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Verano12|Miércoles, 7 de enero de 2009

Bach por Coupland, Mozart por Jay Gould

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EL JARDIN DE LAS MAQUINAS CANTANTES

Por Douglas Coupland

Una de las principales atracciones de Bach para los oyentes del siglo XXI es la pavorosa precisión con que anticipó el futuro, con que se garantizó que su música sonara infinitamente más contemporánea que cualquiera de esas cosas que trepan y caen semanalmente de los Top 40. La música de Bach parece anticipar las máquinas. Parece anticipar la complejidad compositiva de las máquinas.

Mi más intensa experiencia relacionada con la complejidad sonora de las máquinas tuvo lugar la primera vez que entré en una fábrica de muebles. Fue una mañana en que lloviznaba sobre Canadá. Yo tenía 23 años, dejé mi auto en una playa de estacionamiento desolada, y entré a través de una espartana puerta lateral que desembocaba en la línea de montaje de la planta principal y... ¡el ruido!, ¡la complejidad! Cintas transportadoras cargadas de tablones, tornos y brocas trabajando sobre una falange de manijas y cabeceras. Los scanners láser brillaban y las cajas repletas de sobrantes daban vueltas por ahí, mientras un ejército de trabajadores uniformados repetía una serie de movimientos precisos y medidos con una gracia nacida después de meses de práctica y preocupación. ¿Estilo colonial? Línea de montaje número 2. ¿Mesas de roble? Línea de montaje número 5. ¿De arce oscuro? Depósito 14. ¿Marcos de ventana para exportar a Japón? Número de catálogo 450032-J. Recuerdo mi asombro durante los primeros minutos en esa fábrica; y recuerdo la sensación de que, por más que lo intentara, nunca llegaría a entender la fábrica como un todo. A lo sumo podía aspirar a aprehender vagamente una mínima parte de ese organismo. A medida que recuerdo estas impresiones causadas por la fábrica, recuerdo también que fueron las mismas impresiones que sentí a los diez años, cuando escuché por primera vez las Variaciones Goldberg, por radio. Había que ser capaz de penetrar hasta en los más mínimos detalles. Y recuerdo haber pensado lo mismo que ahora: ¿cómo voy a comprender esta complejidad?, ¿cómo voy a ser alguna vez digno de habitar un mundo lógico magistralmente creado por una mano mucho más grande que la mía?

Esa primera impresión causada por la fábrica resultó ser un desafío, y pasé los siguientes seis meses trabajando ahí como asesor en diseño industrial, un trabajo cuya esencia consistía en ir conociendo cada una de las etapas de la fabricación de muebles para después modificarlas y así obtener nuevos modelos. Variaciones, si se quiere. Así como fueron las Variaciones Goldberg las que me plantearon un desafío a los diez años, impulsándome a tomar clases de piano. Mi repertorio consistía –y de hecho todavía consiste– de manera casi exclusiva en Bach.

No se me ocurre una banda de sonido más apropiada para la fábrica de muebles que las Variaciones Goldberg. Son como un mentor sabio, que engaña al oyente al ubicarlo en un futuro cercano digno de ser visitado. Le garantizan al oyente que es posible conocer el todo y que el todo es mucho más que la suma de las partes. ¿Pude alguna vez entender la fábrica de muebles como un todo? Sí, creo que sí. ¿Pude alguna vez entender las Variaciones Goldberg com un todo? No, y probablemente nunca lo consiga, pero me estimulan a seguir intentándolo, y en eso, para mí, consiste gran parte de su magia, su encanto y su fuerza.

Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD

Bach: Goldberg Variations/Interpretadas por András Schiff


EL CANTO DEL CISNE

Por Stephen Jay Gould

En 1765, el sabio londinense Daines Barrington sometió a un prodigio de la música recién llegado a Inglaterra a una serie de tests para probar su memoria, ejecución, composición e improvisación. El inglés estaba anonadado: no podía creer que el sujeto tuviera sólo ocho años, y terminó el relato de esa reunión rezando para que ese chico llamado Wolfgang Amadeus Mozart viviera tanto como la mejor importación inglesa enviada desde Alemania hasta entonces: G. F. Haendel, quien había muerto hacía seis años, a los setenta y cuatro.

Mozart vivió lo suficiente como para convertirse en Mozart, aunque sin cumplir ni la mitad de años que Haendel. Murió en 1791, a los treinta y cinco años, dejando el Réquiem, su última y mejor obra, sin terminar. Sus últimas notas fueron para un texto dolorosamente apropiado: “Lacrimosa dies illa” (“Este día lleno de lágrimas”). Ninguna pieza musical hizo llorar a más gente ni despertó más sinsentidos míticos, incluyendo historias sobre un enmascarado encargándole la obra en secreto y un desconocido aprovechando la oportunidad para terminar con la vida de su oponente.

He sido un cantante de coros durante toda mi vida y amo el Réquiem profundamente. Lo he cantado una docena de veces, durante más años de los que Mozart llegó a vivir (esto es: desde mi presentación a los diecinueve, hasta el último esfuerzo realizado el año pasado, a los cincuenta y cinco). Ni siquiera intento imaginarme cuánto más pobre sería la vida sin música como ésta.

Como sucede con las grandes obras del genio humano (he leído, por ejemplo, El origen de las especies de Darwin por lo menos una vez por década como si fuera un libro diferente y nuevo para mí), el Réquiem nunca deja de enseñarnos e inspirarnos. Algunos pasajes me parecen nuevos en cada concierto, y esta frescura perpetua, en sí misma, avala el camino evolutivo transitado a lo largo de tres millones de años, y que por ahora desemboca en una pequeña rama llamada Homo sapiens. Son las contingencias impredecibles y no las órdenes con imperativos legales las que rigen los senderos de la historia. Esa rama minúscula llamada Homo sapiens habita la Tierra por obra y gracia de una probabilidad ínfima. ¿Y acaso no anhelamos todos poder forzar esas probabilidades aunque sea un poco, rebobinar y echar a correr la cinta de la historia introduciendo un cambio aparentemente inconsecuente, pero capaz de acarrear efectos colosales en los tiempos venideros? Supongamos que no alteramos nada hasta 1791, pero sí prolongamos la vida de Mozart hasta bien entrado el período haendeliano, permitiéndole morir en 1830. ¿Podemos siquiera imaginar el placer supremo, medido en cantidad de placer gozado por billones de personas, provisto por otras 40 sinfonías y una docena de óperas, basadas quizás en textos tan sublimes como Hamlet, Fausto y El rey Lear? ¿Podemos imaginar cuán diferente podría haber sido la historia de la música y de la creación humana bajo esta circunstancia apenas alterada?

Creo que deberíamos, en cambio, estar profundamente agradecidos. Regocijarnos con que la viruela, la fiebre tifoidea y la fiebre reumática (todas enfermedades que padeció de chico) no mataran al prodigio de ocho años testeado por Barrington antes de que se convirtiera en Mozart. Si hubiera muerto después de Mitridate (una ópera adolescente de poca monta), Mozart probablemente se hubiese convertido en una nota al pie de página, para lamentar. Tal como salieron las cosas, tenemos el Réquiem, con toda seguridad el canto del cisne más sublime jamás escrito.

Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD Mozart: Réquiem / Interpretado por la Orquesta Sinfónica de la BBC, dirigida por Sir Colin Davis.

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