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Verano12|Jueves, 17 de febrero de 2011

Odio los sábados

Por Juan Bautista Duizeide
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Llega al bar quince minutos antes de las ocho. Como si debiera tomar una guardia de navegación a la sombra de algún capitán implacable de los que frecuentó cuando sobraban barcos para alejarse del hastío. El bar le parece horrendo y la canción que emiten parlantes ocultos entre plantas artificiales logra empeorarlo. No son demasiado diferentes los demás bares que se apiñan por esas cuatro o cinco manzanas. Y elija el que elija ella siempre lo encuentra. Es parte del juego.

El ya está bastante aguerrido. Ahora le basta un golpe de vista para decidir, entre los pocos lugares desocupados, dónde ubicarse al acecho. El vecino de mesa, a su espalda, es muy corpulento, casi gordo. Embutido en una chomba color rosa que no debe ser barata, parece un rugbier retirado hace poco, un forward. Su perfume apesta. Es común encontrar ejemplares así en esos bares donde una Guiness sale más cara que en Dublín y encima la sirven aguada.

Se quita el gabán oscuro y lo deja sobre un costado de la mesa, de modo que permanezca libre una de las tres sillas. Nunca se sabe, puede llegar a necesitarla. Cuando la mesera intenta acercarse con la carta, la intercepta el grandote sentado atrás y le dice ¿para mí no hay nada? Sin darse vuelta, él mira de reojo lo que pasa: el tipo la toma de un brazo, tironea y la atrae hacia él. Poco falta para que la haga trastabillar y caer encima de sus piernas.

La mesera logra zafar del forward y se le acerca. Espero a alguien, pedimos juntos después, le propone él. La mesera acepta, le sonríe y lo deja solo. El forward no para de hablar por su teléfono portátil. Intenta vender un auto. Puesto a nuevo, dice. Todos los papeles, dice. Con este caño te cansás de levantar, asegura. No terminó de hablar cuando se le acerca un conocido o amigo o socio, pocos años más joven y los suficientes kilos más delgado como para aspirar a wing del mismo equipo. Sin apartar el teléfono de su oreja derecha, el forward se para y ofrece la mejilla izquierda para que el recién llegado le estampe un beso, muy suave pero exageradamente ruidoso. Luego los dos se sientan y ahora es el otro quien atiende una llamada por su teléfono portátil mientras el forward lo acosa: ¿una minita?, ¿una minita?, ¿una minita? Dale contá, boludo.

Después de guardarse el teléfono en el bolsillo de su campera, con una lentitud que parece cargada de intención, como quien de la nada intenta crear interés, el wing aclara: No, qué minita, la puta que los parió. Un quilombo con mi viejo, le quieren hacer juicio político los zurdos.

Hay que retorcerles el cogote, sentencia el forward. Ahora grita como para que no puedan evitar oírlo en cada uno de los bares de esa esquina, en cada una de las mesas donde los parroquianos se emborrachan para mejor resignarse a las repeticiones de cada sábado, en los baños donde toman la cocaína necesaria para contrarrestar los efectos del alcohol que toman para contrarrestar los efectos de la cocaína, en los depósitos donde los encargados de confianza del dueño ejercen el derecho de pernada sobre las meseras novicias. El wing hace que sí que sí con la cabeza y se regodea: uno por uno hay que reventarlos. A todos. El forward redobla la apuesta: trescientos mil por lo menos, hay que limpiar trescientos mil para que funcione este país. Negros de mierda, concluye el wing. Negros de mierda, asiente el forward bajando la voz y termina su homilía con un bufido.

Ya no aguanta las obviedades furiosas de sus dos vecinos cuando al fin la ve aparecer. Ella lo reconoce enseguida al otro lado de ese ventanal que da a una lenta caravana de autos. Se queda un momento quieta mirándolo. Sus ojos son como el Río de la Plata al amanecer, marrones claros, un poco turbios, pero con celajes. Sus ojos se ríen por adelantado.

