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Domingo, 24 de enero de 2016
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CHILE > Sabores del valle del Elqui

El pisco de Don Rigoberto

Al oeste de La Serena, esta región de clima seco y cielo diáfano es famosa por la producción de vinos generosos, aguardientes y sobre todo pisco, elixir de alta graduación que va de la transparencia al color ambarino. En una curiosa finca local, su nacimiento se asocia a los epitafios y el curioso sentido del humor de su propietario.

Por Graciela Cutuli
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El patio externo del fundo Los Nichos, la bodega artesanal más antigua en funcionamiento en el valle del Elqui.

Fotos de Graciela Cutuli

En los orígenes de Pisco Elqui, un pueblito sumergido en el bellísimo valle que se extiende hacia las montañas al oeste de La Serena, hay cierta vacilación de toponimia.

Antiguamente conocido como La Greda, ya que se encuentra ubicado a unos 1300 metros de altura en la Quebrada de la Greda (y de hecho la artesanía en cerámica es una especialidad local), en 1873 los vecinos se pusieron de acuerdo para cambiarle el nombre y lo bautizaron La Unión, en homenaje a la solidaridad demostrada durante una epidemia de viruela. Pero no sería el último cambio: en 1936, por iniciativa de un grupo de diputados, el pueblo fue nombrado Pisco Elqui con el objetivo -según rezan los documentos de la época- de que el pisco chileno fuera asociado definitivamente a un lugar de origen.

El objetivo se logró con creces. Casi un siglo después, la producción vitivinícola del valle está indisolublemente ligada a esta bebida cuyos orígenes se disputan peruanos y chilenos, pero que nació probablemente mucho antes de que existieran las fronteras actuales entre ambos países. Entre los pliegues de las montañas, entre retazos de verdes viñedos y ríos que corren turbios o cristalinos según los caprichos naturales, hay muchas historias que contar. Bien lo hizo Gabriela Mistral, hija dilecta del pueblo, al decir que “donde el elquino halla tres dedos de greda, aunque sea mala, y posibilidad de agua, allí pone lo costoso o lo fácil: durazno o vides”. Pero entre los sembradíos y alambiques de Pisco Elqui se esconden -además de prosas literarias y de la Casa Rosada, la mansión del hombre más rico de Chile- otras rarezas que vale la pena conocer al cruzar el cancel del fundo Los Nichos.

La mesita donde Don Rigoberto recibía a sus amigos, entre nichos con botellas de bebidas espirituosas.

LOS NICHOS DE DON RIGOBERTO Inicialmente artesanal, y transmitido de padres a hijos, el cultivo de las vides en el valle del Elqui comenzó a prosperar a partir del siglo XVIII, cuando se introdujeron las primeras tecnologías de elaboración de vinos y aguardientes. Algunas décadas más tarde, con una producción ya consolidada, empezaron a llegar los primeros reconocimientos internacionales para una actividad que pronto vio fusiones, nacimientos de nuevas marcas y la designación oficial de una denominación de origen.

Corría entonces el año 1931 y el fundo El Aparejito, fundado por don José Dolores Rodríguez Callejas, ya acumulaba años de experiencia desde la construcción de su primera cava en el año 1868. Entre sus doce hijos sería el séptimo, Rigoberto Rodríguez Rodríguez –tres R que habrá que recordar– el impulsor definitivo de la obra de su padre y un innovador con todas las letras. El niño serio de cabello ondulado que muestran las fotos de época se encargó de la apertura de un canal para habilitar nuevos terrenos de cultivo de vid en los faldeos del cerro; y sobre todo abrió en la bodega familiar pequeñas cavidades muy semejantes a nichos de cementerio, donde los vinos quedaban perfectamente protegidos de los cambios de temperatura.

