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Verano12|Domingo, 20 de febrero de 2011

Historia clínica, un diario íntimo

Por Alan Pauls
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Martes, once y cuarto de la mañana

Voy del cuarto a la cocina a dejar una taza de café sucia y en el camino, en el living, veo el brillo verde de la luz de encendido del equipo de música. No sé por qué, desde hace un tiempo no soporto que los aparatos estén prendidos sin funcionar. Lo considero un derroche inadmisible. Así que me desvío y voy a apagarlo, y junto al equipo descubro un disco fuera de su caja, para colmo con la cara grabada boca abajo, como me dijeron que hay que dejar los discos para que acumulen polvo y dañen, primero de un modo pasajero, más tarde irreversiblemente, el lector del equipo. Es el disco que Sinatra grabó con Jobim. Lo compré por todos los recuerdos de juventud que tenía entendido que les traía a mis padres: la fusión Brasil-Estados Unidos, la música en los clubes, Río de Janeiro, el culto del bronceado perfecto, los descapotables, los encendedores macizos, la bikini, los playboys, todo lo que después los sociólogos –ah, ¡los sociólogos!– llamaron con alguna prisa la Cultura Gin Tonic... El día en que le conté que me lo había comprado, con el fervor de quien hace un tardío mérito filial, mi madre a duras penas reprimió una mueca de asco. Al parecer no era su disco preferido sino el de mi padre –de cuántas ilusiones ópticas se alimenta la infancia–, del que llevaba décadas felizmente divorciada pero al que mantenía intacto, como una miniatura de magia negra, en el secreto altar de rencor donde lo visitaba día por medio. Meto el disco en su caja y lo escondo intercalándolo en la pila de compilaciones de Grandes Exitos. Esta noche viene mi madre a cenar: no quiero crear fricciones gratuitas, y mucho menos ahora, que ha dejado de tomar ansiolíticos.

El mismo martes, media hora después

Dejo de escribir y al levantarme veo junto al equipo de música la taza de café sucia que nunca llegué a llevar a la cocina. Me pasa cada vez más a menudo. Basta que me proponga hacer algo en un espacio distinto del espacio en el que estoy para que algo me distraiga y eche al olvido lo que me proponía hacer. Consulté con mi médico. Contra todas mis expectativas, no me diagnosticó Alzheimer, pero creo que con un poco de ayuda de mi parte al menos habría mencionado la palabra y podríamos haber tenido una conversación interesantísima sobre el asunto. Me acordé de un artículo que leí hace unos meses sobre unos arquitectos norteamericanos que empezaban a desarrollar arquitecturas específicas para pacientes con Alzheimer: clínicas, centros de internación cuya estructura espacial, laberíntica y a la vez circular, compleja e infantil al mismo tiempo, impide que los enfermos se pierdan. Me pregunto si mi problema es un problema con el espacio o con el recuerdo, y si hay alguna diferencia entre una cosa y la otra. Como ley general, podría decir –quizás un poco prematuramente– que en esta etapa de mi vida, cuyo final no puedo prever pero cuyo principio, aunque algo turbio, podría fechar el día en que sin darme cuenta grabé una película pornográfica de la señal de cable Venus en el primer casete que atiné a encontrar, borrando por completo el parto de mi hijo mayor, el que cumple actualmente una condena por ejercicio ilegal de la medicina en un penal de Olavarría, provincia de Buenos Aires –como ley general, decía, diría que para mí las ideas no tienen o tienen cada vez menos una existencia independiente–. Están ligadas –no, demasiado tímido: “soldadas” habría que decir–, están soldadas al espacio físico en el que estoy cuando las concibo, y que de algún modo es su propio espacio, tan propio, en rigor, que, como los astronautas cuando alguna maligna criatura alienígena los arranca del ecosistema portátil en el que viven dentro de sus trajes, fuera de ese espacio no tienen la menor posibilidad de sobrevivir.

Jueves, cinco y media de la mañana

Completamente desvelado. Busco a mi mujer por toda la casa; no está en ningún lado, no dejó ninguna nota, nada. Hay dos mensajes en el contestador (debo haber dormido tan profundamente que ni siquiera escuché el timbre del teléfono): las obscenidades de siempre. Me doy cuenta de que tengo una frase en la cabeza. Es más: si agito la cabeza, la frase golpea contra las paredes del cráneo como una moneda de cinco centavos en una alcancía. La frase es: “Los pueblos que no tienen memoria están condenados a repetir su historia”. ¿Cómo puedo haber vivido tanto tiempo confundiendo esa puerilidad con un axioma político? La repetición, ¿no es precisamente la obra maestra de la memoria? Suena el teléfono: es mi mujer, casi no reconozco su voz. Hay mucho ruido en la línea. Me dice que no me preocupe, que está estudiando en lo de una compañera de facultad. Me distraigo: me miro las uñas de los dedos gordos de los pies, que están completamente amarillas. Ya prácticamente no hay diferencia entre las uñas y la piel de los dedos. “Tengo pies de mutante”, le digo a mi mujer. “No digás pavadas y volvete a la cama”, me dice. Nos despedimos, pero tardamos en colgar. Ella espera que yo cuelgue primero; yo, que cuelgue ella. Al final colgamos exactamente al mismo tiempo. Pero yo descuelgo enseguida para sorprenderla todavía escuchando. Ni siquiera sabía que mi mujer estudiara.

