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Domingo, 28 de junio de 2015
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CHUBUT Nueva temporada en Península Valdés

El baile de las ballenas

Las ballenas francas australes volvieron a las aguas de la Península Valdés, y una vez más se pueden admirar en avistajes que permiten sentirse invitados en su mundo. Son gigantes de hoy, mientras en la cercana Trelew se conocen los gigantes del pasado en el museo Egidio Feruglio.

Por Emilia Erbetta
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Energía pura, el espectacular salto de la ballena en aguas de Puerto Pirámides.

Cuando el lomo rompe el agua y se asoma despacio, desde el gomón semirrígido la ballena parece un monstruo marino, un nahuelito oceánico, una criatura prehistórica. Minutos, segundos antes, cuando se apagó el motor, lo único que veíamos en el agua era algo parecido a una mancha de aceite, provocada por el roce de la cola, que nos marcaba que por debajo de la superficie, en las aguas frías del Golfo Nuevo, nadaba una ballena franca austral. Cuarenta toneladas de grasa, músculo y huesos. Ahora los guías balleneros piden silencio, son cruza de maestros con marineros: mientras educan a los pasajeros en las técnicas del avistaje de ballenas (cómo moverse arriba del bote para que todos podamos ver bien, en qué dirección mirar, cuándo es preciso mantenerse sentados) escanean el agua buscando signos, algunos imperceptibles para el ojo no entrenado, que indiquen si anda cerca alguna de estas criaturas que pueden medir hasta 18 metros de largo, lo mismo que un colectivo urbano. De repente, marcan una dirección: si miramos hacia ese punto, vamos a ver cómo asoma un lomo gris oscuro, con sus callosidades colonizadas por miles de crustáceos que le dan un color blancuzco. Segundos después, otra silueta, más chica pero igualmente enorme, se distingue fuera del agua. La mamá y su cría se dejan ver unos minutos y después siguen de largo. Por unos segundos nadie habla, las ballenas están a unos 30 metros.

Bienvenidos a Península Valdés, el mejor lugar del mundo para avistar ballenas francas australes según National Geographic.

FONDO (PREHISTORICO) DEL MAR Durante 35 millones de años, la Patagonia estuvo debajo del agua: fue el fondo de un océano prehistórico, “el mar patagoniense”, poblado de criaturas que podemos imaginar gracias a los restos fósiles de algunas de ellas, que han sobrevivido a la erosión del viento y del agua. Desde el mar, embarcados para ver a las ballenas, tenemos una vista privilegiada de los acantilados característicos de esta zona de la costa chubutense. Las bardas de la península muestran las marcas de las dos ingresiones marinas como si fueran restos de jugo en un vaso sucio: una parte más blanca y una franja superior más oscura, recuerdo de la segunda vez que esta parte del mundo quedó bajo agua. La península está unida al continente por el istmo Ameghino, que en su punto más estrecho, de cinco kilómetros de ancho, permite ver los dos golfos simultáneamente, uno a cada costado. La RP 2 conecta Puerto Madryn con Puerto Pirámides, el único lugar desde donde salen las embarcaciones autorizadas para hacer avistaje de ballenas. En el paraje El Desempeño paramos para pagar la entrada al Area Protegida Península Valdés (Chubut tiene once áreas protegidas en total y acaba de ser distinguida por la Unesco, que aprobó la declaración de la Reserva de Biósfera Patagonia Azul, la más grande de la Argentina) y 22 kilómetros más adelante estamos en el Centro de Interpretación Carlos Ameghino, donde podemos ver el esqueleto de una ballena franca austral que murió varada en 1985. En el camino, nos cruzamos con ñandúes, maras y algunos zorros.

