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Domingo, 8 de noviembre de 2015
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NEUQUÉN Paisajes de Caviahue y Copahue

Burbujas de los Andes

Un viaje cordillerano al lugar donde el agua volcánica bulle bajo los pies. Después de las caminatas por un ambiente árido, con cerros de basalto entre araucarias milenarias en Caviahue, un día de baños en lagunas de fango sulfuroso y microalgas en las Termas de Copahue.

Por Julián Varsavsky
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El trekking a las Siete Cascadas es un viaje en el tiempo entre araucarias milenarias.

Para algunos el paisaje de araucarias del noroeste neuquino tiene “ese no sé qué”. Como para Damián, que viaja a mi lado en el micro a Caviahue y me cuenta su historia: “Soy de Córdoba y hace 14 años mi novia se fue a vivir a Puerto Madryn, cuando se recibió de bióloga marina. Llevábamos nueve años de noviazgo y al mes de irse me llamó diciendo que fuera porque había trabajo. Yo no tenía plata, así que me fui a dedo. Un camionero me preguntó si sabía cebar mate y me llevó. Estaba muerto de hambre y no tenía un peso, así que el hombre me regaló su sándwich y me dejó en una estación de servicio en La Pampa. Allí un señor me dijo que había ido a Neuquén a buscar dos mozos pero consiguió sólo uno. Y me ofreció ir a Caviahue con casa y comida. Al llegar, lo primero que hice fue llamar a mi novia avisándole que en un mes iba a Puerto Madryn para casarnos. Trece años después, aún sigo acá…. El otro día me mandó un WhatsApp diciéndome ‘todavía te estoy esperando, ja ja ja’. Pero yo de aquí no me voy más”.

El micro avanza sacudido por las ráfagas de viento y la RP 26 se convierte en un camino de cornisa que trepa los Andes. A las puertas del pueblo aparece el signo distintivo de Caviahue: el perfil aparasolado de la araucaria araucana, una especie de conífera que crece en un radio de 1000 kilómetros cuadrados, abarcando Caviahue y Villa Pehuenia en la Argentina, y un sector del Alto Bio Bio en Chile.

Las primeras araucarias aparecen sobre el filo de un cerro de basalto cuarteado, recortadas en el cielo malva del atardecer. Damián me dice que viven hasta 1500 años. Quizás este dato me influye, pero tras la ventanilla veo lo que uno imagina habrá sido un ambiente prehistórico, con mucha roca volcánica. En esa vasta desolación la aridez contrasta con el verde de las araucarias, dándole un toque de vida a un paisaje que, sin ellas, perdería mucho de su gracia.

Esta especie de araucaria existe desde hace 110 millones de años y fue contemporánea de los dinosaurios, algunos de los cuales se alimentaban probablemente de su piñón, como lo vienen haciendo los mapuches trashumantes desde hace siglos. Estas coníferas que datan de cuando la Patagonia era una planicie selvática son el último relicto de aquel ambiente rebosante de vida que desapareció al surgir los Andes. Este tipo de araucaria no existe en otro rincón de la Tierra ni se parece mucho a ningún otro árbol: son el toque jurásico en el paisaje, donde no desentonaría mucho la silueta de un gran dinosaurio caminando con sus torpes pasos en la lejanía.

Estas esbeltas coníferas proliferan ya por centenares junto a la ruta: de cerca –con su largo tronco que se ramifica recién en lo alto- remiten a los bosques de hongos gigantes que descubrió Otto Lidenbrock, imaginado por Julio Verne en su Viaje al centro de la Tierra. Las araucarias son el eje vertical, el sostén visual de la singular estética de este paisaje patagónico, único en la tierra.

Un poblador mapuche junto al lago Caviahue, un espejo de 1000 hectáreas de origen glaciario.
Imagen: Julián Varsavsky

LA MONTAÑA QUE LATE Tras una curva aparece la circunferencia casi perfecta del lago Caviahue rodeado de araucarias, al pie de un anfiteatro de montañas: en su margen oeste está el pueblo, con sus casas y hoteles de techo a dos aguas. La lisura inmóvil del espejo acuático refleja las araucarias con la copa hacia abajo, dándole un sentido onírico a la belleza del lugar.

Damián se despide y baja en Caviahue –su lugar en el mundo– mientras nosotros seguimos 17 kilómetros más, montaña arriba, hasta el pueblo de Copahue, a 1900 metros de altura y donde ya no hay araucarias.

Copahue es una aldea termal que vive de y para las termas, a tal punto que cuando estas cierran, también lo hace el pueblo: sus 500 habitantes se van por siete meses y en invierno la nieve sepulta las casas hasta el techo. Vuelven con la primavera, cuando la temporada abre hasta el siguiente 1 de mayo. Su trazado urbano es un cuadrado de siete cuadras por siete, con casas y una veintena de hoteles rodeando el complejo termal y sus lagunas volcánicas.

Hay que decirlo: Copahue huele a azufre. La valoración de los olores es quizás una construcción cultural: de todas formas uno termina acostumbrándose a cualquier aroma y lo naturaliza. Pero al partir llevaremos el azufre en la ropa –incluso la lavada– por varios días.

Sin el azufre el pueblo no sería lo que es: un lugar de “sanación” usado desde hace siglos. Y es por el azufre –entre otros minerales– que se viene aquí, al pie del volcán Copahue, donde los azares de la naturaleza han creado las mejores termas del país y una de las efectivas del mundo. Muchos japoneses, un pueblo fanático de las termas, vienen a este lugar remoto, y hay una señora que llega todos los años desde la Islas Canarias. El conjunto es único por la calidad y variedad del agua de sus lagunas, todo concentrado en un mismo lugar.

