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Verano12|Jueves, 18 de febrero de 2010
“CRAWL”, DE HECTOR VIEL TEMPERLEY

El sacado del mundo

Por Juan Forn
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Tiene que haber sido en el invierno de 1976. Una noche entre semana. Lo sé porque yo estaba con uniforme del colegio y ella también. Ella era un par de años más chica que yo, se llamaba Verónica y era hija de Héctor Viel Temperley, el poeta. Estábamos ahí, en la puerta del BarBaro, para que yo conociera por fin a un poeta de verdad, un tipo que había dejado a su mujer y a sus hijos, además de su cómodo trabajo y su clase, para dedicarse a escribir poesía. Había poca gente adentro, y Hetomín (así lo llamaban sus amigos, así lo llamaban sus hijos) no estaba, así que preferimos esperar afuera hasta que, minutos después, nos pareció peor estar afuera que adentro. Las calles del centro, de noche, daban miedo –aunque ni Vero ni yo sospecháramos entonces ni el diez por ciento de lo que estaba pasando–. Cuando, un rato largo después, ella vio entrar a su padre, nos presentó y, por lo menos en mi recuerdo, nos dejó hablar a solas. Durante la hora que siguió, por primera vez en mi vida yo pude escuchar cómo pensaba un poeta de verdad. En mi recuerdo, Hetomín fue el primer adulto que me habló como un igual. No es culpa de él que yo no entendiera nada; que creyera que me estaba hablando sólo de poesía cuando hablaba de riesgos.

Seis años después, y a seis cuadras de distancia, volví a encontrarme con él. Su nueva base de operaciones era un bar con sillas en la calle sobre Carlos Pellegrini, a metros de Santa Fe, al lado del edificio donde estaban las oficinas de Emecé, en donde yo trabajaba de cadete. A esas horas de la mañana el único otro habitué de aquellas mesas en la vereda era el Coco Basile, que desembocaba ahí con sus amigotes a la salida del cabaret Karim, ubicado en la otra cuadra. Hetomín me dio una de esas mañanas de fines del ‘82 un ejemplar de Crawl que acababa de retirar de la imprenta y yo robé para él de la biblioteca de Emecé un ejemplar de Humanae Vitae Mia, el único de sus libros que no había pagado de su bolsillo, el único del que no le quedaba ningún ejemplar. Para entonces yo ya había perdido lo mejor de la inocencia que tenía cuando entré en el gremio literario y creía que un poeta que se pagaba la edición de sus libros no era un poeta importante. Además, Hetomín hablaba de Dios todo el tiempo, un dios luminoso y panteísta y demasiado cristiano para mi gusto, aunque lo hiciera aparecer en sus monólogos interminables entre legionarios y marineros y nadadores de aguas abiertas y domadores de caballos. La última vez que lo vi en la terraza de aquel bar, cuatro años después, tenía la cabeza vendada como la famosa foto de Apollinaire cuando volvió de la guerra. Me dijo que su madre había muerto, que acababa de terminar un libro llamado Hospital Británico y que le habían trepanado el cerebro. Irradiaba luz, hablaba demasiado fuerte, yo creí que estaba medicado: era que se estaba muriendo, a su formidable manera.

Aunque fuese Enrique Molina el primero que tomó a Viel en serio, que lo vio literalmente como un igual (nómade, amante del mar, vitalista ciento uno por ciento), hay que reconocerle a Fogwill el inicio del culto. Sé que es en gran medida gracias a él que hoy hay por lo menos dos generaciones de jóvenes que idolatran a Viel por Hospital Británico, ese libro agónico que le dictó su madre muerta a la luz del quirófano mientras un cirujano le abría el cráneo con una sierra eléctrica, ese libro que Viel completó con frases de sus libros anteriores, en las cuales anticipaba lo que le iba a pasar en una sala de hospital en 1986. Sé que, para sus fans, es un misterio cómo pasó Viel de la normalidad casi anodina de sus libros anteriores a la potencia fulgurante de Hospital Británico (“Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. Me han sacado del mundo”) pero, para mí, el verdadero salto, la triple mortal sin red, la había hecho en Crawl.

Uno de los acápites de ese libro es de León Bloy y dice: “Escucho a los cosacos y al Santo Espíritu”. Ese redoble sobrenatural de la tierra es lo que consiguió por fin escuchar Viel cuando estaba a punto de cumplir cincuenta años, y es lo que retumbó en su cabeza hasta hacérsela explotar, cinco años después. “Soy un hombre que nada”, me dijo una de esas mañanas entre el ‘82 y el ‘87, y seguramente pensó eso de sí mismo toda su vida (tanto dedicarse a la poesía y nada, salvo nadar). Pero para mí y seguramente también para el Coco Basile y su claque de putañeros after Karim, Viel será siempre el secreto mejor guardado de aquel bar a la calle de Pellegrini y Santa Fe: el ocupante solitario de la mesita del sol, el sacado del mundo, el que viene de comulgar y está en éxtasis, aunque comulgó como un ahogado.

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