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Domingo, 15 de octubre de 2006
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SUIZA > El cantón de Friburgo

Miniatura suiza

En el punto de encuentros de idiomas y culturas, entre valles y montañas, entre lagos y viñedos, Friburgo es como un resumen de la diversidad suiza. Sus calles empinadas recorren una historia de más de ocho siglos.

Por Graciela Cutuli
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Construida en un valle, entre las curvas del río Sarine, Friburgo es también una ciudad de puentes.

Pequeño, lleno de sorpresas, hechos de valles y de cumbres nevadas, multilingüe y multicultural: el cantón de Friburgo es típicamente suizo. Es allí donde, según se dice, se comen las mejores fondues de todos los Alpes; es allí donde las esculturas modernas dejan explotar sus colores al borde de los lagos, escenarios de batallas que sellaron la suerte de la Confederación Helvética; es allí donde se levanta una de las universidades más importantes de Suiza, en una ciudad donde la gente pasa del alemán al francés con naturalidad. Modernidad y tradición es el encuentro más frecuente entre las calles empinadas de Friburgo.

No es una capital cosmopolita como Ginebra, ni un centro financiero como Zurich, ni un polo industrial como St. Gallen o Basilea. Friburgo es a la vez un pueblo y una ciudad, a una distancia ideal de la Riviera suiza sobre el Leman, del Jura y los centros relojeros, de Gstaad y de las nieves del jet set. Por si fuera poco es vecina de Gruyère, emblema de la gastronomía europea.

EN LOS MEANDROS DEL RIO Construida en un valle pronunciado, entre las curvas del río Sarine, Friburgo es también una ciudad de puentes. Los vertiginosos puentes del Gottéron y de Zähringen ofrecen puntos de vista excepcionales sobre el paisaje circundante y el valle encerrado de la Sarine. Al nivel del río, el viejo puente de Berna –totalmente cubierto y construido en madera– es uno de los más tradicionales, una postal del Medioevo trasladada al siglo XXI. La parte baja de la ciudad, vecina del puente, encerrada en uno de los meandros más angostos del río, tiene casas de fachadas góticas y varias fuentes. La parte alta, la más extensa, se divide entre el casco histórico, alrededor de la Catedral, y las zonas de urbanización más reciente.

Friburgo cuida sin duda la salud de sus visitantes, o al menos pone a prueba su entrenamiento físico. Para recorrerla se sube y baja continuamente desde las partes altas hasta las orillas del Sarine, el río que fue el motivo de su fundación en el siglo XII. El Sarine serpentea en el fondo de un profundo valle, y la recompensa a tantos esfuerzos para recorrer algunas de las calles más empinadas de la ciudad es la vista panorámica sobre la parte antigua, refugiada entre los meandros del río.

EUROPEA POR ANTICIPACION Friburgo fue en su origen el puesto de control de un vadeo que permitía cruzar el río. Desde tiempos inmemoriales, el Sarine fue la frontera entre dos idiomas y dos culturas: sobre su margen izquierda está la Suiza francófona, y sobre el derecho, la germánica. Hoy todavía el río es la frontera lingüística, en medio de una ciudad totalmente bilingüe, corazón de un cantón bicultural.

El primitivo puesto fue fundado en 1157 por Berchtold IV Zähringen, miembro de una de las familias más importantes del Medioevo en esa región. En los siglos siguientes, la incipiente ciudad cambió varias veces de manos y fue posesión, entre otros, de los Habsburgo y la casa de Saboya, hasta que en 1481 pasó a integrar la Confederación Helvética. De algún modo, Friburgo anticipó en varios siglos la unión europea de lenguas y culturas: este fenómeno que en los últimos años se hizo corriente, era toda una novedad en los tiempos medievales, difíciles para la comunicación y los traslados.

PASADO RELIGIOSO Además de su bilingüismo, otro rasgo cultural muy fuerte de Friburgo es su pasado religioso. Hoy lo revela la gran cantidad de iglesias, entre las cuales se destaca la Catedral San Nicolás, cuya construcción empezó en 1283, para ampliar la primitiva iglesia construida por Berchtold IV un siglo antes. No fue terminada hasta 1490, aunque su campanario no fue nunca concluido (por falta de dinero, según las leyendas locales, todo un colmo en el país de los bancos). Este campanario tiene de todos modos 74 metros de altura, más que suficiente para divisar un panorama espectacular sobre toda la ciudad y el valle del Sarine, muchos metros más abajo del promontorio donde está la Catedral, en la parte antigua. Los órganos de la Catedral son uno de los orgullos de la ciudad, así como sus vitrales, obra de los reconocidos artistas Mehoffer y Manessier. Friburgo fue un bastión del catolicismo en Suiza, lo que explica que la ciudad tenga tantas iglesias y conventos. La restauración católica fue muy eficiente luego de la Reforma, y tanto el hecho de ser sede de un arzobispado como el haber concentrado numerosos conventos entre los siglos XIII y XVII hacen que Friburgo sea conocida como la metrópolis católica de Suiza. Este ferviente pasado le valió también su reputación intelectual de hoy. La Universidad Católica y estatal de Friburgo, fundada en 1889, goza desde hace mucho tiempo de renombre internacional y gran prestigio académico.