Al caminar por las calles el pueblo completo parece estar sobre una masa de agua en ebullición: en varios lugares hay fumarolas con vapores sulfurosos que salen a presión como géiseres, incluso en algunas veredas.

El multicolor Salto del Agrio revela la composición mineral de las aguas de la región.

AL AGUA Una vez instalado en el hotel camino hasta el centro termal y lo distingo a la distancia por su blanca humareda de vapores sulfurosos. El primer paso es una exhaustiva entrevista médica, preventiva –para evitar contraindicaciones– y terapéutica en el caso de personas con problemas de salud. La distinción es importante porque cada vez más vienen aquí parejas jóvenes y sanas en viaje de relax, al que agregan tratamientos de belleza y antiestrés.

El médico receta una serie de actividades y limita las inmersiones en el agua y la excesiva exposición al barro. Cada uno elegirá su propio menú en función también de los costos respectivos. Es importante saber que este no es un spa de lujo –ni podría serlo por el asedio de la nieve y el azufre a las instalaciones– sino un centro orientado a la salud, valioso por su efectividad.

Por puro gusto me voy directo a la laguna “estrella” del complejo: la del Chancho, un nombre exento de elusivas formalidades marketineras. Huele un poco a huevo podrido, pero es azufre. Es de color gris, casi plateado, según cómo dé el sol. La superficie burbujea y me meto de a poco, con desconfianza, en las aguas barrosas. Es un fango muy suave, agradable al tacto. Pongo un pie justo donde brota un chorrito natural de agua que viene desde el fondo del volcán y me quemo casi como si hubiera pisado un cigarrillo. Pero no quedan marcas. Estas aguas sulfatadas –siempre a 35º– son un alivio para enfermedades reumatológicas y de la piel como la psoriasis.

A mi lado conversan dentro del agua una señora mayor y una veinteañera. La primera dice: “Vos sos joven y venís a disfrutar; en cambio nosotros venimos a recauchutarnos”. La muchacha asiente y agrega: “A mí no me duele nada pero me hago chapa y pintura”.

Agarro fango del fondo y me unto piernas, brazos, el pecho y la cara con cuidado de que no entre en los ojos. Entonces saco el torso del agua para asolearlo, tal como me indicó el doctor: así actúa mejor el fango sobre la piel, dejándola sedosa por varios días. Nos miramos unos a otros y parecemos estatuas vivientes de zombis con los brazos extendidos fuera del agua: el viento sopla y hace frío. Luego de 20 minutos es hora de partir a darnos una ducha radical, a presión, para sacarnos hasta la última partícula visible de azufre: igual quedarán las otras. Al salir el relax es total.

Una tarde salimos a caminar por un sendero hasta la hoyada de Las Maquinitas. Nos acercamos por una pasarela de madera junto a fumarolas y respiraderos: una nube de vapor sube por la ladera. El agua bulle con fuerza creando charcos burbujeantes con un sonido constante que remite a una máquina a vapor. De abajo de unas rocas brota una fumarola y me recuesto a respirar ese aire que limpia las vías respiratorias, como en un baño finlandés natural (lo mismo se hace en una sala del centro termal). Pero aquí uno viene a curiosear un paisaje dantesco con agua circulando a toda velocidad bajo nuestros pies, mientras pugna por escaparse a través de una fisura: este infrecuente barranco parece un aliviadero de los infiernos.

Las Maquinitas de Copahue, un complejo natural que se diría un aliviadero de los infiernos.
Imagen: Julián Varsavsky

EN TIERRA MAPUCHE Luego de tres días en Copahue bajamos a instalarnos en Caviahue. La primera mañana vamos de trekking al circuito de las Siete Cascadas, que también se puede hacer en auto. Un taxi nos ahorra dos kilómetros de caminata por la ruta.

El sendero asciende con pendiente mínima en medio de un bosque milenario de araucarias. Avanzamos en soledad y a los 15 minutos aparece la cascada Basalto cayendo por una pared volcánica. El sendero está señalizado y seguimos hasta la cascada Culebra –en la que el río nacido en el volcán parece viborear– para descender con cuidado entre grandes rocas hasta el pie del salto. Allí descubrimos que detrás de la caída de agua hay una especie de pasaje y nos damos el gusto de caminar por debajo, casi sin mojarnos.

La siguiente cascada mide 20 metros y tiene el gráfico nombre de Cabellera de la Virgen. El sendero tiene en verdad una veintena de saltos pero, luego de dos horas de caminata, decidimos parar y hacer un picnic bajo una araucaria que por sus 20 metros de altura debe tener unos 1500 años de vida. A lo lejos un poblador mapuche a caballo se pierde solitario en la inmensidad.

Acaricio la dura corteza de la araucaria, resistente al fuego, razón por la que estos bosques han sobrevivido a las explosiones volcánicas sin extinguirse. En el suelo se dibuja su sombra con forma de sombrilla y meditamos acerca de la verdadera dimensión del pedacito de tierra donde estamos sentados tomando un té.

Esta misma sombra que nos protege ya se proyectaba el día en que depusieron al último emperador romano de Occidente, Rómulo Augusto, en el 476 d.C, o cuando Colón descubrió América sin saberlo, y mientras Armstrong dejaba su huella en la Luna. Al pie de esta suerte de eslabón perdido del reino vegetal encontramos una refinada parábola de la eternidad. Lo extraño es que esto se respira en el aire y, al acariciar la rugosa corteza, lo podemos palparz

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