Nomás entra ella al bar, todos y todas giran sus cabezas para mirarla. Ella camina con pasos decididos y amplios, hamacando muy levemente las caderas. Su larguísimo sacón azul oscuro, casi negro, vuela hacia atrás con el avance como la capa de una princesa, de una capitana pirata, de una bruja camino al aquelarre. Deja ver una remera gris con algunos agujeros, a través de ella se nota bien que debajo no lleva corpiño, y pantalones beige de trabajo ceñidos a sus muslos. Cada tacazo de sus borceguíes raja como una salva de cañón el silencio que ganó el bar. Su andar es un viento al crepúsculo, su pelo una bandera de fuego.

El se para a recibirla. Ella se le acerca, lo toma de los hombros con sus manos muy blancas y pecosas, le palpa los huesos, se pone en puntas de pie, le apoya las tetas en el pecho, suspira sin medida ni recato, estrecha su vientre contra el de él y se frota sin disimulo mientras lo besa. El no puede evitar que su cuerpo se descontrole y le corresponda de inmediato a esos pezones que se endurecen con el contacto. Pero no se entusiasma con la lengua que se remueve como una serpiente prisionera en su boca. Sabe que actúa más para el escándalo y la avidez de los otros que para su placer. Al menos por ahora.

Qué tal, le pregunta ella, como cada sábado en lo que va de este invierno, y se sienta en la silla que él corrió con un gesto mínimo pero preciso. Muy bien, le contesta él. Aunque no sea del todo cierto, es un poco menos falso ahora que están juntos. El bar sigue en silencio, en suspenso. Después de una pausa, él agrega, en voz no tan alta pero muy clara: lástima tener que aguantar las idioteces que decía un gordo pelotudo y cagón.

Se callan los dos. Como todo el bar. Ella respira con agitación, sus ojos son un agua brumosa donde la mirada de él flota a la espera de una señal.

La señal llega. Antes que la voz del enemigo la señal llega y cuando él se para el enemigo no logró acercarse un centímetro. Avanza el enemigo pero él ya toma posición, las piernas un poco más abiertas que el ancho de su espalda, levemente agazapado, tenso.

Ella también se para, de modo tan brusco se para que la silla que ocupaba cae hacia atrás y hace un ruido de travesura, de juguete roto.

Pelotudo puedo ser, propone el forward y no hay manera de que no lo escuche todo el bar. Pero cagón nunca, se jacta mientras se le viene al humo, embistiendo con la testuz gacha.

El manotea una botella de la mesa de al lado, lleva su brazo derecho hacia atrás para tomar impulso y luego lo lanza con toda su fuerza hacia adelante. Va directo a la cabeza del forward, que por reflejo se agacha todavía más y se cubre con las manos. Entonces él, en lugar de dar el botellazo, aprovecha y lo patea en la entrepierna. Con tanta fuerza lo patea, con tantas ganas lo patea, con tanto asco lo patea, que el forward se dobla y sus manos bajan hasta esos nudos de puro dolor como si fueran campos magnéticos a cuya atracción no pudieran negarse. Ahora sí, le parte la botella en la cabeza y el forward se derrumba. Es una secuencia probada en cientos de puertos por todo el planeta: amago de botellazo, patada, botellazo. Siempre funciona. Se la enseñó nada menos que el mismísimo capitán Gonzaga, el peor de todos los déspotas con los que navegó, aunque es cierto que tenía estilo, y eso lo salvaba en una época de conformistas. Personalmente, Gonzaga se ocupaba de instruir y entrenar a sus tripulantes para que supieran aguantarse cualquier cosa en lugares difíciles, así como se ocupaba de enseñarles a usar las balsas y los botes por si alguna vez llegaban a naufragar. Aunque la carga y la descarga eran cada vez más rápidas y por lo tanto ya no permanecían demasiado tiempo en ningún muelle, Gonzaga no abandonaba esa costumbre, fuera por inercia o por nostalgia de las juergas y las grescas de otros tiempos. Alumno aplicado, él nunca olvidó la lección: amago de botellazo, patada, botellazo. Pero ahora lanza una patada más, por prudencia, y la puntera de su borceguí contra la frente del forward arranca un sonido breve, ahogado.

Ella respira cada vez más con mayor agitación. Tiene la punta de los dedos de la mano derecha en la boca. Atrapada en su entrepierna tiembla su mano izquierda. Sus ojos brillan con humedad de tormenta.

