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Verano12|Miércoles, 4 de enero de 2012

Una forma de morir

Por Paula Pérez Alonso
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El cuento por su autor

El olvido del olvido

Este cuento fue inspirado por un rasgo que mi padre y yo compartimos en mi infancia y adolescencia: una cierta cualidad para la observación y el silencio. Si bien es pura invención, no cuenta algo que pasó, hay momentos, ocurrencias, que mi padre reconocería enseguida. El que aquí aparece es él, y ciertos elementos muy nítidos, recuperados para la escritura, son parte de mi memoria –aunque uno sabe que toda memoria es falsa–.

Desde hace algunos años pienso que valdría la pena escribir una serie de relatos que podría llamarse “Historias con mi padre”, en las que él aparecería como protagonista o como personaje lateral, al sesgo. El viejo era alguien muy romántico y con esa palabra abarco varios aspectos que tuvieron que ver con su devenir. También era divertido, así como era brutal y cabrón, era divertido.

Cuando yo estaba en 6to. grado me regaló un Manual de Sociología de tapas verdes y 400 páginas que por supuesto llevé al colegio para impresionar a la maestra. Lo dejé sobre mi banco hasta que logré que ella lo viera: lo hojeó y quedó pasmada. Creo que ese fue el primer libro que me regaló; que él me creyera capaz de leerlo tal vez sería suficiente estímulo para animarme a su lectura, pero no me forcé y tampoco él me preguntó, no era de los que toman examen. En una época brumosa en la que todo me resultaba incierto, las lecturas empezaron a tener una gravitación y un espacio inigualables.

Al releer este relato noto una obsesión recurrente: la fantasía de la invisibilidad. Ser alguien sin ninguna entidad, ni ninguna relación material con el mundo: se evita el contacto con los demás y uno está a salvo. La fantasía es la de no ser mirado, pero se pierde la posibilidad de ser algo más a partir del otro, algo que uno no llegará a ser solo.

Mi padre vive en “estado de contemplación”, retirado hace años de lo que se llama “vida activa”. Hasta que la mácula –un finísimo velo en la retina– le borroneó la visión de los dos ojos –en uno menos que en el otro–, fue un lector incansable que volvía sobre los libros y los marcaba con tres colores, rojo, verde y azul; dibujaba flechas ascendentes y curvas, hacía comentarios o reproducía frases enteras en el margen superior o inferior, y en las blancas que siguen al colofón anotaba las páginas que no quería olvidar. Hoy no le atraen los audiobooks, dice que eso no es leer, que prefiere recordar los buenos libros que leyó. La memoria no es lo opuesto al olvido sino al olvido del olvido, escribe Deleuze en Foucault. Por suerte, aunque ha tenido pérdidas inconmensurables, el viejo tiene una memoria que selecciona lo mejor que verdaderamente tuvo y ese es su foco de resistencia.


Cuando yo tenía siete, ocho, nueve años, mi padre escuchaba. Le divertían mis cuentos, reales o inventados. Yo no buscaba llamar la atención pero en él encontraba una natural disposición para compartir rarezas, y yo disfrutaba de trazar una línea de complicidad que nos separara de los demás. Me gustaba tener un socio en lo extraño. Papá no me miraba atento sino que registraba al pasar: ¿Ah, sí? ¿Ayer? ¿Y entonces? ¿Cómo eran? ¿El hombre sin labios, las dos mujeres y el hombre caminando en la nieve con los pies cortitos? ¿Dónde los viste? ¿Te vieron?

Sí, los caballos nevados que corrían contra la montaña en un movimiento eterno y la nieve nunca se derretía en su lomo; la mujer con la cabeza en forma de triángulo invertido: la mandíbula se esmirriaba en la punta, la boca mínima, un botoncito de puño de camisa –imposible imaginar cómo entraba algún tipo de alimento por ese agujerito minúsculo, imaginé que sólo usaba palabras con O o U– y aunque la parte superior de la cabeza era chata como una terraza, la melena escasa le daba marco a la cara y le regalaba un rasgo reconocible.

En el camino al cerro, un desvío de tierra subía hacia una loma donde vivía un ser que ya no parecía hombre: se había cobijado en una cueva en la saliente de la roca y protegía la entrada con un toldo de cuatro palos clavados en la tierra cruzados por ramas; la barba le crecía desde los pómulos hasta el cuello, el pelo lacio le tapaba las orejas y se fundía con la barba; era gordo pero ágil, se movía como un chimpancé. Andaba con cinco perros muy bien alimentados, que movían la cola y no amenazaban con arrancarle la mano al que se acercara. Aunque él no mostrara ninguna voracidad y se integrara sin conflicto a lo pintoresco y aparente de la comunidad, yo estaba segura de que en algún momento de la noche o de la madrugada el ciruja de la cueva se convertía en un animal depredador.

