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Verano12|Jueves, 20 de enero de 2011

El hombre de los gatos

Por Federico Falco
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Al primero de los gatos lo encontró de madrugada, cerca de una pila de basura, en pleno centro de la ciudad. La calle estaba desierta, de no ser por una banda de perros sin dueño que perseguía a una hembra en celo. El caminaba con las manos en los bolsillos de la campera y la vista fija en el piso. Hacía frío. De pronto, cinco o seis metros más adelante, vio una gata gris encaramada a una bolsa de residuos y, más abajo, tres gatitos que clavaban las uñas en el plástico negro e intentaban subir. Pasó un auto, los iluminó y el fondo de sus pupilas se transformó en un destello fosforescente: cuatro pares de ojos alertas.

Pero enseguida la perra en celo cambió de rumbo y se acercó a la gata y sus crías. La jauría los descubrió y se ensañó con ellos. La gata logró huir por los techos, aullando de dolor. Los perros dieron cuenta de los gatitos. Uno colgaba laxo del hocico de un perro lanudo y veloz, que desapareció calle arriba con su presa en la boca. A otro lo desmembraron allí mismo, en el tironeo, y el tercero se salvó. Desesperado, después de recibir un par de dentelladas, trepó a lo único cercano que le permitió agarrarse, el pantalón del hombre que caminaba en la madrugada. El hombre se vio de pronto con un gatito aterrorizado y arisco prendido de su hombro y rodeado por diez o quince perros que le tarascaban los tobillos. Tuvo que gritarles y patearlos y, al mismo tiempo, sacarse el gato del cuello y refregarse las heridas que las uñas le habían dejado en la piel.

Era una gatita gris, de ojos muy celestes. Cada latido de su corazón asustado le estremecía las costillas flacas. Le habían arrancado la punta de una oreja. Tenía marcas de dientes en el lomo húmedo de saliva y sangre. El hombre la cargó hasta su departamento de una sola habitación y la instaló en la cocina, en una caja de zapatos con una camiseta vieja en el fondo y un pedazo de tela que alguna vez había sido un tapado. No le puso nombre, pero le costó asumir que otro ser compartía su espacio y su vida.

La gatita estaba malherida y, tal vez, de haberla llevado a un veterinario, hubiera sobrevivido. Tres días después, al volver del trabajo, el hombre la encontró enrollada en su caja, como durmiendo. Una mosca le recorría la herida de la oreja y cuando la tocó, descubrió que la gatita estaba fría y petrificada.

¿Qué hacer con un pequeño gato muerto, en medio de la ciudad, en un departamento minúsculo? Cerró la caja de zapatos con la tapa correspondiente, encintó los bordes, la ató con un piolín y sacó al palier el improvisado ataúd. Lo dejó junto a una bolsa de supermercado llena de cáscaras de papas, una botella de aceite vacía y diarios viejos, y cerró la puerta. La caja quedó allí hasta que, a la mañana siguiente, el portero recogió los residuos de todo el edificio y el cadáver de la gata partió rumbo al basural.

Al poco tiempo, el hombre decidió que su vida debía cambiar y fue al psicólogo. El psicólogo era un licenciado viejo, de pelo canoso y bigotes espesos, manchados de amarillo cerca de los labios. En la primera sesión el psicólogo preguntó por qué estaba allí.

El hombre dudó un instante.

Porque para mí nada tiene sentido. Estoy solo y todo lo veo negro, dijo después.

El psicólogo decidió que debían verse dos veces por semana y el hombre comenzó a concurrir al consultorio los martes y los jueves por la tarde, al salir del trabajo. En una de esas sesiones, explorando la asociación de ideas, el hombre mencionó a la gatita muerta y el psicólogo se interesó. El hombre se sentía culpable de esa muerte. El psicólogo opinó que la única forma de superar el trauma era que el hombre se demostrara a sí mismo que podía hacerse responsable de otro gato, brindarle su afecto y cuidado.

El hombre lo pensó bastante y como le pareció una solución lógica, se puso a la búsqueda. En un poste de luz vio la fotocopia de un aviso, regalaban gatitos. Anotó el número y a la noche llamó por teléfono. Era en un barrio alejado, le dieron muchas indicaciones para poder llegar. Fue un sábado a la mañana. Se bajó en la parada que le señalaron y caminó las tres cuadras tal como le habían dicho. Encontró una casa baja con un jardín cubierto de hiedra y una gran palmera en el centro. Por los tapiales, en las ventanas y en los techos, había infinidad de gatos de muchos colores. El olor a orín picante lo tapaba todo. El hombre golpeó a la puerta. Alguien, del otro lado, la entreabrió apenas lo que permitía la cadena del pasador y una voz de vieja preguntó qué quería.