Al wing, testigo incómodo de esos segundos en los que el mundo pareció volverse loco, no le quedan más opciones que el combate o la huida. Quizá no sea tan inteligente ni tan valeroso como para huir. Con menos elegancia aún que el otro, se le viene. Contra él no hace falta ningún truco. Choque inelástico de dos cuerpos sólidos, según le enseñaron, hace tanto, en el gabinete de física de la Escuela de Náutica. Es científico: toma la silla, la enarbola, con limpieza la impulsa como si fuera un arponero tras la enésima ballena de su vida y la base de la silla se parte contra la cabeza del flaco. Y el flaco se cae. Lentamente se cae, tan lentamente que llega a verle, cosido de manera muy prolija a la campera, el escudo del colegio católico más caro de la ciudad, donde suelen estudiar los hijos de los matasanos podridos en dinero gracias a abortos clandestinos junto a los hijos de los abogados más tramposos y los hijos de los políticos más corrompidos. Cae como cae una bolsa de basura de un camión sobrecargado, pero por prudencia le patea con fuerza la frente. Y vuelve a patearlo ya por vicio, porque de su nariz brota bastante sangre, aunque menos de la que le corre por la cabeza, maltrecha como un tomate abandonado después de la feria. A su lado, el forward lloriquea agarrándose los huevos con la mano derecha y la frente con la mano izquierda. Entre sus dedos también corre la sangre. Donde antes hubo silencio se multiplican los gritos. Todos y todas piden auxilio, claman por la policía, por la policía, por la policía. Tanto a él como a ella les molestan las voces de mujer agudas, ya lo conversaron, no hay caso con esos timbres. Razón suficiente para irse de inmediato.

El recoge su gabán de encima de la mesa con la mano izquierda. Sin apuro. Empujándola apenas con su mano derecha la impulsa hacia la salida a ella, que entretanto ya dejó sobre la mesa una pila de billetes por más que no hayan consumido nada. Se disponen a ganar el aire de la calle. Saben que una buena retirada es una de las maniobras más difíciles. Pero eso no puede ser jamás excusa para resignar la forma. El encargado de seguridad del bar trata de cubrir la puerta para cerrarles el paso hasta que la ley se haga presente. Lo más seguro es que el pobre nunca haya peleado, en un puerto muy lejos de casa, contra una tripulación entera de filipinos alimentados a arroz partido y perros rabiosos, ni tampoco haya remado horas y horas bajo un sol como un huracán de fuego hasta no saber en qué se convirtieron los brazos. Tampoco él lo ha hecho, tuvo que conformarse con lo que le contaron, durante guardias o maniobras interminables, tipos que sí vivieron la época dorada. Pero no le da tiempo al de seguridad para que sospeche ese hueco lamentable en su educación, le calza un gancho en la quijada con el puño diestro y ve cómo se abate sobre sí mismo: parece que las piernas se le hubieran derretido, que los ojos se le hubieran congelado, que el cuello no pudiera sostener más su cabeza. Luego lo mira ahí tirado y lo corre con un pie. Al fin y al cabo, y pese a todo, es un trabajador, un trabajador como él por más que haga meses que no consigue un barco, así que lo exime de la patada final. Luego se pone el gabán, abre la puerta, se hace a un lado y la deja salir a ella. Sin apuro, como un caballero del mar demorado en esto que los rutinarios y los irreflexivos llaman tierra firme. Alcanza a distinguir la expresión de miedo del cajero, los gestos de los clientes que por una vez abandonan su compostura y su seguridad sobreactuadas; le parece detectar la leve sonrisa de una mesera. Ya nadie pide por la policía. Ya nadie dice nada. En alguna parte suena una melodía que la situación vuelve absurda, es un teléfono portátil y al parecer su dueño no se anima a contestar. Al irse los despide el lloriqueo del forward.

A pasos largos y rápidos, pero sin llegar al trote, para que la retirada no se parezca a una fuga, van hasta el Bentley rojo y negro. Ella siempre lo estaciona por la misma cuadra y después sale a buscarlo a él de bar en bar. Ahora la calle es un torrente desbocado de autos que pasan y vuelven a pasar, muchos andan con las ventanillas bajas y las radios o los estéreos a un volumen que duele. La ciudad entera es un solo grito de miedo al silencio. Ella va a los saltos, lo besa en el cuello, en las orejas, le mordisquea el lóbulo y lo vuelve a besar, lo besa en la mandíbula, lo besa en la nuca, le hace cosquillas con la punta de la lengua, lo hace estremecer con su aliento cálido y ansioso.

