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Verano12|Jueves, 3 de febrero de 2011

La historia

Por Leopoldo Brizuela
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“uno scandalo che dura da diecimila anni”
Elsa Morante

I

Cuando en 1902 se anunció que el famoso asesino Ranquilef, indio pupilo de la Misión Salesiana del Neuquén, sería trasladado al asilo Don Bosco de Tierra del Fuego, los ancianos allí alojados se amotinaron contra su director, el padre don Bartolomeo Anchietta.

Un recio decoro de pioneros –acostumbrados, en sus tiempos, a diezmar tribus enteras– impedía a los viejos demostrar cualquier tipo de temor, pero convocados una noche a la rectoría, los viejos denostaron largamente las costumbres de las tribus nómades, que aborrecen celdas y jardines y que no sólo descuidan a sus viejos sino que, cuando éstos ya no pueden acompañarlos en sus largas migraciones, los estrangulan. El reverendo padre Anchietta, con su política sonrisa, replicó que el traslado de Ranquilef era “una decisión tomada”: la congregación salesiana no podía permitirse que uno de sus tutelados inaugurara el flamante Penal de Ushuaia ni, mucho menos, que la mujer y los dos pequeños hijos del asesino quedaran solos en el mundo. Alelados, los viejos amenazaron entonces con abandonar el asilo, y al padre Anchietta le bastó con volver a sonreír: aunque los hijos, nietos y bisnietos de los viejos pagaran puntualmente las cuotas del establecimiento, éstas eran menos el testimonio de un recuerdo personal que un tributo a la historia, y no había lugar para los fundadores en la próspera ciudad de Ushuaia.

Entre los internos más notables se hallaba Miss Emily Fairchild, aquella célebre naturalista que, de niña, había revelado a Charles Darwin los senderos más secretos de la isla, y hasta lo había librado de una de esas trampas que los indios onas tendían bajo la nieve. Según cuentan las crónicas, fue ella quien ahora ideó un plan de resistencia civil, que aunque adecuado a las limitaciones físicas de los sublevados habría resultado muy efectivo, porque prescribía que cada anciano se encerrara en su celda, dispuesto a rechazar comida y atención médica, desde la llegada del indio y hasta que el padre Anchietta decidiera su expulsión. Pero sucedió que tan pronto se vio en la celda Ranquilef enloqueció, rompió una botella de jarabe y empuñando un pequeño vidrio roto conminó al padre celador a dejarlos escapar; el cura estaba armado pero pudo más la fama del asesino y los cuatro indios saltaron por la ventana y se perdieron en los bosques en el preciso instante en que el barco del presidente de la Nación, de paso para la inauguración del penal de Ushuaia, entraba majestuosamente en la bahía.

Se dice que el general Roca era de naturaleza afable, y que la edad lo había vuelto benevolente con aquellas veleidades humanistas de los curas a las que había debido las peores úlceras de su juventud, pero que tan pronto supo de la reincidencia del criminal nómade fingió perder la paciencia, y a pesar de lo innecesario de toda represión (porque se acercaba el invierno, es verdad, y los indios pronto habrían muerto de hambre y frío o comidos por los lobos) ordenó que una cuadrilla de fusileros lo acompañara en la persecución de los fugitivos y que fuera el mismo padre Anchietta quien los guiase por el laberinto del bosque. Y así, desde su encierro en la celda y en lugar del escándalo que hubieran querido provocar, los viejos oyeron espantados los vaivenes de una cacería que, merced a la inexperiencia de los indios pampas en aquel paisaje, se desarrolló con una celeridad de pesadilla.

