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Domingo, 3 de mayo de 2015
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BUENOS AIRES. Pueblos y obras monumentales

La ruta de Salamone

Cementerios, mataderos, palacios municipales. Son los tres ejes de la obra del arquitecto Francisco Salamone en varios pueblos bonaerenses, donde levantó edificios monumentales que sobresalían por su desmesura entre las casitas bajas de los años ’30: una rareza arquitectónica convertida en itinerario turístico.

Por Graciela Cutuli
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Al atardecer sobresale sin rivales la alta figura de la torre del Palacio Municipal de Carhué.

¿Quién era Francisco Salamone? Hasta no hace tanto tiempo, alrededor de década y media, un nombre poco conocido que sólo citaban algunos estudiosos de arquitectura y los vecinos de pueblos varios diseminados por la pampa bonaerense. Hoy, después de un fuerte movimiento de revalorización de su obra e intentos de interpretación de sus muchas rarezas, es el hilo conductor de una ruta turística autoguiada que lleva por aquellos pueblos en busca de las construcciones –siempre monumentales, casi siempre desconcertantes– levantadas por una inspiración tan desmesurada y futurista como desubicada en su contexto.

Francesco Salamone había nacido en Sicilia en 1897 y se recibió de arquitecto e ingeniero en 1917 en la Universidad de Córdoba. En esa misma provincia comenzó su trabajo profesional con proyectos menores y problemas varios de por medio. Pero para responder la pregunta del comienzo, es hacia el interior de la provincia de Buenos Aires donde hay que viajar. Y no es un viaje fácil: porque sus obras –grandes obras– son muchas y están repartidas por localidades muchas veces al margen de los circuitos turísticos tradicionales. Porque no siempre están bien conservadas y aún hoy cuesta interpretar el significado de este rosario de palacios municipales, mataderos y cementerios de dimensiones extraordinarias, entre art-déco y neocoloniales, levantados en pueblos adormilados de casitas bajas, rodeados de pampa y campo. Lo mejor, si se quiere descubrir la ruta de Salamone, es armar el itinerario –que debe pasar como mínimo por Azul, Carhué, Tornquist, Laprida, Saldungaray, y si es posible también por Pellegrini, Rauch y Guaminí entre muchos otros pueblos– y salir a manejar, a hacer ruta en el sentido más literal posible. A la vuelta, cada uno sacará sus propias conclusiones. Pero antes, hay que tener un poco más de contexto.

Bancos, farolas y pavimentos completaban los diseños concebidos por el arquitecto.

EL ARQUITECTO Y EL GOBERNADOR Si eran amigos o no nadie pudo comprobarlo fehacientemente. Pero la obra de Salamone probablemente no hubiera existido sin Manuel Fresco, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 1940, personaje de simpatías declaradas hacia Adolf Hitler y Benito Mussolini que encontró en la promoción de las obras públicas el modo ideal de crear empleo y contrarrestar la crisis de aquellos años de rebote de la preguerra europea. Fresco encontró en Salamone al ejecutor de esas obras públicas, intérprete ideal de una arquitectura monumental y futurista cuyas reminiscencias nazifascistas no podían sino complacer al gobernador. En los cuatro años del mandato de Fresco, con no mucha transparencia de licitaciones pero sí un control minucioso de cada detalle de sus creaciones, Salamone levantó más de 60 grandes obras, además de otras menores, en no menos de quince localidades del interior bonaerense. Casi una fiebre arquitectónica que causó un impacto duradero en el urbanismo provincial, y sentó las bases de esta ruta turística que hoy lleva a muchos curiosos de su obra por las rutas del interior.

El cementerio de Saldungaray, una mole en la esquina solitaria de un pueblo de casas bajas.

AZUL Y SALDUNGARAY Trescientos kilómetros al sur de Buenos Aires, la ciudad cervantina es el primer alto en la ruta de Salamone, que allí construyó la Casa Daneri (una de sus pocas obras privadas de este período, aunque también proyectó viviendas particulares antes y después en la ciudad de Buenos Aires y en Mar del Plata), los tres bloques de 40 metros que funcionan como portal del Parque Municipal Domingo F. Sarmiento, y el Matadero Municipal –uno de los más altos construidos por Salamone, de 18 metros de altura por 35 de frente– con su amenazante forma erguida como la hoja de un cuchillo. Es muy conocido también el diseño de la Plaza General San Martín, con sus bancos y farolas art-déco, los macetones, la fuente central y sobre todo las baldosas romboidales que generan un efecto de movimiento: ningún detalle quedaba librado al azar. Pero el gran emblema de Salamone en Azul es el cementerio, con su portal art-déco de 21 metros de altura y 43 de frente, que para especialista Alejandro Novacovsky es su “obra total”. Una fachada imponente, con placas negras que provocan contraste visual con las partes blancas, coronada por la gigantesca sigla RIP y las figuras ornamentales que representan el fuego eterno. Sin olvidar una gigantesca cruz en relieve y la escultura cubista de un ángel de expresión severa, casi amenazante, y con una espada en las manos. No sólo el portal diseñó Salamone, sino también las galerías, el oratorio, el crematorio, las áreas administrativas: la obra total, escenográfica, con que aquí y en otros lugares se quiso simbolizar la avanzada del hombre sobre el desierto. El conjunto, sin duda, resulta intimidante. Al fin y al cabo, nadie dijo que un cementerio no debería serlo.