Suben al Bentley, enseguida ella lo pone en marcha y arranca. Con unos pocos golpes de volante sortea las calles más congestionadas ganándose bocinazos, insultos y piropos subidos de tono. Maneja con la mano izquierda, con la derecha le abre la bragueta. El, tumbado sobre el asiento, con las piernas estiradas todo lo posible, con la cabeza echada hacia atrás, con los ojos entornados, la deja hacer. Muy de vez en cuando arquea el cuerpo como un caballo desacostumbrado a que lo toquen. Ella lo acaricia, lo incita, lo sacude, lo aprieta ahí hasta hacerle doler. Entrecortada la respiración, gime, se ríe, llora, canta, pasa dos, tres semáforos en rojo, dobla las esquinas haciendo chirriar las gomas. Se van alejando de la zona a la moda, se van alejando del centro de la ciudad. La Catedral, la Casa de Gobierno, la Legislatura, la Municipalidad corren y corren hacia atrás. Desembocan en una calle ancha y vacía y ella acelera. El velocímetro marca 100 kilómetros por hora, 120, 140, 150. Ella no escapa de nadie, sólo trata de alcanzarse.

El ya casi no aguanta cuando ella detiene el Bentley en un rincón oscuro del bosque, bajo eucaliptos inmensos, y comienza a arrancarle la ropa al mismo tiempo que se va arrancando la suya, se le monta, sube, baja, sube, baja, lo besa en la boca metiéndole muy hondo la lengua, lo besa en el cuello, lo besa en el hueco bajo el cuello, le acaricia los hombros y sube y baja y sube y baja, cada vez más, más, más rápido, haciendo que el auto se mueva como uno de aquellos pesqueros en el banco Burdwood, hasta que los dos sueltan un suspiro que es una queja que es una risa que es un acorde y se quedan quietos. Quietos y abrazados mientras sus respiraciones amainan, mientras sus transpiraciones mezcladas se les van secando sobre el cuerpo, mientras chorrea el agua de las ventanillas que tanto furor empañó.

Después se apartan y se van vistiendo sin palabras. Ella saca un montón de billetes y se los ofrece sin contarlos. Aceptá, marinero, le dice. Aceptá aunque sea hasta que encuentres un barco. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿quién va a ayudarnos? El ya no la corrige diciéndole que nunca fue marinero, tampoco insiste ya aclarándole que es un piloto que perdió la gracia del mar. Le gusta que ella le diga así, que así lo vuelva a bautizar cada vez. Como si tal palabra, en aguas de tal voz, le alcanzara, desde tan lejos, la sal, la espuma, el viento. Marinero.

Con una sensación de paz, de bienestar, de pleno vacío como la que tal vez alcancen los iluminados, él baja del Bentley. Saluda con la mano, se da vuelta y empieza a alejarse. Unos pasos más allá, apenas unos pocos pasos más allá, se detiene. Respira hondo el perfume nocturno de los árboles, una espada fría que se clava en su pecho. Mira hacia arriba. Descubre por entre el ramaje de los eucaliptos a su favorita entre todas las constelaciones: Orión. Recorre con la mirada sus estrellas principales. Betelgeuse, Rigel, Bellatrix, Alnilam, Mintaka, recita para sí mismo con voz tenue, grave, rota. A los pies de Orión corre el río Eridanus como si brotara de la estrella Achernar, una herida de luz en el cielo del Sur. Identifica también a los dos perros de Orión, que hace millones de años lo provocan a Taurus. Después baja la vista y sigue caminando, con los manos en los bolsillos, la cabeza metida entre los hombros, la pera clavada en el pecho. Da unos pasos más y ya no aguanta. Vuelve a detenerse, mira hacia atrás, la mira.

Chau, hermoso, lo saluda ella asomándose por la ventanilla. Y toca bocina una, dos, tres veces. Toques cortos, como quien dispara corcheas en un piano buscando, buscando, buscando qué. Se ríe y la risa le transfigura la cara, la deja sin edad. El fuego de su pelo es otro fuego. Sus ojos, agua que el viento limpió.

Ninguno de los dos dice hasta el próximo sábado. Pero ése es el trato.

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