Cuentan las crónicas periodísticas que Ranquilef, ya al saberse perseguido, intentó que el niño mayor, Nipau, regresara a la Misión con los brazos en alto, pero éste, tan pronto sintió los tiros que sobrevolaban su cabeza, volvió sobre sus pasos y se internó nuevamente en la fronda donde ya no lo esperaban sus padres sino una manada hambrienta de lobos. Atardecía cuando el propio general Roca divisó a Ranquilef y a su mujer a la entrada de una cueva, tan cerca que bastó el primer tiro para que el indio rodase por la ladera entorpecida de colihues. La mujer, atontada por el dolor o el miedo, sólo atinó a buscar refugio en la caverna y hubo que internarse en las sombras con antorchas y, cuando por fin intentó abalanzarse sobre el general, ensartarla por la espalda de un bayonetazo. En el asilo, los curas disponían de ataúdes en abundancia, y sobre la blanca cubierta del barco presidencial, flanqueados por el general Roca y la severa fila de soldados, los cajones con los cuerpos de los indios parecían guardar un secreto sobre el que los ancianos habían construido la Nación, y que los tiempos actuales habían olvidado ignominiosamente.

Y, sin embargo, no todas las palabras de esta historia habían sido articuladas: porque tan pronto se retiró el último de los visitantes y el silencio –ese silencio sobrehumano que precede a las nevadas– volvió a reinar sobre la isla, un berrido débil y lejano empezó a taladrar la paz del bosque, y fue obligando a los ancianos a salir uno a uno de sus celdas y a internarse entre los árboles, tan seguros de su rumbo y tan ignorantes de su destino como las últimas bandadas que cruzaban el cielo hacia el Norte. Con una obstinación de sabuesos, los viejos pasaron largo rato siguiendo las huellas de los indios en el piso del bosque, y dos horas después, mientras la propia Miss Emily recogía una vinchita ensangrentada que flotaba en un charco, un llanto debilísimo la hizo volver la vista hacia la rama más alta de una araucaria de donde, colgada de una pierna, pendulaba la pequeña Likán, la hija menor del asesino.

El reverendo padre Anchietta, corroído por la culpa, ordenó descolgar a la niña moribunda con la unción con que, el Viernes Santo, las mujeres de Jerusalén arriaron el cuerpo de Jesús, y aunque dudó en ponerla en brazos de los viejos, fueron éstos quienes le rogaron que la entregara, y la llevaron cuidadosamente a la enfermería. Mirándolos volver en fila, oscuros y contritos bajo los primeros copos del invierno, el padre agradeció a Dios que al fin la caridad hubiera reemplazado al odio en aquellos corazones curtidos. Pero en el fondo lo dudaba: según la antigua costumbre protestante de leer en cada vericueto del destino una palabra del oculto lenguaje de Dios, los viejos no creían que fuera una trampa ona la que había salvado a Likán del exterminio. Para ellos, Likán era un mensaje, ese mensaje por el que tanto habían rogado para entender el sinsentido de su propia historia.

II

“En realidad –escribe el padre Anchietta en sus memorias–, a nosotros que no éramos, confesémoslo, ni indios ni pioneros ni ancianos, nos costará siempre entender la razón última por la que ese atisbo de humanidad llamado Likán concentró tan exclusivamente la atención de los viejos, y los congregó en torno de su camilla de enferma como una hoguera en lo peor del invierno.” Sin haberlo planeado siquiera, los viejos ya no volvieron a parapetarse horas y horas en el embarcadero, ni a deambular largamente bordeando la alambrada, ni a proclamar antiguos méritos que ya nadie quería reconocerles, ni a hostigar a los enfermeros con exigencias absurdas, como si quisieran vengar en ellos el olvido en que el mundo los tenía. Durante horas y horas, los viejos clavaban los ojos en ese magro cuerpo desnudo como se mira al río o al fuego, sin esperanza alguna pero sin mengua de interés, con la secreta confianza en que la duración nos revelará por sí sola el misterio de la vida. “Y fue así que los curas comenzamos a fomentar esa vigilia llevándoles sillas y mantas y comida, porque a la vez que suprimía la agresividad del motín mantenía intacta su mancomunión, y porque, en verdad, a fuerza de mirar y remirar a la niña, los viejos aprendían y cambiaban.”

