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Domingo, 20 de marzo de 2016
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CORRIENTES Parque Nacional Mburucuyá

Fruto de una pasión

En la ecorregión de los Esteros del Iberá, pero con características propias que completan el panorama de los ricos humedales del noreste argentino, visita a los senderos de un área protegida que “tiene payé” y donde es posible encontrarse con una asombrosa avifauna y coloridas flores. Sin olvidar los sabores correntinos.

Por Graciela Cutuli
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Artesanías correntinas acompañan el “payé” de los guías del Sendero Ñandé Ivy Porá.

Un largo día de calor acaba de quedar atrás. Sopla en la noche una brisa refrescante sobre las mesas puestas afuera, iluminadas por algunos faroles, del Club Unión Mburucuyá: los reflejos recaen también sobre las bandejas donde abundan la mandioca frita, la sopa correntina, chicharrones trenzados, empanadas de charqui, chipacitos y bifes de pollo con polenta de choclo.

La cena salió de las manos mágicas de Gisela Medina, la cocinera del club-institución de la ciudad más chamamecera de Corrientes, donde se puede venir a hacer las cuatro comidas y disfrutar de algo que ya casi no existe: “Las comidas de la abuela”, resume Gisela, que se toma el tiempo de explicar a los comensales la elaboración de cada plato con su historia. El chipá mbocá, por ejemplo, es hueco porque se enrolla en una caña cuando se lo cocina a las brasas. El quibebe es una polenta de zapallo menos elaborada que la de choclo, con el agregado de maicena para darle suavidad. La polenta de choclo a su vez se hace «rallando el maíz crudo y salteando cebolla y morrones, mezclando todo con el agregado de agua y leche, y cocinando lentamente hasta que pierda el sabor a crudo. El toque final va con un queso criollo». Un shock de energía para aquel estilo de vida que implicaba levantarse al alba y tomar un desayuno poderoso para salir a exigentes los trabajos del campo: lo explican Jorge Mazzochi y Adolfo Cardozo, guías especializados en Corrientes y los Esteros del Iberá, con base en la capital provincial, con quienes venimos de un día de recorrida por el imponente humedal floreciente de fauna. Mañana, bien temprano, será hora de partir para completar el recorrido en otro costado del paisaje correntino, que se parece mucho pero la vez ya empieza a ser distinto: es la región que se preserva en el Parque Nacional Mburucuyá, creado hace 15 años para proteger el ambiente más típico del noroeste correntino.

El delicado y vistoso mburucuyá, la flor de la pasión, se descubre entre la abundante vegetación que bordea los senderos.

HERENCIA PARA TODOS Mburucuyá dista 25 kilómetros de la entrada del Parque Nacional (y 147 de Corrientes capital). Las más de 17.600 hectáreas del área protegida encierran una historia de pasión por la naturaleza y voluntad de compartirla, que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial cuando el botánico danés Troels Pedersen vino a nuestro país con la misión de hacerse cargo de un campo comprado por su padre muchos años antes. Empezó así un trabajo de décadas, durante las cuales Pedersen realizó un inventario de cientos de flores y especies vegetales –algunas hasta entonces desconocidas– y que finalmente concluyó con la donación de las tierras donde habían funcionado las estancias Santa Teresa y Santa María para la creación de una reserva. Una acción generosa para con las generaciones futuras que no deja de recordar el ejemplo inicial del Perito Moreno en la Patagonia, y más recientemente el intenso trabajo de recuperación ambiental de Douglas Tompkins en los Esteros del Iberá, en tierras también destinadas a convertirse en un santuario de protección para la fauna y flora ante el avance de la frontera agrícola.

Mburucuyá, el dulce nombre del Parque Nacional, es la denominación guaraní de la flor de la pasión o pasionaria azul, una planta trepadora sudamericana de corola blanca y filamentos violetas favorecida por el clima tropical. Aquí y allá la veremos, perfumada y resplandeciente entre la vegetación correntina, a medida que avancemos por los senderos que llevan entre los montes y palmares hacia las lagunas. Como en otras partes del Iberá, en Mbucuruyá el Conservation Land Trust (CLT) de Tompkins trabaja en proyectos de conservación y en lograr el emponderamiento de las comunidades locales. “Esta es una buena época –comenta Abel Fleita, que coordina la comunicación para el Parque Nacional y nos lleva hacia el ingreso atravesando el único arroyo del recorrido– porque siempre se recomienda venir cuando hace menos calor. Cuando se visita este lugar hay que tener en cuenta que se fue recuperando lo que fue antiguamente una estancia ganadera, para entrar después en un mogote donde ya cambia la típica vegetación del pastizal con palmares”. Estos mogotes, cuya flora se parece a la de las selvas aledañas a los ríos mesopotámicos, toman aquí la forma de isletas: en primavera, cuando se torna rosa la copa de los lapachos, se vuelven de pronto una gran fiesta natural en flor.

