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Domingo, 6 de noviembre de 2005
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TURISMO GOURMET - Los cafés europeos

Un cafecito en Roma o en París

Tomarse un capuchino en el Viejo Continente, desde Lisboa hasta Viena, pasando por París, Madrid y Roma, mantiene viva la tradición de aquel elixir que, como decía Talleyrand, es “negro como el diablo / caliente como el infierno / puro como un ángel / dulce como el amor”.

Por Graciela Cutuli
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El Procope es el café más antiguo de París: data del siglo XVII.

En los cafés se hizo parte de la historia de Europa. Y es una parte no menor, que va desde el planeamiento de revoluciones hasta la difusión de nuevas filosofías dispuestas a hacer tabla rasa de todas las ideas anteriores. Si antaño eran lugares reservados para hombres, donde se bebía café y bebidas alcohólicas, hoy en día se han transformado en puntos turísticos donde late todavía el placer de pasar el rato frente a una taza de brebaje humeante y oscuro, capaz de despertar en el gusto y el olfato sensaciones tan poderosas como las que provocaba en Marcel Proust el aroma de una taza de té. Sin embargo, detrás de los ritos y las tradiciones de los cafés europeos, elegantes como el Greco de Roma, antiguos como el Procope de París o exquisitos como el Sacher de Viena, hay toda una historia que empieza mucho más lejos, en los cafetales de Africa, Asia y Sudamérica.

Puro café

De las muchas variedades de la planta de café, hay tres que son las más apreciadas y cultivadas: la coffea arabica, la canephora y la liberica, que remontan sus orígenes hasta las leyendas que las nombraban como un regalo de los dioses. Según Las Mil y Una Noches, sus propiedades fueron descubiertas por un pastor sorprendido de ver el estado de excitación en que quedaban sus cabras después de probar las bayas rojas de un arbusto de las montañas de Yemen. Los monjes de un convento cercano, al tanto del secreto, habrían sido los primeros en preparar infusiones y tostar accidentalmente los frutos del café. Para los musulmanes, en cambio, el café fue ofrecido por el arcángel Gabriel a Mahoma, que sentía desfallecer sus fuerzas, como un regalo de Alá, “tan negro como la Piedra Negra de la Meca”.

Desde entonces el café recorrió un largo camino, sumando aficionados y auténticos fanáticos. En 1732 Bach escribió la Cantata del café N° 211, en homenaje a la “kaffemania” que invadía Alemania, y se cuenta que Beethoven era tan amante de la bebida que, con toda puntillosidad, exigía que se le colocaran exactamente sesenta granos por taza. Voltaire, que tomaba todos los días cincuenta tazas de café mezclado con chocolate, no se quedaba atrás, mientras Luis XV se entretenía cultivando café en un invernadero de Versailles, para luego cosecharlo, tostarlo y moler los granos personalmente; toda una proeza para el frío clima parisiense. Y un siglo después Balzac, según se dice, bebió 50.000 tazas de café durante la redacción de su monumental Comedia Humana. “Sueño –decía el novelista– con crear un café sobre los bulevares, cerca de la Opera, donde bien vería a George Sand en la caja.” Un sueño compartido sin duda por millones de personas que en el mundo no pueden comenzar el día ni terminar la tarde sin una buena taza de café.

París, siempre París

Elegantes, bohemios o lujosos, los cafés de París tienen un encanto especial. Encanto generalmente impregnado de un fuerte aroma a cigarrillos negros, que se burla de las prohibiciones con carteles como los que dicen “sector casi no fumador”. El más antiguo de todos es el Procope, fundado en 1686 por el siciliano Francesco Procopio dei Coltelli, que encontró su público sobre todo entre el mundillo literario y artístico de la época, con muchos habitués entre los actores de la Comédie Française. Hace unos años, el Procope fue renovado al mejor estilo del siglo XVIII, y se enorgullece de seguir siendo uno de los más tradicionales cafés parisienses. Entre los más elegantes se encuentran además Angelina, el café del Hotel Meurice –sobre la Rue de Rivoli, frente al Louvre–, que tiene la reputación de servir el mejor chocolate de París, y el Grand Café art nouveau del Boulevard des Capucines, donde en 1895 los hermanos Lumière proyectaron por primera vez imágenes de cine. Muy cerca, enfrente de la Opera Garnier, se levanta el Café de la Paix, cuya decoración se le debe al mismo arquitecto que construyó la ópera. Totalmente diferente, pero siempre en el mismo barrio, es posible acodarse un rato en el Harry’s Bar, donde solían tomar algo más que café Ernst Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. En verdad el recorrido por los cafés de París podría no terminar nunca, de salón en salón y de terraza en terraza, sobre todo en las coloridas y bohemias en torno de la Place du Tertre –en Montmartre–, pero antes de sacar pasaje rumbo a otra capital europea hay que pasar por lo menos por los dos cafés célebres de los años ’50: el Deux Magots y el Flore, en Saint-Germain-des-Prés, sobre la mítica “Rive Gauche”. Están a corta distancia uno de otro, pero en verdad hoy son puntos de convocatoria turística y no intelectual: los tiempos de Sartre, Hemingway, Simone de Beauvoir y Juliette Greco han quedado atrás. En el Deux Magots, hay que mirar las dos estatuas de madera de mercaderes chinos que decoran el interior: son justamente los “magots” que dan nombre al café, aunque los franceses los llamen burlonamente “deux mégots” (“dos puchos”).