En aquellas primeras horas de agonía, cuando la fiebre montaba alrededor de la cama de Likán los escenarios de su pasado y ella gesticulaba y aullaba en su idioma incomprensible, los ancianos fueron conociendo la tragedia de los nómades y la angustia de la persecución y el exterminio, y esa secreta indefensión que les había ocultado siempre el rostro duro de sus enemigos. Y luego, cuando cuatro enfermeros vinieron a llevársela para amputarle la pierna gangrenada, en la violencia con que ella se resistía los ancianos comprendieron los crímenes de Ranquilef, los cuatro soldados de frontera a los que había degollado para poder escapar del encierro en la Misión Salesiana. Durante la semana siguiente Likán permaneció abatida por la morfina y el cloroformo, pero los viejos continuaron inmóviles a su lado, olvidados incluso de dormir y de comer, como si aquel cuerpo inmóvil les hablara mucho más claramente que cualquier movimiento y el muñón fuera la palabra que mejor articulaba su propia invalidez.

El reverendo padre Anchietta, que ya había planeado hacer de la niña, en caso de que sobreviviera, un segundo Ceferino Namuncurá, empezó a visitar a menudo la salita, y viendo la pasión con que los viejos se comentaban en voz baja los miles de conjeturas que les inspiraba Likán, se preguntaba si un tal interés no ocultaría el gozo de verla sufrir tanto, “pues en verdad sólo alguien muy inocente podría confundir esa pasión de los viejos con la simple ternura o con la piedad cristianas”. Pero era a todas luces una calumnia, porque los muchos ancianos que iban muriendo en esos días no tenían ya la habitual expresión de alivio, sino el desasosiego de haber partido de este mundo antes de presenciar una inminente revelación. Y porque luego, tan pronto ella despertó y, con la expresión atónita de quien preferiría el horror de la fiebre al de la realidad, quedó librada a su destino, los ancianos comenzaron a disputarse el privilegio de ayudarla a sobrevivir.

La señora Cora Wilkins, ex madama del principal burdel de Punta Arenas, recordó sus viejos tiempos de modista en Liverpool y confeccionó para la niña un vestidito que, por victoriano, resultó exactamente igual a los que las viejas llevaban hoy. Del señor Oliver Matthew Bowles, ex carpintero de a bordo, se dice que pasó el último día de su vida fabricando una muleta diminuta con que luego la solterona Mrs. O’Connor, ex jefa de enfermeras del Hospital Británico de Ushuaia, enseñó a Likán a dar sus primeros pasos por los jardines de la Misión y por las playas de guijarros y a retomar, así, su afición atávica por el merodeo. Catherine Dobson, una poeta a quien el mal de Parkinson había obligado a abandonar su lira, la retomó brevemente para pintar en una oda la mirada de la niña que oteaba a través del alambrado de la Misión, hacia las colinas boscosas o el horizonte del mar, como si esperara un mensaje, y dice que esa espera llenaba a los viejos de esperanza. No la amaban, no, agrega el poema de Mrs. Dobson, pero seguían sintiendo que nadie estaba más capacitado que Likán para entenderlos, exiliada de un mundo que sólo existía en su memoria. Ella tampoco los amaba, pero buscaba instintivamente su compañía, porque en aquel mundo de celdas y jardines sólo los ancianos –que apenas si permanecían unas horas junto a ella y luego partían al más allá– sólo ellos eran idénticos a los nómades. Y porque, si en verdad podía verlos, también Likán reconocería en los viejos a sus pares, exiliados no de una tierra, sino de la comprensión, y acaso esperara de ellos un mensaje. Un mensaje que llegó, por fin, dos años después de la catástrofe, y desde la otra punta de la isla, desde la Misión anglicana de Harberton.

