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Verano12|Jueves, 21 de enero de 2010
“El vestido de terciopelo”, de Silvina Ocampo

Pequeños sepulcros adornados

Por Mariana Enriquez
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A pesar de las reivindicaciones, a pesar de la insistencia en que ella era tan brillante como todos sus amigos ilustres (¿o no fue Borges el que la llamó “genial” antes que nadie, la destacó y al mismo tiempo la congeló?), hay algo todavía menor en Silvina Ocampo (1903-1994). Serán las luces altas que la rodearon en vida: fue la hermana menor de Victoria Ocampo, la esposa de Adolfo Bioy Casares, la amiga de Pepe Bianco, Borges, Wilcock. Favorita de críticos y escritores, más estudiada que leída, todo contribuye a aislar a Silvina Ocampo en una cajita de marfil. Una cajita en la que ella, naturalmente, guardaría mariposas clavadas en alfileres. Escribía Alicia Dujovne Ortiz: “¿Qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, rituales de niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?”. Lo decía pensando en la amistad íntima entre Silvina Ocampo y Alejandra Pizarnik, dos mujeres raras, como afiebradas.

Era rara de verdad, no sólo excéntrica. Alguna vez le dijo a la revista Vosotras que no le gustaba lavar la ropa porque “estrujar es como estrangular a alguien”. Le gustaba pasar el tiempo con las empleadas domésticas, escucharlas, quizás espiarlas. Hay espías en toda su narrativa. Hay niños que viven en corredores fríos. Hay muchas enfermas, algunas enamoradas de sus médicos, y también muchos espejos. Fotografías que, al ser tomadas, literalmente asesinan. Arañas que atacan rodetes de novias. Vírgenes y sueños. Una maldad que es peor porque simula inocencia. Casas, claro, que suelen ser más prisión que refugio y de las que se escapa tomando otra forma, transfigurándose en un doble. Objetos, joyas, canarios: chucherías que se cargan de un halo siniestro, que aparecen levemente deformados, como si la persona que los mira (que los cuenta) sufriera una distorsión perceptiva. Ella misma solía decir que su calidad literaria podía ser una ilusión.

Publicó su primera colección de cuentos, Viaje olvidado, en 1937. Pero muchos críticos creen que encontró su voz en La furia (1959), que incluye este cuento, “El vestido de terciopelo”. Un relato que posee algunas de las recurrencias en la ficción de Silvina Ocampo: el humor (negro) en voz de la niña narradora: “¡Qué risa!”. La crueldad, la de ese vestido tan pesado, la del calor que sufren las mujeres –vienen de Burzaco a Barrio Norte, “tan a trasmano”–, la sutil venganza de clase (ejercida con ironía, con un bailecito despiadado), los cambios de tono repentinos, los giros, el final absurdo pero esperable. Se suele decir que sus cuentos pertenecen al fantástico, con toques de absurdo, pero hay algo más. Parecido a eso, pero más variado, como los objetos tan similares pero tan distintos que componen un gabinete de curiosidades antiguo.

Silvina Ocampo murió en 1994, veinte días antes que su única hija, Marta, que murió en un accidente, atropellada por un coche. Adolfo Bioy Casares las sobrevivió cinco años.

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