En Saldungaray, un pueblo cercano a Sierra de la Ventana, está otro de los cementerios más significativos concebidos por Salamone. Siempre gracias a la “piedra líquida”, el hormigón, un avance de la arquitectura de fines del siglo XIX sin la cual su obra probablemente hubiera sido radicalmente distinta. De hecho el hormigón causó una revolución en las primeras décadas del siglo XX, cuando comenzó a ser usado en la creación de puentes, edificios y viviendas: en los años ’20, se levantó en hormigón la estructura de los hangares de Orly, en París, y en 1929 Frank Lloyd Wright proyectó el primer rascacielos de hormigón. A su medida, con sus propios objetivos monumentalistas, Salamone aplicó la innovación de la “piedra líquida” en pequeños pueblos de la pampa. Como Saldungaray, que tiene su Palacio Municipal en una esquina de la plaza céntrica, y sobre todo un imponente portal de cementerio construido con tres elementos principales: un enorme círculo que abraza una cruz latina, y en el centro de la cruz la cabeza de un Cristo. Si la obra sorprende hoy a los viajeros ocasionales que llegan hasta ella sin buscarla, es de imaginar el efecto que podía causar su desmesura –pero también su inequívoca expresividad– en los años ’30.

El Matadero de Carhué, abandonado tras la inundación que hizo desaparecer Villa Epecuén.

CARHUé No sólo cementerios y mataderos: otra especialidad de la obra de Salamone son los palacios municipales, expresión del poder del Estado en términos de notable grandilocuencia. Basta comparar la altura de cualquiera de sus torres por encima de las casas aledañas de estos pueblos, que muchas veces no superaban los mil habitantes, para comprender el valor simbólico de su altura y peso visual. El arquitecto siciliano construyó varios además del de Saldungaray: pero entre los más relevantes está sin duda el de Carhué, que se inauguró en 1938 y hoy funciona como sede del gobierno municipal del partido de Adolfo Alsina. Gastón Partarrieu, director del museo local, recuerda que “apenas 50 años antes, el pueblo aún no era sino un caserío en torno a un fuerte militar, sobre la Zanja de Alsina. Con la llegada de los colonos europeos y del ferrocarril se produjo un progreso enorme en muy poco tiempo, sim-bolizado de algún modo en el osado Palacio Municipal”. El edificio es monumental por fuera –su torre es la más alta de las levantadas por el arquitecto– pero también por dentro: cada detalle, incluyendo las lámparas del cielo raso y las escaleras, lleva el sello de Salamone.

Pero en Carhué, además, hay otro edificio emblemático del arquitecto: el Matadero Municipal, que resistió a la inundación que dejó bajo las aguas a Villa Epecuén –por entonces uno de los balnearios más populares de la provincia de Buenos Aires– pero dañó su estructura y por lo tanto lo condenó al olvido. Comenta Partarrieu que, como el resto de los edificios de esta ruta, formaba parte del “plan de construcción de edificios que representaba las funciones de los gobiernos locales: los palacios municipales, los cementerios y los mataderos, porque hay que recordar que la sanidad alimentaria era una preocupación que se hizo prioritaria en aquellos tiempos. Este matadero, que estaba a mitad de camino entre Carhué y Epecuén, hoy está en medio de campos que recientemente comenzaron a recuperarse de aquella tremenda inundación”. En lo que era antiguamente la bifurcación del camino entre Villa Epecuén y el viejo cementerio se encuentra la réplica de otro Cristo de Salamone, de líneas rectas facetadas, semejante al que distingue el ingreso de los cementerios de Laprida y Saldungaray, así como el que se encuentra en el oratorio del cementerio de Azul.

Una alegórica e inequívoca hoja de cuchilla en el frente del Matadero de Coronel Pringles.

LAPRIDA Y PRINGLES A unos 450 kilómetros de Buenos Aires, Laprida es otra de las ciudades que más se benefició con las obras monumentales de la dupla Fresco-Salamone. La Plaza Pereyra con su fuente-macetero en el centro, las farolas y los bancos; el Municipio con la gran torre del reloj (más alta que la de la iglesia) que la convierte en referente urbano; el Matadero de líneas simples rematado por una torre tanque de terminación decorativa; el cementerio, con la que se considera la segunda cruz más alta de Sudamérica; el Corralón Municipal de estilo neocolonial: todo forma parte del patrimonio cultural local y se sigue usando con los mismos fines con los que fueron concebidas las obras por Salamone.

También en Coronel Pringles el Palacio de Gobierno, las ramblas y la plaza Juan Pascual Pringles forman una unidad en estilo art-déco. Como en Azul, el matadero recuerda con crudeza la forma de una cuchilla y suele ser incluido entre los imperdibles de la Ruta de Salamone, que en realidad –a falta de itinerarios realmente organizados– cada uno va construyendo a su manera, generalmente a lo largo de distintos viajes porque no hay una verdadera guía que facilite la tarea. O bien por mero azar, al llegar por ejemplo a pueblos tranquilos como Rauch para encontrarse de pronto con el palacio municipal edificado por el arquitecto en sus tiempos de auge.

Lejos de terminar aquí, un viaje que quiera seguir recorriendo la obra de Salamone tiene otros altos escondidos entre los pliegues de la pampa: como los sendos palacios municipales de Guaminí, Tornquist, Vedia, Gonzales Chaves y Pellegrini, este último reflejado en la fuente adyacente y con aires a Metrópolis de Fritz Lang. Y siguiendo con los Mataderos de Balcarce (que antiguamente tuvo una iglesia dentro de su predio) y Guaminí, también hitos de la obra futurista del arquitecto que se pensó a sí mismo como uno de los constructores del sueño de progreso de la pampa. Que lo haya logrado es tema de discusión: en todo caso, después de años de abandono o indiferencia –o tal vez precisamente porque eso permitió conservarla sin desafortunadas transformaciones– su obra es finalmente revalorizada e incluida en el patrimonio provincial, que es también el patrimonio de todos los viajeros que recorren las rutas bonaerenses.

La “monumentalidad wagneriana” del Cristo que custodia la entrada del cementerio de Azul.

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