Vengo por el aviso, explicó el hombre, quiero un gatito.

¿Usted cuántos años tiene?, averiguó la vieja.

Treinta y siete, dijo el hombre.

¿Tiene hijos?

No, soy solo.

La puerta se cerró y el hombre se quedó allí, esperando, sin saber muy bien si el portazo obedecía a una negativa o a una búsqueda. Estaba a punto de irse cuando se abrió una ventana y dos manos blancas y arrugadas extendieron una caja rectangular y con agujeros en la tapa.

Tome, dijo la voz de vieja.

El hombre agarró la caja y sintió que algo se movía dentro. La vieja cerró enseguida la ventana y el hombre partió, sin haberle visto la cara ni una sola vez. Apenas se alejó de la casa y del olor a orines, el gatito, dentro de su caja de cartón, comenzó a gritar y a arañar las paredes. El hombre esperó en la parada a que pasara el ómnibus. Dos muchachos jóvenes tomaban vino en el cordón de la vereda y lo miraron con insistencia. El hombre pensó que le robarían o que lo golpearían, sólo para que el gato se callara. Pero no pasó nada.

Cuando llegó a su departamento abrió la caja y saltó una bola blanca, negra y furiosa que desapareció enseguida. Durante tres días el hombre no volvió a verla. En las noches sentía al gato deambular, tirar un cenicero al piso, raspar la tierra de una maceta. El plato con carne picada que le dejaba junto a la heladera amanecía vacío, y las piedras blancas que había puesto en un tupper de plástico recogían meaditas y soretes negros y duros. Pero cuando el hombre estaba en casa, el gato permanecía escondido.

Nadie me quiere. El me rehúye. Mi vida no tiene sentido, le dijo el hombre a su psicólogo.

El psicólogo no contestó. Permanecieron en silencio hasta que se cumplió la hora de sesión. El psicólogo se levantó y extendió su mano.

Nos vemos la semana entrante, dijo.

Un día el hombre se lavaba los dientes, antes de ir al trabajo y escuchó un movimiento extraño junto a las cañerías. Se agachó. El lavatorio se apoyaba sobre una columna de loza blanca, rasante contra la pared. La columna era hueca y en la parte de atrás tenía un orificio, muy estrecho, a apenas cinco centímetros de los azulejos. Por allí asomaba la punta de una cola. Se hacía tarde y el hombre se marchó. Al regresar del trabajo volvió a mirar. La cola todavía estaba ahí. La agarró muy fuerte y tiró hacia arriba. El gato maulló de dolor y apareció, colgando del rabo y retorciéndose. Ni bien pudo le clavó los dientes en la base del pulgar, le arañó el antebrazo y volvió a desaparecer debajo de la cama. El hombre tapó el hueco en la columna del lavatorio con un bollo de papel de diarios.

Dos días más estuvo el gato desaparecido. El hombre lo encontró detrás de la cocina, en el hueco del horno que, gracias a Dios, nunca usaba. Después se escondió debajo de una butaca y, después, entre el mueble del televisor y la pared.

Poco a poco el gato empezó a tomar confianza y a pasearse por el departamento en pleno día y al descubierto. El hombre le acomodó otra caja de zapatos con trapos y le compró en una veterinaria del centro una pelota de goma con un cascabel. Sin embargo el gato no durmió nunca en la caja ni jugó con la pelota. El hombre no conocía el lugar donde se escondía. El gato creció, pero jamás dejó que el hombre lo acariciara. Ni siquiera podía acercarse a él.

En el edificio donde vivía el hombre había cuatro departamentos por piso. Uno era de una viuda que sólo salía los domingos para ir a misa y que no le abría la puerta a nadie. En otro de los departamentos se había instalado un estudio contable que permanecía abierto sólo de ocho a dieciocho horas, de lunes a viernes. El departamento restante pertenecía a un señor mayor, que siempre vestía traje y corbata. De pronto comenzaron a correr rumores extraños sobre él. Una vecina se quejó de que le robaba cable. Otra dijo que lo había encontrado desnudo en la azotea. Algunas madrugadas se oían gritos.

A veces había ruidos en el palier y el hombre de los gatos espiaba por su mirilla. Dos domingos vio a su vecino tratando de abrir con una ganzúa la cerradura del estudio contable. Además, una mujer visitaba al vecino misterioso. Venía por las noches. Desde su departamento solitario el hombre de los gatos escuchaba golpes y llantos. La mujer salía siempre con anteojos oscuros y los brazos cubiertos.