El chorro en V distingue a la especie, la perseguida “right whale” que buscaban los balleneros
Imagen: Frank Wirth

En Puerto Pirámides, a 99 kilómetros de Puerto Madryn, la temporada de avistaje empieza en junio y se extiende hasta diciembre, aunque el pico más alto de afluencia de ballenas –y de turistas– se da en septiembre y octubre, cuando además de los cetáceos también llegan los pingüinos a la Península Valdés, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1998. En 2008 la provincia de Chubut modificó la Ley de Avistaje, que adaptó las condiciones de las excursiones a las características de las ballenas francas australes, un cetáceo misticeto (es decir, que tiene barbas en lugar de dientes) que llega hasta las aguas que rodean la península para aparearse y parir. En inglés los cazadores las llamaban “the right whale” porque se acercaban tanto a las embarcaciones que eran muy fáciles de cazar y, una vez muertas, la enorme cantidad de grasa las hacía flotar. La caza comercial, prohibida desde la década del 70, las llevó al borde de la extinción: por las bitácoras de los cazadores se estima que, alguna vez, hubo alrededor de 100.000 ballenas francas buceando los mares fríos del mundo. Hoy, ya fuera de peligro de extinción, son alrededor de 5000.

“Las ballenas son sociables y curiosas. Nuestro trabajo y el éxito del avistaje dependen 80 por ciento de ellas y 20 del público. Por eso tratamos de calmar las ansiedades, porque cada avistaje es una experiencia única”, explica Cristian Campos mientras el semirrígido de Whales Argentina –una de las seis compañías que realizan esta excursión en la península– se mete a los sacudones en el Golfo Nuevo. Campos es porteño y tiene 29 años. Esta es su séptima temporada como guía ballenero y, como sus compañeros, tiene barba desprolija, manos ásperas de frío y agua salada, y una comodidad y soltura arriba del bote que contrasta con la torpeza de los que nos ponemos un chaleco salvavidas por primera vez. Para ser guías todos ellos completaron un curso que dicta la provincia después de cumplir dos años como “patrones” de embarcación. Para calmar las ansiedades y ajustar las altísimas expectativas a la realidad, lo primero que él y sus compañeros aclaran cuando subimos al bote es que el avistaje se trata de vivir una experiencia, no de conseguir la mejor foto y que debemos interferir lo menos posible en el hábitat natural de las ballenas: nosotros somos los intrusos que vamos a observarlas mientras ellas se aparean o educan a sus crías. “Estamos en su casa”, insisten. Por eso, el avistaje no implica salirles al cruce ni seguirlas con la embarcación, sino esperar a que ellas decidan acercarse. El motor se apaga y hay que hacer silencio. No estamos en el show de un acuario, no hay saltos ni piruetas garantizados. Hay que entregarse al trance de observarlas sin saber qué van a hacer.

Al timón está Pablo Fioramonti. Para él, el rol de los guías es “acercar el público a las ballenas de una manera responsable”, siempre cuidando que los animales no sean invadidos y garantizando la seguridad de los pasajeros. Presidente de la Asociación de Guías Balleneros, Fioramonti tampoco es “nacido y criado” en Chubut: llegó a Pirámides en 1998, con 20 años, y se quedó. Acá tuvo a su hijo, un nene de 8 acostumbrado a ver ballenas diariamente cuando sale de la escuela, pero que sigue pegando un gritito de asombro cuando ve como una hembra adulta asoma su cabeza para espiarnos. “Hace 15 o 18 años el público era muy exigente o demandante y forzaba un intento de aproximación si la ballena estaba demasiado tranquila y no se mostraba lo que ese pasajero pretendía –recuerda Fioramonti–. Hoy hay un crecimiento notorio en el público, que valoriza el respeto hacia los animales.”

El trabajo de los guías se complementa con el de los científicos del Centro Nacional Patagónico, que aprovechan para estudiar a los animales cada vez que llegan las costas de Chubut. Las ballenas francas australes tienen dos migraciones anuales: una para reproducirse y otra para alimentarse. En estos viajes cubren miles de kilómetros, y para aparearse y parir eligen, entre otros lugares del mundo (como el sur de Brasil), las costas de Península Valdés y Puerto Madryn. #DeJunioaDiciembre, como plantea el hashtag de la temporada, se las puede ver también desde la playa El Doradillo, 15 kilómetros al norte de Madryn, muy cerca de la costa. Durante la primavera, cuando hay mayor cantidad de animales, también se convierten en parte del paisaje cotidiano de Madryn, porque se las puede ver desde la costanera, descansando panza arriba o respirando a través de su orificio nasal, con su resoplido característico.