Ya adulto, Don Rigoberto forjó un carácter particular que tendría influencia definitiva en el negocio que era su especialidad. Lector ávido de los escritos de Galileo Galilei, de Dante y la Divina Comedia, de Shakespeare y Hamlet, se había convertido en un pensador libre que también practicaba el arte de la pluma y amaba la música. Todos los ingredientes necesarios para animar las mejores tertulias del valle del Elqui, siempre en compañía de amigos y, naturalmente, de abundantes libaciones. No supo sin duda de corsés ideológicos, porque su falta de práctica de la religión católica no le impidió financiar la construcción de la iglesia del pueblo, por entonces aún llamado La Unión. Y mucho menos de la falta de sentido del humor, que prodigó en abundancia redactando para sus visitantes los epitafios que hoy se pueden leer al bajar a la cava durante las visitas guiadas que el establecimiento ofrece desde el mediodía hasta la media tarde. El plato fuerte de las visitas son, precisamente, esas cavidades que guardan vinos y que hoy dan nombre al fundo Los Nichos: un misterio resuelto, entonces, el del nombre. Pero aún queda bastante por contar.

Algunos productos premiados nacidos de las uvas cultivadas sobre terrazas incaicas.

DE VINO Y NÉCTAR Moscatel de Alejandría, moscatel rosada, Pedro Jiménez, son algunas de las principales variedades que se utilizan en la elaboración del pisco en el fundo Los Nichos, que mantiene el tradicional ensamblado de variedades. “Aquí no se ha hecho aún pisco de un solo varietal”, explican los guías apenas se deja el umbral de la bodega, la más antigua de las artesanales aún en funcionamiento en el valle y la de más historia en la guarda de destilados. “Nuestros viñedos –agregan- están sobre terrazas incaicas, el agua es de canal, y como crecen malezas bajo las parras esto provoca la entrada de insectos, que a su vez comen las bacterias que amenazan la moscatel. Eso obliga al productor a meter ovejas una vez por mes para desmalezar y se forma así toda una cadena orgánica”.

Pero las técnicas antiguas se mezclan con las nuevas: “Aquí la innovación es la cava subterránea para guardar los toneles. Como tumbas, o nichos mortuorios, porque Don Rigoberto –que era masón y jugaba mucho con los muertos vivientes- traía a la gente a probar los vinos hasta que sus visitantes perdían conciencia de lo apolíneo y empezaba a aparecer lo dionisíaco. Era entonces que se soltaban las lenguas y él se dedicaba a escribir los epitafios de sus vecinos”. Su objetivo no era una mera borrachera, sino llevar al conocimiento: “Aquí –decía- no entrada nadie hasta que muera”. Y esa muerte virtual, nacimiento de la apertura a una nueva sabiduría, era pisco mediante. Buena habrá sido la experiencia si, como rezan las paredes de la cava, “los que en la vida bebieron los vinos de esta bodega, vuelven desde el más allá en las noches apacibles a añorar sus borracheras”. Y más aún: “Los momentos felices de la vida, desechando las penas y amarguras, los placeres, las dichas y alegrías, se recuerdan también desde ultratumba”.

La visita a la bodega, que tiene vista a los viñedos y recorre los antiguos y nuevos alambiques, tiene precisamente en la cava su mejor momento. Paso a paso los visitantes se internan por la bajada al mundo subterráneo donde se guardan las botellas y los recuerdos de Don Rigoberto: allí están la mesita con patas en forma de triple R que recuerda sus iniciales; las banquetas donde se sentaban sus amigos; los nichos semicirculares que albergan vinos dulces y piscos. Y, por supuesto, las falsas inscripciones mortuorias, las citas literarias y los dibujos que cubren las paredes por doquier y le otorgan el aire místico a la leyenda del fundo. El propio creador de este particular universo tiene el suyo, redactado por sus amigos: “Fue Don Manuel Rigoberto / de estos nichos hacedor / y enterró a muchos vecinos / de este valle productor. / Murió por fin de la cura / más madre que se pegó / y llegó a la sepultura / sin saber quién era Dios. / Por eso que en el cielo / como un castigo de nota / de sus vinos exquisitos / no le darán a probar ni gota”.

Quién sabe si, a modo de represalia por tan injusto castigo, es el propio Don Rigoberto el fantasma que aparece en una foto tomada al azar por un visitante, y que hoy se muestra –entre la duda y la convicción pero siempre antes de quedar aunque sea mínimamente alterados por una degustación- en el local donde la finca vende sus exquisitos licores, entre los más famosos del valle del Elqui.

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