En efecto, una carta urgente del reverendo Clifford N. Bridges les narró cómo una noche, mientras diezmaba junto a su hija una jauría de lobos que había llegado a saciar en sus ovejas la hambruna de un invierno demasiado extenso, de pronto había descubierto que uno de los animales más aguerridos y feroces, el que se arrojó sobre la recia Edith para morderle la yugular, no era otro que Nipau, el hijo perdido de Ranquilef, que había sido adoptado por la manada y que por lo tanto había conservado sus costumbres de salvaje y nómade. Por unos meses, según los infalibles métodos de la Sociedad Misional, la señorita Bridges había tratado de civilizar al niño lobo, para llegar a la conclusión de que sólo podría reconciliarse al niño con su historia si se lo obligaba al único reencuentro que podía apreciar: el reencuentro con su propia hermana. Se dice que el padre Anchietta, aleccionado contra los experimentos religiosos y contra los altísimos riesgos de su publicidad, trató de impedir la llegada del niño; pero al fin debió admitirla, porque la ilusión de un reencuentro habitaba en lo más profundo de los corazones de Ushuaia: los hijos, los nietos y los bisnietos de los viejos habían heredado la ilusión de volver a esa tierra que nunca habían conocido y que cada uno llamaba por un nombre distinto: London, Rye, Cornwal... Mientras que los viejos, ahora que Inglaterra ya no existía, sólo ansiaban reencontrarse con la historia.

III

Lo que resta de esta historia corresponde a la leyenda, y si hemos de confiar en la versión que de ella dan los curas, diremos que los Bridges trajeron a Nipau dentro de una jaula de maderos, ubicada en el mismo lugar de la cubierta del barco donde dos años atrás habían yacido los cuerpos de sus padres. Rodeado por una multitud de periodistas y autoridades, de hijos y nietos y bisnietos, Nipau se batía frenéticamente contra los barrotes, lanzando tarascones a toda persona que, presa de una turbia fascinación, se le acercaba demasiado, y aullando como si quisiera convocar a la manada de lobos a que se lo llevasen de nuevo al corazón de la isla; mientras Likán, allá en su celda de la Misión, vestida como para un domingo de cien años atrás, abrazada a su muleta, lloraba ante una soledad tan absoluta y repentina que no podía ser sino la antesala de la muerte.

Un estampido de aplausos y de marchas militares acalló los alaridos del niño cuando al fin cuatro soldados bajaron la jaula al embarcadero y lo condujeron en andas, como a un santo de procesión, por entre la muchedumbre de ancianos que, los ojos grandes como dos lunas, apenas si podían concebir la importancia de aquel reencuentro. (“Ah la terrible soledad de aquella bestia, idéntica a la que habían visto un día en la niña, idéntica a la que ellos mismos llevaban en su recio corazón...”) Prudentes, tal como mudaban sus canarios de uno a otro jaulón, los curas colocaron la puerta cerrada de la jaula de Nipau contra la ventanita abierta de la celda. La niña, al oír esos gruñidos de lobo, empezó a brincar con su único pie tratando de encontrar vanamente una salida, mientras los ancianos se apresuraban a subir a la terraza desde donde, como una rueda de comensales en torno de una mesa vacía, habían decidido mirar el reencuentro por una pequeña claraboya. A una orden del padre Anchietta, los dos padres enfermeros abrieron la puerta de la jaula. El niño, menos por reencontrarse con su hermana, a la que aún sólo había olido, que por huir de la masa de fotógrafos y potentados, entró de un salto en la celda... Y el padre Anchietta, temeroso de un nuevo escándalo, ordenó cerrar las celosías “para respetar la intimidad de ese reencuentro”, invitó a la concurrencia a tomar un chocolate y volver dos horas más tardes a comprobar “el hermoso milagro”.

Entonces.

“Ah vosotros, ancianos del mundo que padecéis el misterio de la duración”, continúa el padre Anchietta en sus memorias, “tratad de imaginar la mirada con que los niños por fin se descubrieron, ellos que hasta entonces no habían parecido ver más que las fabulaciones del peligro”. Como los duelistas al comienzo de la lucha (y al ver tal similitud los ancianos ya intuyeron que algo andaba mal, y se tomaron de las manos –mientras arriba el cielo, estremecido, se turbaba en tormenta–), los dos niños sólo se miden, como si tampoco su comprensión pudiera abarcar lo que sucede. Sus antepasados nunca apreciaron los reencuentros: nómades en el paisaje nómade del de-sierto, donde todo fluye y se disuelve y recomienza y nunca un sitio es el que será apenas un momento después, cualquier permanencia llegó a parecerles tan aberrante como a los habitantes de las ciudades nos parece atroz la fugacidad de las cosas, la incesante mutabilidad que, al fin y al cabo, es nuestra única compañera de por vida. Y ahora, por vez primera, los niños nómades comparan lo que fue con lo que es, lo que es con lo que podría haber sido.