Un sábado, el hombre de los gatos encontró una mancha de sangre en el palier, frente a los ascensores. La mancha se extendía por el piso de cerámicos desteñidos y llegaba al departamento del vecino misterioso. La puerta estaba entreabierta. Todo era silencio. El hombre de los gatos golpeó, pero no contestaron. Llamó por teléfono a la policía y se encerró tras la mirilla. Llegaron dos agentes y llegaron los bomberos. Sacaron al vecino misterioso medio dormido y ensangrentado. Gritaba incoherencias e insultaba. Tenía un corte profundo en una de las muñecas. Lo arrastraron entre cuatro. Después cerraron la puerta del departamento, la precintaron y se fueron. A la noche vino la mujer con sus lentes de sol. El hombre de los gatos la espió. La mujer lloraba en el palier, acuclillada. El abrió la puerta. La mujer se descubrió la cara y lo miró.

¿Se ha matado? ¿Lo encontraron muerto?, preguntó.

El hombre dijo que no.

Me parece que pudieron salvarlo. Se lo llevaron la policía y los bomberos. La mujer respiró aliviada. El hombre tuvo lástima de ella y la invitó a pasar y la mujer aceptó.

Es la droga, dijo. Unas pastillas poderosísimas que le mandan de Estados Unidos por correo privado, explicó.

El hombre la escuchó en silencio.

Antes era otra persona, continuó la mujer. Era médico clínico, brillante. Pero un día dejó de creer en todo y se dedicó a tomar sus pastillas. Cayó muy bajo, muy bajo, pero yo no puedo dejar de amarlo.

El hombre le acercó una taza de café.

¿Quiere una aspirina?, preguntó.

Ella dijo que no con la cabeza. Se quedó quieta, bebiendo en silencio. El hombre tampoco hablaba. Entonces, de pronto, apareció el gato blanco y negro y ronroneó. Rodeó las piernas de la mujer, acarició sus tobillos y, de un salto, se trepó a su falda.

¡Qué gato más lindo!, exclamó ella. Había vuelto a sonreír.

El hombre no podía creer lo que veía. La mujer terminó su café con el gato durmiendo sobre las piernas.

Antes de que la mujer partiera, el hombre le regaló el gato.

A mí no me quiere y a usted sí. Mejor que se lo lleve, dijo.

La mujer aceptó. Consiguieron una caja grande, metieron el gato adentro y la ataron con hilo sisal. El gato no maulló. La mujer buscó en su cartera y le dio al hombre una tarjeta con su nombre y su teléfono.

Así nos mantenemos en contacto, o me avisa si pasa algo raro con mi amigo, dijo.

Después se fue muy contenta, con la caja en sus manos, rumbo a la comisaría o al hospital, a visitar al vecino misterioso. La mujer se llamaba Mabel y el hombre de los gatos se aprendió de memoria su número de teléfono.

Al psicólogo no le pareció bien que el hombre se hubiera desprendido de su gato.

Hay que luchar, no hay que rendirse, dijo. Y usted lo que ha hecho, al regalarlo, fue dejar caer los brazos.

El hombre se encogió de hombros y decidió que nunca más volvería a ese consultorio. Pagó su sesión y desapareció tras la puerta. Durante un tiempo pensó en suicidarse y barajó algunas posibilidades. Especuló con saltar por el balcón, con abrir la llave de gas, con volarse los sesos con una pistola. Finalmente no tomó ninguna decisión. Siguió yendo a trabajar a las ocho de la mañana y regresando a las ocho de la noche. No hablaba con nadie. Nunca llamó al número de Mabel. Algunas madrugadas salía a caminar por la ciudad desierta. Visitó cabarets y bares de copas y se acostó con un par de adolescentes paraguayas. Todo el tiempo dudaba si matarse o no.

Pareció que el tercer gato le estaba predestinado. Una mañana muy temprano iba a tomar el colectivo y lo vio en su jaula, en la vidriera de una veterinaria. Se detuvo y golpeó el vidrio. El gatito era barcino, se paró y apoyó las dos patas delanteras en los barrotes, cerca del vidrio. Se miraron a los ojos y el hombre pensó que podrían llevarse bien, pero que seguramente ése era un gato caro. El veterinario había observado la escena desde atrás del mostrador. Llevaba una chaquetilla celeste con su nombre bordado en el bolsillo. Se asomó a la puerta.

Se lo regalo, dijo.

¿No lo vende?, preguntó el hombre.

