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Domingo, 28 de agosto de 2016
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BRASIL > Dunas y playas en la ciudad del fuerte

Buzios en baja intensidad

Cabo Frío, cercano pero menos transitado que la conocida península carioca, ofrece una costa espaciosa tejida por pequeñas dunas de arena blanca. Apartada del turismo for export, la sexta ciudad más antigua del país posee una cómoda y variada infraestructura y desde un muelle cercano se puede llegar en barco a la reserva ecológica Praia do Farol o a la agreste Praia do Forno.

Por Inés Barboza y Emiliano Guido
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Colores tropicales en las embarcaciones pesqueras y las dedicadas al traslado de turistas.

El informativo de Cabo Frío actualiza la sensación térmica… del mar. Evidentemente en Brasil, dueño de una inagotable plataforma marítima, la temperatura de las olas es parte de la cotidianidad mediática. En esta ciudad próxima a la más marketinera Buzios, la temperatura del océano que baña la costa puede llegar a los 20 grados en un día cualquiera de julio, aunque su nombre pueda presuponer un clima gélido. Cabo Frío cuenta, además de la providencia climática carioca, con playas espaciosas, cercada por dunas de una arena blanca y luminosa, semejantes a las que se hallan en el nordeste brasileño. Otra diferencia más con el concurrido balneario donde está inmortalizada en una estatua la estrella Brigitte Bardot.

Cabo Frío no es sólo agua, sol y sombrillas. En principio, es una de las ciudades más antiguas del Brasil, la sexta en ese listado. La huella arquitectónica más significativa de su peso histórico es el Fuerte de Sao Matheus, construida por el imperio portugués para avistar y protegerse de piratas hace casi cuatro siglos. En todo este tiempo, la ciudad giró económicamente alrededor de la industria pesquera y de la explotación de sal. Parecía que en un diálogo zonal tácito la recepción de extranjeros había quedado reservada para el poblado de pescadores de Buzios. Hoy, adaptándose a la primacía del sector servicios, Cabo Frío está volcando su vitalidad comercial hacia el turismo doméstico, al ciudadano en ojotas que porta reales, si bien todavía no está en la góndola de las grandes agencias de turismo internacional.

La amplia y bien iluminada rambla principal, volcada sobre la extensísima Praia do Forte (que toma su nombre del fortín ya mencionado), colinda con un contiguo transcurrir de hoteles cuatro estrellas y edificios medianos de amplios balcones, todos con pileta incluida. La ciudad posee, entonces, una infraestructura no tan ligada al imaginario que asocia el alojamiento verdeamarelho con las típicas posadas bucólicas. El perfil del lugar es más tradicional. Hay, en definitiva, menos pose y más estructura, en un catálogo de virtudes bien amplio: variedad en la oferta habitacional, paseo comercial con precios bajos y, por supuesto, playas de ensueño, de agua y costa tan claras y calmas como las del Caribe.

Arena blanca y mar templado, lo mejor del imaginario playero brasileño en un litoral que le compite a Buzios.

SURFEAR, NADAR, BRONCEAR Cada playa de Cabo Frío tiene su propio idioma. Las más cercanas al centro, no tan entradas en mar abierto, poseen un oleaje más tenue. Por el contrario, Praia do Peró, a unos cinco kilómetros de Praia do Forte, cuenta con un mar más encrespado. Acá convergen los hombres y mujeres de neoprene, ya sea para practicar surf o, previa presentación de papeles que certifiquen un buen estado de salud, unas horas de buceo. Pero en todos estos sitios, incluso en Praia Sao Bento, la mejor orientada para disfrutar de la letanía que ofrece el sol desplomándose sobre el horizonte, hay margen suficiente para hacer pie con sombrillas, pareos, lo que usted más desee.

Es decir, no está presente el bullicio que existe en otros destinos playeros cercados por paradores estruendosos y el desfilar continuo de vendedores de todo tipo. Además, en cualquier punto de la costa de Cabo Frío, lo que es una constante desde Florianópolis a Fortaleza, es posible zambullirse en la arena sin transportar nada previamente. Por sólo veinte reales (85 pesos) es posible alquilar mesa, sillas y algún resguardo que asegure un poco de sombra en el momento indicado.

