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Verano12|Miércoles, 28 de enero de 2009

LA FUENTE DE LOLA MORA POR LUGONES

Por Leopoldo Lugones
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LA FUENTE DE LOLA MORA POR LUGONES

Pocas veces he visto como el sábado un cielo más divinamente azul. Invitado por la tibia luminosidad de la siesta, emprendí, con un compañero, una perezosa caminata. El firmamento con su tinte de miosotis, parejo como un lavado de plano, predisponía a ese vagabundeo de las ideas, que es como un parangón interno del corporal, sugiriendo joviales filosofías, tolerancias narcóticas, temas de arte...

–Mira –dije a mi compañero–, cuando haya escultores aquí, preferirán el mármol. Las estatuas de mármol están hechas para vivir bajo este cielo. Es un error erigir aquí estatuas de bronce.

Y a propósito una respuesta:

–¿Has visto la fuente...? ¿La fuente de Lola Mora?

No, no la había visto, alejado de la inauguración por los ultrajantes contactos burgueses y por la afligente trivialidad oficial. Algunos rostros entrevistos durante mi visita me autorizan a colegir que no fui el único...

–...Vamos a ver la fuente.

¿Necesitaré agregar que con semejante resolución se mezclaba –muy a pesar mío, por cierto– una vaga ridiculez feminista? Dominados por el pesimismo intelectual a que nos tienen tan hechos nuestras dulces enemigas, previnimos el casi seguro desencanto de una amable incredulidad. Sin duda la mujer vale siempre más por su traje que por su cabeza, y cuesta suponer excepciones a ley tan imperiosa.

–En fin, vamos a ver la fuente.

Bien dispuesta desde luego, el grupo superior se destaca con elegante gracia, a pleno aire, siendo favorable de consiguiente la primera impresión.

La tarde de mi visita era casi imposible abarcar la obra de un solo golpe, pues la gente se aglomeraba demasiado en torno: pueblo que veía con sus buenos ojos de caballo, y dos o tres fisonomías de inteligentes.

Pero repito que la primera impresión es buena, y esto supone ya en la artista dominio del conjunto, elemento capital en arte. Inclinada sobre la concha que las dos sirenas del grupo sostienen, la figura superior está llena de sencillo donaire. Si sus manos resultan un poco paralíticas, sus pies, en cambio, son muy bellos. Uno cuelga negligente; el otro, apenas crispado por el ligero esfuerzo de la actitud, está vivo en su marmórea beldad. Y la figura toda, sin rastro de violencia, en su equilibrio, un tanto convencional, sin embargo; coqueta en el mismo descuido de su desnudez, atenta a los espejeos del agua que duplicará en el reflejo su belleza, armoniza con triunfante naturalidad su lozanía y su finura. Las morbideces, más bien abundantes, que exhibe son por completo venusinas en concepto clásico, aunque siente mejor a la inquietud moderna cierta nerviosa delgadez.

No puede decirse lo mismo de las dos sirenas que la sostienen. En la que está situada al sur, el contrasentido clásico hace corresponder una fisonomía risueña a una posición cuyo esfuerzo arquea la cintura con excesiva flexibilidad: la crispación de los músculos, llevada a ese extremo, tiene que ser dolorosa e insostenible.

La otra es, sin duda, pesada, y a todas luces resalta la desproporción entre sus brazos y sus muslos, dos masas inertes éstos, sin ningún vestigio muscular. Por otra parte, la doble cola de pez en que rematan los alarga con exceso –aun sin tener en cuenta los brazos– aboliendo, de igual modo, toda esbeltez.

La concepción fabulosa suponía una cola, puesto que, de la cintura abajo, eran peces las sirenas. Comprendo que no pueda seguirse al pie de la letra esta tradición, por razones estéticas que, en escultura sobre todo, darían a dicha parte inferior una inmovilidad desgraciada; pero se concibe sin esfuerzo estatuas con piernas, en las cuales el nacimiento de los muslos empezara a confundirse con el apéndice caudal. Este hubiera sido mucho más fácil de ocultar en escabrosidades del piso, o en marañas zoófitas, conservando no obstante la caracterización de las figuras, y eliminando a la vez esas colas de pescado –¡cuatro colas!– que se revuelcan tan penosamente bajo el peso de los infartados muslos.

No encuentro que esta forma pueda ilusar en sentido realista, pues tratándose de seres mitológicos, sobra semejante intención. Las dríadas, mucho más cercanas a la realidad después de todo, remataban en un arabesco vegetal, y parece que en el templo de la Diana Estinfalia había estatuas de doncellas con muslos y piernas de ave...