Usted me cae bien, y parece que también a él, dijo y señaló al gato. Se lo regalo a cambio de que se comprometa a traerlo para ponerle las vacunas, y a comprar la comida y las piedras higiénicas siempre en mi local, mientras el animalito viva.

El hombre decidió que era un buen trato y quedó en pasar a buscarlo al salir del trabajo.

Esa noche el veterinario lo esperaba con el gato en una caja y una bolsa con comida para cachorros, piedras desodorantes extrafinas, talco para las pulgas, un frasco de desparasitario, dos juguetitos –uno con forma de rata y otro con cascabeles– y un collar de cuero de donde colgaba una medalla con forma de corazón y borde rojo.

¿Cómo le va a poner?, preguntó el veterinario con un fibrón especial en la mano y dispuesto a escribir con tinta indeleble el nombre del animal en el corazoncito de lata.

No sé, dijo el hombre. ¿Usted qué me sugiere?

El veterinario pensó un rato.

Yo le pondría Michy, dijo al fin.

Al hombre no le gustó.

¿No le parece poco varonil?, preguntó.

Michino, entonces, propuso el veterinario.

El hombre aceptó y el veterinario escribió Michino en el corazón de lata. El hombre esperó que la tinta se secara, pagó todo lo que había en la bolsa y partió hacia su departamento con el nuevo gato bajo el brazo.

Desde un principio se llevaron de maravillas. Dormían juntos en la misma cama y compartían las pulgas. Durante las noches, antes de acostarse, jugaban con la ratita de lana o con la pelota de cascabeles. Cuando el hombre miraba televisión, Michino se subía a su panza y se quedaba allí, ronroneando y dispuesto a recibir caricias. Si ya no quería más mimos, tiraba un tarascón y el hombre alejaba la mano.

De pronto el hombre empezó a sentirse mejor. Se acordó de su ex psicólogo: tenía razón, ahora que había superado el trauma podría seguir adelante. Poco a poco desarrolló una mínima vida social. Fue al cine un par de veces. Tomó café sentado en un bar frente a la plaza. Se hizo amigo de un lustrabotas y lo visitaba casi a diario, para hablar del tiempo o del tráfico. Una vez por semana iba a la veterinaria y daba noticias de Michino o compraba lo que hiciera falta. Estaba de buen ánimo, pero la vida todavía no lo llenaba. Tiene que haber algo más, se decía de tanto en tanto. La felicidad no puede ser solamente esto, pensaba. Entonces sucedió lo otro.

Una tarde oyó golpes a la puerta del vecino misterioso. Se asomó a la mirilla: había un cartero con un paquete en la mano. Abrió. El cartero se volvió hacia él.

¿Lo conoce?, le preguntó, mientras señalaba el departamento del vecino. Tengo correspondencia y no pasa por debajo de la puerta. Soy de una empresa privada.

Hacía poco tiempo que el vecino había regresado del hospital y se lo notaba más sereno y centrado. El hombre de los gatos lo pensó un instante. Hacerle un favor no le costaría nada, todos nos merecemos una segunda oportunidad. Le aclaró al cartero que no era muy amigo de su vecino pero que igual aceptaba recibir el envío en su nombre. Ya se lo daría cuando lo viera. Firmó la planilla y se despidió.

Dejó el paquete sobre la mesa, y no le hizo falta mirar el remitente. Sabía de dónde venía: U.S.A.

Dos días estuvo el hombre pensando qué hacer. Una vez se cruzó con el vecino pero permaneció en silencio. Si se lo doy, volverá a las andadas, se dijo. Podría haberlo tirado a la basura, pero se moría de curiosidad. Al fin algo nuevo, una emoción fuerte, decía. Hasta que una tarde se decidió y abrió el paquete. Envuelta en mil capas de papel film había una bolsita de plástico asegurada con cinta de embalar. Adentro, un montón de pastillas blancas, del tamaño de una aspirineta. Las olió. No tenían ningún perfume en particular.

Y bueno, yo pruebo, dijo el hombre. Total, si pasa algo, la llamo a Mabel y ella viene y me rescata.

Buscó un vaso de agua y tragó una pastilla. Se sentó en su sillón, frente a la ventana y miró la ciudad gris y húmeda. Volvió en sí tres días después. Michino le mordisqueaba los dedos del pie. Nada había cambiado en el departamento y sólo tenía un breve recuerdo del sol amaneciendo y poniéndose, amaneciendo y poniéndose, amaneciendo y poniéndose. Había visto cosas increíbles, allí, en su sillón, sin moverse. Vivió, en esos tres días, más que en su vida entera.