Viernes

Le pido a mi médico que me derive a un neurólogo. Ingenuo: los homeópatas detestan a los especialistas. En cambio me recomienda que lea “Funes el memorioso”, el cuento de Borges. Mi médico tiene el consultorio justo en diagonal a la casa de Borges de la calle Maipú. Alguna vez me confesó que abordó a Fanny, la mucama desheredada por María Kodama, para arrancarle alguna anécdota íntima del escritor, y que la mujer, cargada de bolsas de compras, lo amenazó con llamar a la policía. Mi médico tiene la teoría de que la ceguera de Borges era psicosomática. Dos por tres le dejaba en el buzón sus tarjetitas de homeópata con la dirección y el teléfono del consultorio. Decía que si le curaba los ojos a Borges iba a ser el homeópata más famoso de la historia. Más famoso que Hahnemann, que Bronfman, que Sánchez de Bustamante, que Fritzsche, que todos. En el cuento, como todo el mundo sabe, el narrador describe a Funes como un “Zarathustra cimarrón y vernáculo”. Me desconcierta un poco la hache después de la te en “Zarathustra”. No recordaba que el cuento fuera tan bueno. A las tres páginas caigo en un sueño muy profundo, como hipnotizado.

Sábado

Fritzsche: “Toda acción incluye el olvido”. Veo mucha, mucha televisión, hasta hartarme. Me especializo en comedias que tuvieron su cuarto de hora hace dos o tres años, y las veo con un entusiasmo desbordante, como si participara de un gran acontecimiento del presente. Soy el más grande erudito en Seinfeld que debe haber, o quedar, sobre el planeta. Voy a fiestas y reuniones y no hago otra cosa que contar el argumento y las vueltas de tuerca y los chistes del capítulo que vi la noche anterior, o quizás esa misma mañana. Obligo a los demás a recordar lo único que, para mí, está sucediendo ahora. Poco a poco las invitaciones empiezan a ralear. Mis amigos no me devuelven los llamados. Alguien me habla de Los Soprano; me doy cuenta de que tratan de neutralizarme. No entienden: no me interesa la calidad, ni el ingenio, ni siquiera el fenómeno sociológico: lo único que me interesa es llegar tarde.

Lunes, mediodía

Postrado. Hepatitis, dice el médico de urgencias. “¡La hepatitis no existe!”, me grita por teléfono mi médico. “Leé el Diario de una hepatitis de Aira y vas a ver.” “Todavía no terminé Funes”, le digo. Quince minutos después me resbalo al ducharme: esguince de tobillo. “Ah, eso es otra cosa”, dice el médico esta vez, con un tono de respeto reverencial que ninguna otra enfermedad le había inspirado antes. Estoy completamente amarillo; tengo el pie inflado como una pelota, inflado y rojo. Como Funes, como James Stewart en La ventana indiscreta, que, como Funes, veía más, mucho más que todos y lo creían loco. Hace días que en casa no hay gente. No me sorprende de mi mujer, que siempre me odió, ni de mi hijo, que manda desde el penal las postales que dibujan los presos modelo, pero sí de mi hija menor, a la que siempre consideré una persona de juicios independientes. Sigo con Funes. Lo leo tomando café, para no dormirme, y unas cápsulas de gingko bilova que alguien dejó sobre la mesa del comedor, al lado de una taza de café sucia que vaya uno a saber qué hace ahí. Deben estar vencidas, porque apenas las trago siento que se deshacen y caen en el estómago como una lluvia de polvo. Lo interesante es que el narrador del cuento olvida su primer encuentro con Funes. Es su primo Bernardo el que se lo recuerda. Después, la segunda vez, cuando vuelve a Fray Bentos y pregunta por él, Bernardo le cuenta que lo tumbó un caballo y que quedó tullido. Como James Stewart en La –esto ya lo dije–. Y en ese momento el narrador sospecha. Sospecha de la memoria de su primo y, desde luego, de toda memoria. Dice: “El hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores”. Suena el portero eléctrico. Me cuesta muchísimo levantarme de la cama, pero atiendo igual. Podría ser una emergencia. “Masajes tailandeses”, dice una voz de hombre. Reconozco al encargado del puesto de diarios, a quien –me doy cuenta ahora– le debo como mínimo tres meses.

