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Verano12|Domingo, 2 de enero de 2011

El fantasma de la Plaza Roja

Por Edgardo Cozarinsky
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La última vez que vi a Enrique Raab me anunció la muerte de Franziska Gaal. Alberto Tabbia y yo estábamos invitados a comer en su casa, el departamento de Viamonte al 300 de donde lo iban a secuestrar a principios de 1977. Intento en vano ponerle una fecha a esa noche. Me mudé a París en abril de 1974 y pienso que no debió de ser mucho antes. Sin embargo, cuando busco información sobre Franziska Gaal en las falaces páginas de Google, encuentro diferentes fechas para su muerte: 1972, 1973, 1974. Creo que debió de ser a principios de 1974.

Enrique había preparado un gulash cocinado en cerveza. Su familia era vienesa y él mismo había nacido en Viena, pero cuando visité por primera vez Hungría, en 1995, y descubrí la existencia de un río llamado Raab, dada la propensión toponímica de la onomástica judía europea, pensé que probablemente la familia tuviera origen húngaro. Ahora se me ocurre que ese gulash poco frecuente podía ser una receta heredada.

Franziska Gaal en todo caso era húngara y judía: Fanny Silveritch, de Budapest. Aquella noche Enrique contó que un cable con la noticia de su muerte había llegado al diario. (Esto puede darme un indicio sobre la fecha: ¿trabajaba todavía como periodista en La Opinión?) Sólo para Enrique y Alberto el nombre significaba algo. Para mí era un vago eco cinéfilo, lejano, indistinto. Para Daniel Girón, que estaba con nosotros y era el menor, nada.

Fue en mayo de 1977, en una proyección de mi primera película francesa, Les Apprentis-sorciers, cuando Paulina Fernández Jurado, de paso por París, me dio la noticia de que Enrique había “desaparecido”. Llamé por teléfono a Alberto, a Buenos Aires, algo que en aquellos tiempos de discado no directo exigía paciencia y sobre todo extrema prudencia en los temas abordados; no recuerdo con qué eufemismo o circunloquios me confirmó la noticia. Al cortar traté de recordar detalles de aquella velada, que de pronto se me convertía en la última vez que había visto a Enrique. Intenté recordar los muebles de épocas dispares, la colección de discos de ópera y cabaret alemán, la biblioteca. Me di cuenta de que no les había prestado mucha atención. La conversación, en cambio, había quedado presente en mi memoria.

Enrique recordaba a Franziska Gaal como la pizpireta cantante de los años ‘30 cuyos discos escuchaban sus padres, cuyas películas musicales vienesas habían sido dirigidas por otro judío húngaro, Hermann Kosterlitz, emigrado a Hollywood con mejor fortuna que ella. La Gaal iba a eclipsarse después de tres intentos de imponerla al público norteamericano; él, rebautizado Henry Koster, conoció una extensa carrera y llegó a realizar en los años ‘50 el primer film en CinemaScope, una fábula cristiana titulada El manto sagrado (The Robe). Alberto recordaba una de las películas de la Gaal en Hollywood, pero no su título: una historia de Cenicienta, donde ella, con trenzas curvas armadas sobre alambres y boca pintada en forma de corazón, cantaba mientras lustraba los zapatos de los hombres de la casa donde servía, escupiendo ocasionalmente sobre el cuero para borrar una mancha. Hoy sé que ese cuento de hadas apenas desempolvado se llamaba The Girl Downstairs y fue el segundo de los tres films de la Gaal en Hollywood: el primero, The Buccaneer, lo dirigió nada menos que Cecil B. De Mille en 1938; el último, al año siguiente, iba a ser una comedia musical con Bing Crosby: Paris Honeymoon. Evidentemente, Franziska Gaal “no prendió” en los Estados Unidos y se me ocurre que su contrato debe de haber sido anulado rápidamente, como el de tantos artistas importados que no conocieron la fortuna de Ingrid Bergman o Charles Boyer. Durante los años del llamado Proceso de Reorganización Nacional, los amigos argentinos que vivían en el país viajaban al exterior con cierta comodidad gracias a un régimen cambiario artificial y benévolo. Cuando les preguntaba por Enrique confirmaban lo que yo ya sabía. Los veía incómodos, como si el solo hecho de sobrevivir en tiempos tan adversos los hiciera sentir vagamente culpables. Inútil era decirles que yo nunca había simpatizado con la lucha armada de los diferentes grupos que preparaban un futuro luminoso para sus militantes, y aciago para toda persona que no se sometiese a su evangelio redentor.

En uno de esos viajes, Alberto me contó, con emoción difícil de describir, que una mujer había interrogado dos o tres veces al portero del edificio de departamentos donde él vivía, al mismo tiempo que exhibía una vaga credencial, sobre “ese inquilino que recibía revistas y libros del extranjero”. Un buen día, se decidió a poner en el baúl de un taxi dos bolsas con la colección completa del periódico uruguayo Marcha y la llevó a casa de sus padres, en San Andrés, donde la quemó en el jardín. Alberto estaba lejos de compartir las posiciones que el periódico defendía y lo había frecuentado sólo por sus páginas literarias. El hecho de que el miedo, tan difuso en esos tiempos como humillante para quien lo padecía, le hubiese inspirado un gesto que coincidía con otras hogueras, enemigas éstas, le había dejado una cicatriz que no se le borró.