La fauna no se hace rogar: cerca del arroyo se posa un martín pescador y aparece pegado al suelo el hocico oscuro de algunos yacarés negros. Son comunes en la zona, como los federales de brillante pecho rojo y el más esquivo yetapá de collar, la “figurita difícil” que sueñan capturar los fotógrafos y avistadores de aves. Carpinteros, urracas, arañeros, pepiteros y reinamoras se dejan ver u oír en el monte; con algo de suerte se pueden divisar también algunos rápidos ñandúes.

Los terrenos de la antigua estancia tienen dos senderos principales: Che Roga, peatonal y abierto entre palmares jóvenes, con lagunas y galerías de montes de laurel; y Santa Lucía, que llega hacia un amplio punto panorámico visible desde un muelle de madera. Son fáciles de transitar, con botas o descalzos cuando toca un suelo muy húmedo. En el mirador, es el momento de detenerse un rato y dejar que la naturaleza hable: se oye el grito del ipacaá y vuela una garza mora, se agitan entre las plantas acuáticas las jacanas, y un poco más lejos se eleva un caracolero con los consabidos caracoles en el pico. No los veremos sino en un afiche preparado por Parques Nacionales, pero –tal como señalan los guardaparques- bajo el agua hay dorados, tarariras, dientudos paraguayos y peces pulmonados, una auténtica rareza.

Sendero que lleva hacia uno de los miradores del Parque Nacional, donde el paisaje se abre hacia una extensa laguna.

HACIA LA CAÑADA FRAGOSA Si la naturaleza de Corrientes impresiona por la exuberancia, el encanto de su gente no se queda atrás. Dicen que es el “payé”, esa palabra misteriosa del guaraní que brota del suelo de la provincia, un hechizo que atrapa al que lo pisa y le crea una nostalgia permanente por este mundo de tierra y agua que se entrega generoso. Un poema con versión chamamecera –¿hay algo mejor que escucharlo en Mbucuruyá?– confirma que “Corrientes tiene payé: “Y si no, que nos lo digan / las flores de su vergel, / sus lapachos y azahares / mburucuyáes e irupés, / sus estrellas federales, / su jazmín magno y también / aquella blanca sultana / que hace en febrero al nacer / exclamar a quien la huela… ¡Corrientes tiene payé!”.

En compañía de Sergio Juárez, Tamara Medina y David Romero, partimos una tarde desde Mburucuyá para recorrer el Sendero Ñandé Ivy Porá. Son unos 3000 metros, que se pueden completar en cuatro horas… o muchas más, si se va –como vamos– sin prisa y sin pausa explorando el cielo y los pastizales en busca de aves. Sergio, Tamara y David son oriundos del pueblo y los mejores guías de sitio que uno podría esperar, apasionados de esos pájaros que aprendieron a reconocer y enseñan a distinguir al vuelo a medida que avanzamos por el sendero, que arrancó con un proyecto del Instituto de Turismo y cumplirá su primer año el próximo 1º de mayo. Entre paso y paso, entre catalejos y cámaras fotográficas, se van desandando las leyendas correntinas que surgen de la propia experiencia de la naturaleza. “El camino –cuenta David, señalando el mirador instalado en lo que fue un viejo molino– nació como alternativa para esos días de lluvia en que no se puede acceder al Parque Nacional”. Y no se queda corto, porque andan por aquí 135 especies, entre ellas capuchinos boinanegras, cachirlas doradas, mirasoles grandes, monjitas dominicas. De baja dificultad, el camino ofrece ambientes de bosque, pastizales de paja colorada y lagunas antes de terminar en la Cañada Fragosa: “Esa diversidad hace que haya distintas especies en un trayecto no muy extenso y sin alejarse del pueblo”, observa Sergio, agregando que el trayecto se puede hacer en carreta, a caballo y en caminatas bajo la luna llena. En cada temporada del año, como en cada hora del día, renueva su encanto. Como dice el chamamé: “¡Ah! cañada de mis recuerdos / que a mis años mozo enseñaste / que es más bello aún el paisaje / cuando se piensa sólo en amor. / Por eso yo canto acá / los cuatro amores que tuve: / la guaina, el potrillo aquel, / Cañada Fragosa en Mburucuyá”.

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