Se levantó, llenó el plato de Michino con comida y puso agua en su tacita. Se preparó un té, tomó otra pastilla y volvió a sentarse en el sillón. Ya no volvió al trabajo. No atendió el teléfono, no salió a la calle. Como el gato, aburrido, lo molestaba, lo encerró en una jaula para canarios que encontró en la azotea. Antes de tomar cada pastilla, le reponía el agua y la comida.

Michino creció dentro de su jaula hasta hacerse un gatazo enorme y rechoncho. No se movía y la piel y los músculos se le incrustaron en los alambres que formaban las paredes. El pelo largo escapaba por entre los barrotes y hacía que jaula y gato parecieran un único cubo peludo y quejoso. También el hombre engordó. Dejó de afeitarse y de cortarse el pelo. No abandonó ni por un instante el sillón, comía sólo pizzas que pedía por teléfono. Bebía agua, de la canilla.

Esto duró casi un año.

Después las pastillas, minuciosamente racionadas, se terminaron y el hombre ya no supo qué hacer. Despertó en medio de su departamento mugriento y se encontró con su amado gato convertido en una bola entumecida y despreciable. ¿Cómo lo sacaría de aquella jaula? Imposible hacerlo por la puerta por donde había entrado.

El hombre se levantó, se desnudó y se miró al espejo. No se reconocía. Miró la jaula con su gato. Michino no maullaba. Su respiración era un soplo ruidoso. Buscó el teléfono, y llamó a Mabel. El número todavía estaba allí, intacto en su memoria, pero lo atendió una voz grabada y le dijo que ya no correspondía a un abonado en servicio. Mabel se había mudado. El hombre salió al palier, golpeó la puerta del vecino misterioso y lo atendió una nena en pijama que lo miró asustada y llamó a su papá, un hombre joven, de anteojitos redondos. El vecino misterioso también se había mudado. El hombre de los anteojitos redondos le pidió que se vistiera o iba a llamar a la policía.

Sí, sí, murmuró el hombre de los gatos y volvió a su departamento. En el teléfono del Centro de Asistencia al Suicida lo atendió una chica de voz muy fina y acaramelada. El le contó que estaba a punto de saltar por la ventana y la chica le pidió su dirección y le rogó por favor que no lo hiciera, que no se matara. El hombre esperó desnudo en el balcón. El aire frío le erizaba la piel y movía levemente el vello ralo y gris de su pecho. Entre los edificios, el cielo se recortaba naranja: el hombre no supo si el día estaba empezando o si ya terminaba. La ciudad parecía quieta, como si fuera un domingo. Lejos, se oyó acelerar el motor de un auto.

Cuando golpearon a la puerta abrió sin preguntar quién era.

No me animo, les dijo. No me animo a saltar.

Dos enfermeros lo tomaron por los brazos y lo envolvieron en una bata de tela de toalla. Le dieron algo para beber, un líquido dulzón y espeso.

Miren, miren lo que he hecho, dijo el hombre. ¿Quién podrá ahora salvar a mi pequeño gato? Era el único ser en el planeta que me tenía aprecio.

Los dos enfermeros miraron la jaula peluda y tardaron un rato en comprender de qué se trataba. Intercambiaron miradas. El más alto corrió hacia el baño y vomitó.

No se preocupe, le susurró el otro mientras le palmeaba la espalda. Todo va a estar bien, todo va a estar bien.

El hombre se dejó guiar. Apenas si podía mantenerse en pie.

Lo vamos a llevar a un lugar seguro, dijo el enfermero. Mi compañero se va a hacer cargo de su gato.

¿Michino va a venir conmigo?, preguntó el hombre.

No, ahora no, respondió el enfermero. Ahora necesita cuidados. Más adelante, ya habrá tiempo para eso. ¿Quiere que llamemos a alguien de su confianza? ¿Quiere que le avisemos a alguien?

El hombre negó con la cabeza.

Soy sólo yo. No tengo a nadie más que al gato, explicó.

Bajaron por el ascensor y el enfermero lo guió hacia la ambulancia.

El otro enfermero, arriba, buscó en su maletín una jeringa y cargó una dosis letal de somníferos. Inyectó a Michino a través de los barrotes. Tenía el rostro bañado en lágrimas. Cuando el gato se durmió, tomó la jaula por su agarradera, la sacó al palier y la dejó junto a las bolsas de la basura.

La ambulancia esperaba estacionada sobre el cordón de la vereda, frente al edificio. El enfermero subió y cerró la puerta doble.

Ya está, le dijo al que conducía, y se alejaron por la ciudad, con la sirena encendida.

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