición del mundo para creer, no podía hacer más que creer lo que la mujer de ojos vivos creía; así que di crédito a sus palabras y le di a ella sus honorarios acostumbrados en efectivo. Fue un placer más que una decepción, que el lugar donde reposa Julieta estuviese olvidado. Por muy consolador que fuera para el espectro de Yorick oír las pisadas arriba sobre el pavimento y repetir su nombre veinte veces al día, es mejor para Julieta yacer fuera de la ruta de los turistas y no tener más visitas que las que llegan a las tumbas con la lluvia primaveral, el aire límpido y el sol.

¡Grata Verona! Con sus bellos palacios antiguos y el campo precioso a lo lejos, visto desde los paseos, y las majestuosas galerías con balaustradas. Con sus puertas romanas todavía en la amplia calle, que proyectan la sombra de hace mil quinientos años en la luz de hoy. Con sus iglesias recubiertas de mármol, altivas torres, rica arquitectura y viejas calles silenciosas y pintorescas, donde resonaran en tiempos los gritos de Montescos y Capuletos.

“E hicieron que los viejos de Verona

prescindiesen de su grave indumentaria

y empuñaran las viejas armas”.

¡Con su río de rápida corriente, su viejo puente pintoresco, el gran castillo, los cipreses agitados por el viento y el panorama tan delicioso y tan alegre! ¡Gratísima Verona!

ARENA DE VERONA En el centro de la ciudad, en la piazza di Brá (un espíritu antiguo entre las realidades familiares del momento), está el gran anfiteatro romano. Se halla en tan perfecto estado de conservación y mantenimiento que pueden verse todas las gradas intactas. Los antiguos números romanos siguen sobre algunos arcos; y hay galerías, escaleras y pasadizos subterráneos para animales, y caminos tortuosos arriba y abajo como cuando miles y miles de personas furibundas entraban y salían precipitadamente, concentradas en los sangrientos espectáculos de la arena. En las sombras y huecos de los muros se acurrucan ahora los herreros con sus fraguas y algunos comerciantes de uno u otro género; en el parapeto crece la maleza, y está cubierto de hierba y de hojas. Por lo demás, apenas ha cambiado.

Después de recorrerlo todo con sumo interés, subí hasta la última grada y, tras contemplar el precioso panorama delimitado por los Alpes lejanos, me volví hacia el edificio, que parecía extenderse a mis pies como el interior de un prodigioso sombrero de paja trenzada, de ala anchísima y copa baja; las cuarenta y cuatro gradas representaban el trenzado. La comparación resulta simple y fantástica, tal como la recuerdo y por escrito, pero así se me ocurrió en el momento.

Había actuado allí poco antes una compañía ecuestre (tal vez la misma que se le había aparecido a la anciana de la iglesia de Módena) y había excavado un pequeño anillo al fondo de la arena, donde habían tenido lugar sus actuaciones, y donde se veían las marcas de los cascos de los caballos todavía recientes. Imaginé sin poder evitarlo a un grupo de espectadores congregados en una o dos de las antiguas gradas de piedra, y la gallardía de un elegante jinete, o la gracia de un polichinela, con los adustos muros mirando. Imaginé, sobre todo, la extrañeza con que contemplarían aquellos mudos romanos la escena cómica preferida del viajero inglés, en que un noble británico barrigudo (lord John), ataviado con un frac azul que le llega a los talones, pantalones de color amarillo chillón y sombrero blanco, aparece ante el público montado en un caballo con una dama inglesa (lady Betsy), ataviada con sombrero de paja y velo verde, y chaquetilla roja; y que lleva siempre en la mano un “ridículo” enorme y una sombrilla abierta.

Me pasé el resto del día recorriendo la ciudad, y creo que podría haber seguido haciéndolo hasta ahora. En un lugar, vi un teatro muy moderno, en el que acababan de representar la ópera (siempre popular en Verona) de Romeo y Julieta. En otro, vi una colección de restos griegos, romanos y etruscos, al cuidado de un anciano que podría ser una reliquia etrusca él mismo; pues era tan viejo que no tenía fuerzas suficientes para empujar la puerta de hierro, cuando abrió la cerradura, ni voz suficiente para hacerse oír cuando describía los objetos curiosos, ni vista suficiente para verlos. En otro lugar había una galería de pinturas tan pésimas realmente que era un placer verlas desmoronarse.

Pero en todas partes (en las iglesias, entre los palacios, en las calles, en el puente, o a la orilla del río), Verona era siempre agradable, y lo será siempre en mi recuerdo.

Leí Romeo y Julieta en mi habitación de aquella posada aquella noche (ningún inglés la había leído allí antes, por supuesto) y salí para Mantua al día siguiente al amanecer, repitiéndome (en el cupé de un ómnibus, y al lado del conductor que iba leyendo Los misterios de París.

“No hay mundo fuera de los muros de Verona,

sino purgatorio, tormento, el mismo infierno.

Desterrarme de aquí es desterrarme del mundo,

y el exilio del mundo es muerte”.

Lo que me recordó que al fin y al cabo sólo habían desterrado a Romeo a veinticinco millas de la ciudad, lo cual me hizo dudar de su energía y de su audacia.

¿Sería en su época tan bello el camino a Mantua? ¿Discurriría serpenteante entre las mismas praderas verdes, con el brillo de los mismos arroyos relumbrantes y salpicado de lozanas florestas de gráciles árboles?

Las montañas purpúreas se extendían también entonces en el horizonte, sin duda; y no pueden haber cambiado mucho los vestidos de esas campesinas, que llevan en el pelo un gran prendedor de plata como un “salvavidas” inglés. Ni siquiera un amante desterrado podría ser insensible a una mañana luminosa y a un alba perfecta y esperanzadoras; y la propia Mantua debió de aparecérsele en el horizonte, con sus torres y murallas, y su agua, más o menos como a un ómnibus corriente. El dio las mismas vueltas y giros bruscos, tal vez, sobre dos resonantes puentes levadizos; cruzó por el mismo puente de madera largo y cubierto; y, dejando atrás el agua cenagosa, se aproximó a la puerta de la estancada Mantuaz

* Charles Dickens, Estampas de Italia, 1846.

La Arena de Verona, intacta hoy tal como estaba también en tiempos de Dickens.

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