La tradición clásica abonaba, pues, la libertad de la fantasía.

Realidad ha de exigirse sólo en aquello que el artista copia. Su invención tiene derecho a transformarlo y deformarlo todo, con tal de que alcance un desideratum de belleza, siendo el arte, en su expresión más sutil, una interpretación del alma de las cosas. Pero este artículo es una nota impresionista, más que una disquisición estética.

Las figuras humanas y las ecuestres de los grupos inferiores acusan también diferencias notables. Entre las primeras, la que queda al sudoeste es de una espléndida anatomía y de una belleza viril que subyuga al punto. Eso vive poderosamente en la piedra, y sobre su mérito general sobresale la flexión del brazo, en un grácil movimiento de atleta.

El caballo del grupo que da al sudeste se encabrita con armoniosa violencia, surge como alado en su ímpetu que el freno desvía sin dominar, provocando un palpitante resalto de musculatura. Aun sin los potentes encuentros y la cerviz magnífica, un simple detalle bastaría para acentuar su actitud; al abalanzarse ha amusgado las orejas, movimiento natural que la convención clásica no respetó en los otros, siendo el defecto de todo su extremado academicismo. Los otros dos están clavados en su sitio, sosteniéndolos su inercia de masas, no el equilibrio vital que supone tanto movimiento en esas posturas fugitivas. Hay más esfuerzo de collarada que arranque libre en sus empujos; pero si no son excelentes, ninguno es malo, valiendo esto para todas las figuras, con excepción de la sirena antes calificada: aquí nadie ha trabajado el mármol con más artística resolución.

Dos objeciones para concluir, y éstas sobre el conjunto.

El grupo superior sugiere imperiosamente algo de acrobático, si bien tal género de composición se explica en la señorita Mora. Entiendo que su educación artística se ha efectuado sin salir de Italia, lo cual daría razón de su rigor académico y su convencionalismo, por decirlo así, retórico; mas esto se corrige fácilmente con un año de París, y la imitación del clasicismo que, moda al fin, es postizo fuera de su época, desaparece con el desarrollo de las calidades intrínsecas, cuya plenitud supone una independencia radical.

Mi otra objeción es más seria todavía.

Quiero referirme al pedestal, que forma, entre el grupo superior y los otros, una solución de continuidad insostenible. Se imponía allí el bloque de mármol para mantener la unidad de la obra, más bien dicho, su armonía esencial; pero esas piedras cuyo corte y color recuerdan con tanta viveza los cementos de las grutas decorativas aminoran singularmente la impresión de conjunto; dijérase que han tenido por único objeto dividir la atención entre los grupos: femenino el superior, masculinos por completo los inferiores.

Sea como quiera, y con todos sus defectos que sería imperdonable callar, tratándose de una obra pública y de la verdad, más blanca que el mármol, una obra en el cual hay tres estatuas de indiscutible mérito y cuya totalidad es bella, merece franco aplauso. El sexo de la autora, su juventud, sus estudios poco más que elementales en el género, y su cultura, indudablemente escasa como la de todas las argentinas, datos que, si no disculpan mamarrachos, suspenden las conclusiones severas, todo eso induce a presagiar para la próxima cosecha, libre ya de granzas, el triunfo definitivo que Dios quiera no malogren las lisonjas o los desengaños.

La impresión dejada por esa fuente es de obra de varón, diré ensayando la frase corriente que me proporciona una antítesis afortunada. Su resolución, su gallardía, son varoniles, así se entremezcle, embelleciéndolas, cierta molicie femenil que es como la armonía flotante del conjunto.

¿Cómo, entonces, este silencio que sólo han turbado las gacetillas con su mecanismo de fonógrafos? ¿Por qué esta indiferencia que cree haberse desobligado, como a favor de una presurosa cortesía, con la ceremonia oficial?

Pensé, pues, en cumplir con lo que conceptúo mi deber, libertado de todo compromiso, pues no conozco ni de vista a la autora. Y mientras precisaba mis primeras conclusiones de espectador, la fuente seguía destacándose en el celeste angélico de la lejanía; el agua, dorada de sol, se pulverizaba sobre el sacarino blancor de la piedra nueva, y a la distancia, borrados ya los detalles ingratos, el grupo superior eternizaba su armonía de estrofa...

Señorita, gracias a usted encuentro posibles las mujeres de talento. ¡Qué talento tiene usted!

Publicado en Tribuna, 27 de mayo de 1903.

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