Caffe all’italiana En Italia el café es ristretto. Es decir, corto y concentrado, sólo apto para paladares preparados para las sensaciones fuertes. Los menos valientes optarán entonces por el “caffé lungo” –a la americana–, o por el exquisito capuchino coronado por un copo de leche espumosa. Pero lo importante es dónde tomarlo. En los meses de buen tiempo, nada mejor que las plazas de las grandes ciudades, como Piazza Navona en Roma, o Piazza San Marco en Venecia, para ver pasar el mundo frente a las mesas del café. Lo cierto es que, más allá de la atracción turística que ejercen en las grandes ciudades, las mesas de café forman parte de la vida cotidiana de todos los italianos. “Al tavolo” o “al banco” –en la mesa o en la barra–, el café se sirve a toda hora, y los bares son también el lugar ideal para tomar helados, mientras la gente del lugar suele reunirse a jugar a las cartas, hablar con los amigos o leer el diario. En los lugares más concurridos, sin embargo, no es habitual la costumbre porteña de instalarse durante horas a tomar un café: quienes se queden más allá del tiempo necesario probablemente sientan encima las miradas curiosas de los demás clientes.

De visita por Roma, el café más tradicional es el Greco, a pasos de Piazza di Spagna y la escalinata de Trinitá dei Monti. Su primer dueño –el nombre lo dice– fue un griego que lo inauguró en 1760: pronto el café se convirtió en el lugar favorito de los extranjeros que bebían entonces todo el arte y la poesía de Roma. Los ecos de Goethe, Liszt, Byron, Bizet oWagner resuenan todavía, así como los de otro famoso habitué: Giacomo Casanova. Siempre desbordado de clientes –muchos italianos pero también turistas–, el Café Greco merece una pausa en el trajín romano. Sobre todo en el cálido salón del fondo, donde se conservan los retratos de los más famosos clientes del local. Otro lugar al pie de Trinitá dei Monti es el salón de té Babington’s, una antigua casa para tomar té a la inglesa con masas. Muchos dicen, sin embargo, que el mejor expreso de Roma se toma en la Tazza d’Oro, un café del barrio del Quirinale. En Roma también son célebres dos cafés enfrentados de Piazza del Popolo, el Rosati y el Canova, cita obligada de poetas, literatos y pintores, entre ellos Alberto Moravia y Elsa Morante.

Hay que irse más al norte, a Venecia, para encontrar otros tradicionales cafés italianos: el Florian’s y el Quadri’s, clásicos rivales de la ciudad de los leones, están ambos sobre Piazza San Marco, y ofrecen conciertos con orquestas al aire libre. Frente a la espléndida basílica –rodeados de canales–, tomar un café en cualquiera de ellos es como un sueño aunque hay que recordar que un café en el Florian’s o el Quadri puede costar más que un almuerzo en Buenos Aires. Y Venecia por supuesto tiene el Harry’s Bar, inventor del cóctel Bellini, “sede” veneciana de los norteamericanos de paso por la ciudad de las góndolas. Uno de los clientes habituales fue Ernest Hemingway (aunque en realidad cuesta encontrar algún bar célebre de Europa por donde no haya pasado el escritor norteamericano, muy dado a los tragos). Lo bueno de Italia, de todos modos, es que no hace falta sentarse en un lugar famoso para disfrutar de un buen café: hasta los más recónditos bares de barrio son ideales para un ristretto o un caffe-latte con un cornetto, la versión italiana de la muy criolla medialuna.

De Madrid a Lisboa

Los cafés madrileños tienen la gracia especial que les brinda el acento español. Ideales para plegarse al tradicional chocolate con churros, una de esas exquisiteces que Madrid ofrece a toda hora, o para trasnochar yendo de tapas, conservan el sabor de las viejas tertulias, cuando los cafés eran el centro de la vida social en la capital española. El más tradicional de los que han quedado es el Gijón, que tiene más de un siglo y cuya decoración se ha mantenido prácticamente intacta. El Gijón está cercano a la Plaza Cibeles, uno de los corazones de Madrid, y es tal vez el sitio más emblemático de la capital para cualquier madrileño. También vale pasar por el Café Central, considerado la “catedral del jazz” en Madrid, el Café de Oriente, o el Café del Círculo de Bellas Artes, desde donde se ven la Calle Alcalá y la Gran Vía.

Finalmente, este recorrido que podría no tener fin concluye en otra capital ibérica: Lisboa, impregnada de saudade y esa melancolía propia del alma portuguesa. En el Barrio Alto, uno de los más pintorescos no sólo de Lisboa sino de Europa, el Café A Brasileira fue uno de los más importantes puntos de reunión de los intelectuales lisboetas desde los años veinte. En el interior del café se conservan magníficos espejos, mientras en el exterior es tradicional sacarse una foto junto a la estatua de Fernando Pessoa, el poeta portugués que frecuentaba sus mesas. Por supuesto, en el Bairro Alto de Lisboa hay muchos otros cafés donde pasar un buen rato, entre ellos el Pavilhao Chines, decorado con objetos llevados de todas partes del mundo, y el Solar do Pinho do Porto, donde se ofrecen trescientas variedades de oportos diferentes.

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