Cuando empecé a volver a Buenos Aires en 1985, me iba a enterar, por fragmentos, sin que intentase averiguarlos, detalles del secuestro de Enrique: los agentes armados que habían rodeado la manzana del edificio donde vivía, el portero obligado a dirigirlos hasta el departamento, la puerta ametrallada, la sangre que había marcado un reguero desde el departamento hasta la puerta de calle. Daniel también había sido secuestrado, pero a los pocos días lo liberaron y se fue a Mar del Plata, donde vivía su familia. Su rastro se perdió y nunca intenté buscarlo. Alguien me dijo que después del “retorno a la democracia” había vuelto a Buenos Aires y trabajado como guía en el museo del Teatro Colón; no hace mucho me dijeron que también él había muerto, prematuramente.

A fines de 1995, embarcado en la preparación de El violín de Rothschild, pasé dos semanas viendo viejos noticieros soviéticos en la cinemateca de Moscú, la Gosfilmofond. El derrumbe del comunismo había liberado esos documentos, súbitamente accesibles para la curiosidad de quienes habían vivido lejos del régimen y sumamente rentables para quienes lo habían padecido. En uno de ellos vi imágenes del desfile de la victoria sobre el nazismo, en la Plaza Roja, el verano de 1945: frágiles aliados, Stalin y Eisenhower se codeaban en el mismo palco de honor. De pronto creí escuchar en el comentario “Hollywood star Franziska Gaal”. Le pedí a mi asistente rusa que volviera atrás y me tradujera. Sí, entre los huéspedes notables que estaban en la Plaza Roja para asistir al embriagador festejo, se hallaba una mujer de sombrero efusivo y maquillaje discreto, que ya no era estrella de Hollywood aunque la ignorancia de quienes vivían privados de cine norteamericano aún pudiera suponerla tal.

En ese momento pensé en Enrique. “Decime, Enrique, dondequiera que estés, qué hacía Franziska Gaal en la Plaza Roja aquel día...” Me iba a enterar poco después, mientras filmaba en Hungría, que la Gaal había vuelto a Budapest en el fatídico 1940 (según otros el no menos aciago 1941) para acompañar a su madre enferma. Fue uno de los pocos judíos húngaros que escaparon, no ya al gueto de los primeros años de guerra sino a las matanzas salvajes de los militantes de la Cruz Flechada, que tomaron el poder en sus últimos meses, los del invierno de 1944-1945. No recuerdo quién me contó que había sobrevivido escondida por un marido ocasional.

Tras años de eclipse norteamericano, Franziska Gaal había intentado valorizar su pretérito paso por Hollywood montando en el Budapest en ruinas de la inmediata posguerra una producción histórica, anunciada como espectacular, con la promesa de dólares, que probablemente nunca se materializaron, y las intactas reservas de decorados y vestuario de los estudios locales. El título era René XIV. Según algunos, el rodaje se habría interrumpido muy pronto por falta de medios, según otros nunca había empezado. Poco después de ese fracaso la Unión Soviética iba a imponer en Hungría un régimen estalinista. La Gaal volvió a los Estados Unidos, donde su último rastro fue un breve reemplazo, hacia principios de los años ‘50, de una compatriota más astuta, Eva Gabor, en un espectáculo de Broadway: The Happy Time.

En mi visita siguiente a Buenos Aires, un estudiante muy joven me pidió una entrevista para hablar de Enrique, tema de su tesis universitaria. Sus preguntas despertaron recuerdos archivados, me obligaron a ponerlos en foco, a buscarles una cronología. Al hacerlo me di cuenta de que nunca había sabido demasiado sobre Daniel Girón. Y, por supuesto, no le iba a hablar de Franziska Gaal a un joven cuya memoria cinematográfica probablemente empezara con Star Wars.

Hace poco, en este 2005 en el que escribo, un historiador francés me hablaba de los gustos cinematográficos de Stalin, poco congruentes con la imagen del “padrecito de los pueblos”: Boy’s Town, una comedia de MGM sobre la redención de chicos delincuentes por un sacerdote irlandés, había sido propuesta a los directivos de la Mosfilm como ejemplo de cine didáctico; The Great Waltz, biografía de Johann Strauss también confeccionada en Hollywood, había sido uno de los pocos títulos norteamericanos autorizados en la Unión Soviética; finalmente, una de las películas más cercanas a su corazón había sido una comedieta vienesa de 1935 titulada Peter. Sentí un sobresalto. La protagonista de ese film era Franziska Gaal. ¿Habría hallado un indicio que me explicara su presencia en la Plaza Roja, entre los invitados distinguidos de ese día histórico? La Gaal, en todo caso, murió antes de que mataran a Enrique. Alberto murió en 1997 y me legó sus libros y el mandato de escribir. Es posible que Daniel haya muerto también. Yo no. Escribo e intento hilar una trama (acaso impalpable, sin duda tangencial) a partir de esas vidas, de esas muertes.

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