Ella, con su vestido victoriano de ancianita y su memoria cargada de tantas muertes inglesas, parece mucho, mucho más vieja que la vieja Inglaterra; él, con sus rasgos idénticos pero embrutecidos por la lucha, parece un familiar llegado, no de esos puertos británicos que añoran los inmigrantes de Ushuaia, sino de aquella época remota en que también los ingleses eran nómades y las islas británicas un racimo de riscos tan hostil como la Tierra del Fuego. El, el más fuerte de los hombres, el que ha aprendido a sobrevivir el invierno más antiguo y duro de la tierra, tiembla de frío porque carece por primera vez de la peluda promiscuidad de la manada; ella, que no deja de mirarlo, también tiembla, porque de golpe comprende que ha sobrevivido contra su propia voluntad y que es la más indefensa de las mujeres. Entonces, piensa ella, ¿era esto la muerte? Entonces, piensa él, ¿esto era el amor?

De pronto, los niños intuyen –como los ancianos, escandalizados, en la terraza ventosa– que no son sino los personajes de una historia que otros han tramado para entenderse a sí mismos. Ella mira hacia arriba, como buscando en lo alto una explicación de los viejos; él, indignado, recula y se pone en cuatro patas como dispuesto a atacar, pero de pronto se vuelve también a mirar a los ancianos, que incapaces de soportar esas miradas alzan sus ojos al cielo, que está más que nunca mudo e incomprensible, y vuelven a mirar a los niños. Que él sea el atacante parecerá a todos lo más obvio, pero no podemos ocultar que ella se entrega cuando él se le abalanza para clavarle los colmillos en el cuello, como si al fin y al cabo fuera un consuelo tener un papel en esta larga obra inentendible. Entonces los ancianos se pusieron a aullar y a correr con los brazos en alto, y según cuenta el padre Anchietta se necesitaron siete enfermeros para que Nipau, cegado como si quisiera buscar en el crimen su propia anulación, se desanudara por fin del cuerpo de la niña. Pero ya era muy tarde.

Likán, los ojos fijos en el recuerdo de su hermano, ya no volvió a salir de la enfermería. Nipau, ovillado en la misma celda, tampoco pareció tener ojos más que para su propia memoria hasta que un sutilísimo olor a carroña pasó por debajo de la puerta y le hinchó el hocico y por primera vez no sintió hambre sino una inconcebible desesperación: entonces repitió la hazaña de su padre y echó a correr por los pasillos y pasando de largo por el velorio atestado de ancianitos se perdió para siempre en los bosques como si quisiera recomenzar su vieja historia: pero esta vez los lobos habían muerto. Algunos afirmaron que, durante muchos años, el aullido de Nipau siguió retumbando en los canales fueguinos, derrumbando las inmensas paredes del glaciar sobre todo buque parecido al barco de Roca; otros juran haber cortado con la quilla un iceberg diminuto y que en su centro, como un carozo, se veía el cuerpo del niño congelado, y que aquellos que miraron sus ojos abiertos ya no pudieron pensar en otra cosa. Pero sólo se trata de consuelos de personas que no son, en ningún caso, ni indios ni pioneros ni ancianos, y que no pueden comprender. “Oh vosotros, ancianos de un mundo huérfano de nómades –concluye el padre Anchietta–, tratad de imaginar lo que comprendieron los ancianos en aquel velorio, porque somos nosotros, y no los viejos, los exiliados de la sabiduría. Imaginad –continúa–, porque no todo ha de decirse en ningún tiempo...” Y porque los curas ya no se atrevieron a turbar con preguntas la tristísima paz en que los viejos murieron, y luego murieron los curas, y luego los hijos, los nietos y los bisnietos, y luego cesaron los imperios y las misiones, y así pasó la historia.

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