En verano, una vez que se aparearon o parieron, cuando los ballenatos llegan a los tres meses, las madres y las crías viajan más al sur todavía, hasta las aguas frías de la Antártida y las islas subantárticas, para alimentarse de krill, que filtran por toneladas con sus barbas recubiertas de keratina. Por eso, durante los meses que están en la península, no hay que provocarles gastos extras de energía: necesitan todas sus toneladas de grasa para aguantar varios meses sin comer, o comiendo ocasionalmente copépodos, unos milimétricos crustáceos (más chiquitos que piojos) que sí se pueden encontrar en las aguas de los golfos y que, según descubrió un equipo de investigadoras del Cenpat revisando su materia fecal, son una forma de “alimentación oportunista” que les permitiría a las ballenas recuperar algo de energía.

Península Valdés, el mejor lugar del mundo para avistar ballenas francas australes.
Imagen: Angel Vélez

PERRITOS DE MAR Al amanecer, la lancha sale desde Puerto Madryn y se mete en el Golfo Nuevo rumbo a Punta Loma. Hace frío y el agua promete unos 12 grados. Vamos disfrazados: patas de rana, snorkel y trajes de neoprene que, dicen, nos van a mantener calientes. Cuando la lancha detiene el motor frente a la colonia estable de lobos marinos de Punta Loma, queremos creer en ese calor con todas las fuerzas que tenemos. Unos minutos después somos cinco personas flotando en las aguas frías del golfo. Pero es cierto: salvo por un pequeño escalofrío inicial, nos aclimatamos muy rápido. El traje es incómodo y es difícil aprender los movimientos necesarios para moverse en el agua con esa armadura de neoprene. Después de unos minutos de desesperación, casi sincronizados logramos quedar boca abajo, snorkel afuera, y los ojos fascinados con lo que vemos: el fondo marino, con sus relieves y su vegetación, y los lobitos que vienen a darnos la bienvenida.

Por su tamaño es evidente que estamos rodeados de cachorros: son como verdaderos perritos de mar, bigotudos, con ojos redondos y muy oscuros, que nos abrazan con sus aletitas y nos mordisquean los snorkels y las patas de rana como si quisieran jugar. La experiencia es intensa y distinta a todo: son lobitos salvajes, juguetones y muy curiosos, que no están adiestrados ni reciben alimento a cambio. Una vez más, no estamos en un acuario: la propuesta es tirarse al agua y, como con las ballenas, invitarlos a acercarse, pero que ellos decidan.

LOS OTROS GIGANTES Trelew, a 59 kilómetros de Puerto Madryn, es la segunda ciudad más importante de la provincia, después de Comodoro Rivadavia. Su nombre significa “pueblo de Luis” en lengua de galeses, los primeros colonos que habitaron esta provincia en convivencia con los tehuelches. Pero antes de los galeses y los tehuelches, mucho antes, Chubut fue el patio de juegos de algunos de los dinosaurios más grandes de los que –al menos hasta hoy– se tenga registro. Para conocer cómo fue la provincia antes de que existiera la cordillera de los Andes y cuando el planeta era un gran parque jurásico, está el Museo Palenteológico Egidio Feruglio. El MEF, como se lo conoce, es un lugar para que los chicos se vuelvan locos y los grandes se sientan como chicos: hay numerosos esqueletos de dinosaurios en las salas que forman el museo, que recorren, en reversa, la historia del mundo y en especial de la Patagonia, desde el paisaje que vemos y caminamos hoy hasta las eras prehistóricas. “Antes de que existiera la cordillera, la Patagonia era un área subtropical. Con la formación de la cordillera el viento del Pacífico deja la humedad en los Andes y sigue soplando fuerte y seco hasta la costa patagónica”, explica Paula Ortega, guía provincial, antes de que entremos al MEF. Una vez adentro, la guía del museo la releva con modales de maestra y nos lleva a todos de las narices: “La Patagonia fue tropical, fue tierra de dinosaurios y aquí hubo árboles de 100 metros de altura”, empieza. Quiere impresionar y funciona: a medida que avanzamos por las sala distintos fósiles nos sorprenden, sobre todo las vértebras y el fémur (largo como un hombre adulto) del dinosaurio más grande del mundo, el titanosaurio. Estos fósiles fueron hallados el año pasado en Chubut por los paleontólogos del MEF, que estiman que estos animales dominaron América del Sur hace 95 millones de años y llegaron a medir 40 metros y pesar 80 toneladas: sí, el doble que una ballena franca austral.

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