ARTE Y SABORES No hay que dejar de conocer el Museo de Arte e Historia, instalado en los antiguos mataderos, que recrea tanto la historia de Friburgo desde sus orígenes como presenta obras de los artistas locales más destacados (entre ellos Hans Fries, el pintor oficial de la ciudad a principios del siglo XVI). Sin embargo, el más reconocido tiene su propio museo: se trata de Jean Tinguely, uno de los principales nombres en la historia del arte del siglo XX, que nació en Friburgo en 1925 (ver recuadro).

Friburgo tiene otros museos sorprendentes: uno dedicado a marionetas, otro a máquinas de coser y uno a la cerveza. También tiene un funicular, construido en 1899, entre la ciudad alta y la baja, otro motivo para conocerla desde una perspectiva diferente. Y finalmente, como Gruyère está a sólo unas decenas de kilómetros, no se puede visitar esta región sin comer una fondue de queso. Se dice que en Friburgo se atesora la mejor receta de toda Suiza, la fondue “Moitié-Moitié” (porque se hace por mitad con queso gruyère y mitad con queso vacherin). La fondue, de todos modos, es más bien característica de la zona francófona: para conocer la otra cara gastronómica de Friburgo y su región hay que probar el rösti, una suerte de tortilla de papas ralladas y doradas a la sartén, típica de la parte germánica de Suiza. Hay tantas recetas de rösti como pueblos y valles, se dice en Suiza. El “Röstigraben”, o “frontera del rösti”, es también el nombre que dan los suizos a la invisible pero tangible frontera cultural que separa la región francófona de la alemana, siguiendo el trazado que marcan las aguas del Sarine en medio del cantón de Friburgo.

Las “máquinas” de Tinguely

Jean Tinguely desarrolló su carrera sobre todo en París, donde construyó sus primeras “máquinas”, que lo hicieron conocer como un artista aparte, generador de conceptos y de modos de expresión artísticos propios. Sus máquinas eran el punto de encuentro del arte y del bricolage, de la mecánica y de la abstracción, de la creación y de la planificación. Las más conocidas son las que hizo con su compañera Niki de Saint Phalle en el conjunto de la Fuente Stravinsky, al lado del Centro Pompidou de París. Máquinas coloridas y llenas de humor, que juegan con la luz, el movimiento y el agua y se convirtieron en una postal clásica de la capital francesa.

Friburgo bien debía un homenaje a su hijo más famoso, fallecido en Berna en 1991. El museo Tinguely fue instalado en un antiguo taller de tranvías, y se llama oficialmente Espace Jean Tinguely-Niki de Saint Phalle, porque presenta obras de la famosa pareja de artistas. Desgraciadamente muchas de las máquinas de Tinguely eran autodestructivas (como el conocido “Homenaje a Nueva York”, instalado en los jardines del MOMA en 1960, cuya destrucción provocó la intervención de los bomberos). La obra mayor del museo es el Retablo de la Abundancia Occidental y del Mercantilismo Totalitario, construido para una retrospectiva en Moscú en 1990. El museo contiene muchas “nanas” y otras creaciones de Niki de Saint Phalle, pero también se pueden ver creaciones de ambos en las calles mismas de la ciudad: la colorida Gran Luna de Saint Phalle en los jardines del Museo de Arte e Historia, y la Fuente Jo Siffert, de Tinguely, en la plaza principal.

Desde las murallas de Morten

A pocos kilómetros de Friburgo se encuentra el pueblo fortificado de Murten (o Morat en francés). A pesar de su diminuto tamaño es un lugar muy popular en Suiza, no sólo por la belleza de su paisaje, al borde un lago que forma parte del sistema de los Tres Lagos (junto con los de Neufchâtel y de Bienne), como por su clima –que permite la existencia de un renombrado viñedo– y su densa historia. Al pie de las murallas, que hoy circunvalan la ciudad tal como lo hacían en el Medioevo, se libró una de las batallas decisivas para la fortificación de Suiza como Estado. En 1476, luego de una derrota frente a los suizos, Carlos el Temerario, duque de Borgoña y uno de los hombres más potentes de su época en Europa occidental, asedia Murten y recibe una segunda derrota consecutiva en la que sufre la pérdida de casi todo su ejército. Esta victoria fue anunciada por un mensajero que corrió sin parar entre Murten y Friburgo con una rama de tilo en la mano. Esta hazaña se conmemora cada año con un maratón que sigue el mismo camino que aquel bravo corredor, hace más de 500 años.

La ciudad histórica, encerrada entre las fortificaciones, conserva su aspecto medieval, con las fachadas de las casas cuidadas con un detallismo tal que hace honor a la reputación suiza. Se puede caminar sobre las murallas, desde donde hay fotogénicas vistas de la ciudad, del lago y de la colina del Vully, del otro lado del espejo de agua. Allí se cultivan vides de buena reputación, y se encontraron vestigios de pueblos lacustres prehistóricos (recreados en un museo muy interesante y bien presentado).

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