Además del brillo de sus playas de arena blanca, de una textura rugosa y cerrada, ideal para largas caminatas, Cabo Frío cuenta con un imán que asegura visitas regionales, nacionales y extranjeras que no buscan, precisamente, dorar sus rostros clavando la vista en el cielo. Ya sea en el shopping Park Lagos, o en la populosa Rua Das Biquinis, pariente cercano por su fenotipo comercial del Once porteño, la ciudad carioca es una vitrina a cielo abierto de ofertas imbatibles, sobre todo en el rubro ropas y calzado.

“Sabes cuánto pague estas plataformas, las enterizas estaban regaladas, compré ojotas para todos mis sobrinos”, comenta a sus pasajeros de excursión una señora argentina de pelo corto y oscuro. Sus manos sostienen precariamente un enjambre de bolsas con diferentes logos. Su marido, un remisero córdobes, se jacta de haber comprado zapatillas de primera marca por treinta dólares. No se ufanan de algo incierto. Todos los días varias agencias de la vecina Buzios organizan traslados de compras a Cabo Frío, famoso por sus precios off. La visita –entre la ida y vuelta, la suba constante de pasajeros, más una pequeña estancia en la playa– demora casi todo el día. Por eso, al momento de poblar la valija, es más conveniente jugar de local y parar directamente en Cabo Frío. De la playa al shopping, y del shopping al mar cristalino.

Cabo Frío tiene su propia gruta azul, donde las parejas que se besen lograrán amor eterno.

ARRECIFES, GRUTAS, BALLENAS A treinta minutos de Cabo Frío hay un pequeño poblado llamado Arraial do Cabo. Cuando Cabo Frío era fortaleza militar de la corona portuguesa, Arraial funcionaba como el puerto principal de la zona para el recibo, y posterior subasta, de los esclavos africanos. En la actualidad, el paraje satelita turísticamente alrededor de Cabo como su planeta paradisíaco más cercano. Sus playas son bien agrestes, están encorsetadas por montes verdosos de base rocosa, y su arena pálida destella tanta luz –cuando el cielo no se cierra– que hace casi obligatorio el uso de lentes de sol.

Aquí no hay ofertas textiles por las que pujar, la idea es conocer dos de las mejores playas del mundo según un conjunto de rankings recientes elaborados por comunidades de turistas o revistas especializadas, que han ubicado a Praia do Forno y a la reserva Praia do Farol como la materialización en la tierra del edén. A la primera se puede llegar caminando un largo sendero, de unos veinte minutos, que comienza en el puerto y termina caracoleando un morro empinado. Su arena tiene tintes rojizos, como los de un horno (forno, en portugués) recién encendido. La panorámica abierta del lugar de mansas aguas, con sus botecitos de colores estacionados meciéndose, es ideal para degustar el plato de ostras fresquísimas, servidas en un colchón de hielo y regadas con mucho limón, que sirven los vendedores que caminan la playa.

Sin embargo, una buena alternativa para disfrutar de Praia do Forno, con unos minutos de snorkel incluido, es partir en excursión marítima desde el pequeño y encantador muelle de Praia dos Anjos, a quince minutos del punto más céntrico de Arraial do Cabo. En ese lugar, embarcaciones de todo tipo y tamaño ofrecen más o menos lo mismo: un paseo de tres horas y media para conocer, nadar y disfrutar de las playas que circundan la zona. El viaje se adentra en mar abierto. Por eso, luego de que el capitán muestra la Gruta Azul (un espacio breve que el mar ahuecó en una formación rocosa donde sólo pueden adentrarse pequeñas lanchas), y tras conocer la leyenda que asegura amor eterno a las parejas que se besen en el lugar, es posible avistar el baile encorvado de delfines o el perfil acerado de las ballenas.

Cuando el sol baña como una lanza y de forma vertical a todo Arraial, los barcos se detienen cerca de la reserva ecológica Praia do Farol, una playa desierta, custodiada por la Marina de Brasil y a la que sólo se accede desde el mar. En ese momento, cada turista posee sus cuarenta minutos de vida a lo Robinson Crusoe, para simplemente contemplar el encantamiento de esa isla blanquecina decorada por una vieja y enorme higuera que, según cuentan, fue testigo de las travesías de Américo Vespucio. Las embarcaciones no tienen donde anclar; entonces, cada pasajero llega caminando desde el agua, mojado desde la cintura y sosteniendo sus pertenencias con una mano alzada. La playa es una pequeña ensenada, no hay olas y el agua es sumamente transparente y de tonos turquesas. Es el momento ideal para sacar fotos pero, también, para desprenderse de todo. Sentar en la arena la mochila traída desde el barco y dejar clavada la mirada en un horizonte limpio, impar, casi celestial.

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