Lunes, antes de comer

No quiero tener una vida histórica. Quisiera ser como los animales, que viven en el presente como una cifra que se divide sin dejar resto. Quisiera instalarme en el umbral del instante, olvidarlo todo, tenerme en pie en un solo punto, sin temor y sin vértigo. Pero vuelve a sonar el portero eléctrico y su insistencia, dramática e imperativa, me suena familiar. Es mi madre. Se ha reconciliado con su último ex novio. Están los dos abajo. Quieren contármelo todo. Apuesto todo a sus problemitas de cadera y le digo que yo encantado, pero que no hay ascensor, que van a tener que subir los dieciséis pisos por escalera. A ciegas, además, porque tampoco hay luz: todas las bombitas de la escalera están quemadas o rotas, y el encargado del edificio no aparece desde hace dos semanas. (El administrador sospecha que tenía algo que ver con el sauna que operaba en la planta baja.) Los oigo conversar por el portero eléctrico. Escucho cómo se besan. Después él dice algo que no llego a entender pero que a ella no parece caerle del todo bien y se ponen a discutir. A los diez segundos mi madre está rociándolo de insultos. El dice que yo tengo la culpa de todo, como siempre. Vuelvo a la cama. En la televisión dicen que han detenido a un ex presidente. Pasan un montaje de imágenes del tipo “ascenso y caída”, que recorre su vida en los últimos diez años y lo convierte automáticamente en una estrella de cine caída en desgracia. Todo gran acontecimiento histórico se produce en una atmósfera no histórica. Me duermo con el televisor prendido.

Lunes, a medianoche

Este país siempre ha querido liquidarnos, nos ha liquidado siempre, y cuando no nos ha liquidado nos ha obligado a recordar que siempre puede liquidarnos. Nos exige que hagamos memoria, que aceptemos todo –la opresión, la miseria, el desamparo, la violencia, todo– bajo la amenaza de que si no lo aceptamos volverá a hacer lo único que sabe hacer como ningún otro: liquidarnos. Me corto las uñas. Después de cortarme las uñas me arranco las cutículas. Me da hambre. En la heladera no hay nada. Debajo de la pileta de lavar, escondida tras el lavarropas, descubro –menos mal– una bolsa de alimento balanceado para perros. Es para cachorros. Espero que no me caiga mal. ¿Tuvimos alguna vez un perro, nosotros?

Miércoles, de tarde

Viene a verme mi médico. Jugamos a las cartas. Se perdió el capítulo de Seinfeld de ayer, el que está contado al revés, que empieza en la India y termina cuando Jerry, joven, acaba de mudarse a su departamento y se encuentra por primera vez con el personaje de Kramer. Mi médico hace trampa, como me lo imaginé. Es un pésimo perdedor. Cleptómano, además. Se mete el disco de Sinatra y Jobim en el forro descosido del sobretodo, que por otra parte es mi sobretodo. Se queda dormido en el sillón, con restos del alimento para perros en las comisuras de los labios. Aprovecho y vuelvo a Funes. Nunca pensé que un cuento pudiera durarme tanto. La clave del personaje, por supuesto, es que no sacrifica nada.

Viernes, madrugada

El médico despierta y me descubre leyendo. Le digo que la clave de Funes es que no sacrifica nada. Se pone a aullar: ¡Borges canalla, ladrón, perro miserable! Caramba. Dice que Funes es en realidad Seresevsky, el paciente más famoso del médico soviético Alexandr Luria. Era hipermnésico: no podía olvidar nada. Tiró unos años como mnemonista profesional, como el míster Memory de Los 39 escalones, pero no tardó en desmoronarse. Son palabras de mi médico. Tenía dificultades para formar un concepto general sencillísimo como el de “perro”. No podía dejar de lado las propiedades individuales de todos los perros concretos que había visto en su vida. Así que si no quiere volverse loco, debe aprender a olvidar. “Me estás cargando”, le digo. “Palabra”, dice mi médico. Nunca lo vi tan serio, y debe hacer casi diez años que lo conozco. Once, desde que dejé las drogas duras. De modo que Luria inventa la letotecnia. Como hay métodos para memorizar, también hay técnicas para olvidar. Y lo primero que hace es lo que más éxito tiene, el colmo de la eficacia: obliga a Seresevsky a escribir en un papel todo lo que quiere olvidar. Hace listas, y todo lo que va escribiendo se le va borrando de la cabeza. Escribe para olvidar. “No está mal”, le digo. Comemos en la cocina. El sigue con mi sobretodo puesto. Quiere meter una mano en un bolsillo, la mete en el forro descosido y tropieza con el disco de Sinatra y Jobim. No lo reconoce. Lo vuelve a dejar dentro del forro, por prudencia. “De chico, en el campo, me dijeron que siempre que encontrara una tranquera abierta la dejara abierta, y siempre que la encontrara cerrada la dejara cerrada.” Lo acompaño hasta la puerta. Al pasar junto a la mesa del comedor golpea sin querer la taza de café sucia y, agachándose, la recoge en el aire, justo antes de que se estrelle en el piso.

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