También estaba el hombre que caminaba de Bariloche a El Bolsón, de El Bolsón a Bariloche, ida y vuelta de un pueblo a otro, sin pertenecer a ningún peregrinaje ni al cumplimiento de una promesa. Cuando llegaba a un extremo de su recorrido emprendía la vuelta; entonces ya no se sabía de dónde había salido o cuál era su destino. De ida o de vuelta, lo veía caminar por la banquina, erguido, sosteniendo el paso. Inesperadamente había pasado a ser una presencia ineludible para los que usaban con regularidad esa ruta; sin embargo, ninguno de mis hermanos, ni mamá, hicieron nunca un comentario. A mamá le gustaba escuchar música clásica en el auto –Vivaldi, Satie, o los Cuartetos de Beethoven, favoritos de papá – y mis hermanos se conectaban a su música personal del shuffle y del iPod. ¿Escuchar con tanta atención les anulaba la visión? ¿El oído bloqueaba la vista? El personaje que iba o venía no podía ser producto de mi imaginación, no representaba nada que yo reconociera en mis fantasías. Me resultaba difícil creer que no lo vieran, pero intuí que era mejor no señalarlo. La policía o la Gendarmería podía llevárselo.

Me preguntaba qué se proponía ese hombre en su recorrida repetida, tal vez iba impulsado por un motivo secreto hasta para él mismo. O tal vez no podía quedarse quieto porque temía la inmovilidad, que lo acercaba a la muerte. O iba en busca de alguien, con la idea fija de que lo encontraría del otro lado.

Me gustaba observar a las personas, detenerme en detalles que los distinguieran. Lo hacía con disimulo: me aterraba la idea de que otros me devolvieran una mirada que se clavara en mis pupilas y apareciera en mis sueños y pesadillas: “Sabemos lo que estás haciendo, lo vamos a saber siempre. Nosotros también te observamos”.

Todo eso no se lo contaba a nadie, era parte de la endiosada vida propia, el envés de la libertad. ¿No hubiera preferido ser invisible para registrar sin que nadie me notara, deambular como un ser sin existencia, una mónada o un ángel? No necesitaba la mirada de los otros en mi deriva curiosa.

Un día noté algo diferente en el hombre que caminaba por el borde del camino: el pelo revuelto y una expresión algo desesperada en los ojos; se había colgado un pedazo de tela como hacen los corredores de carreras con el número que les asignan, un cartel que le cruzaba el pecho con una inscripción, una frase. Pasamos y no alcancé a leer lo que decía.

A la mañana no lo vi. Pero a la tarde, al emprender la vuelta, le dije con voz especialmente delicada: “¿Papá, podés ir despacio hoy? Estoy mareada”. Todos me miraron con duda e impaciencia. “¡Uf!”, resopló mi hermano mayor, “vamos a llegar tarde... ¿No vas a vomitar, no? Mejor te pasás adelante.” Entonces me deslicé por el hueco entre los dos asientos y me ubiqué entre mamá y papá; desde ese lugar tenía una vista privilegiada sobre el camino. De pronto papá clavó suavemente su codo en mi costilla izquierda y, cuando lo miré, señaló con el mentón lo que él estaba viendo: por la curva avanzaba el hombre con el cartel. Leí: No se puede volver a lo antiguo.

Papá no me preguntó nada pero era evidente que había notado mi interés por ese personaje y, además, quería decir que él también lo veía. Me quedé quieta tratando de entender qué significaba esa frase. Tan solo con lo que yo sabía de él, que recorría el camino una y otra vez, con una insistencia que también podía ser interpretada como convicción, y que ese camino ahora era su hábitat, deducía que había dejado algo a lo que no quería volver, o al menos lo había interrumpido. Y que de esa manera, con ese cartel, mandaba un mensaje a alguien –a muchos o al universo– o se estaba dando una identidad, o un ánimo.

Me provocaba una curiosidad imposible de contener. ¿Quería comunicarse o aislarse? Pasaron unos días y constaté que, si su intención había sido sumar seguidores, su lema no convocaba a nadie: seguía caminando solo y vigorosamente. Si lo veían tan bien como papá y yo, nadie le impidió su rutina. El activismo en lugares así, como Bariloche o El Bolsón, no existía. Eran comunidades mansas.

Finalmente me las ingenié. Tomé el micro de las dos de la tarde, un horario en el que van lo bastante vacíos como para tener una buena perspectiva del camino y avizorar de inmediato a mi personaje. Fue en la Curva de la Muerte donde lo vi. Bajé y caminé detrás de él. Di cada paso con extrema suavidad, lo más liviana posible, las zapatillas apenas se apoyaron en la tierra. Empezaba a chispear pero él caminaba sin registrar la lluvia. Durante diez minutos lo observé de cerca sin que se diera vuelta. Era alto; los brazos largos se movían acompasadamente con el cuerpo, no había crispación sino más bien cierta armonía en su andar. No estaba sucio ni tenía la ropa raída, usaba zapatillas de marca y eran bastante nuevas. El cartel que le cruzaba la espalda decía Take no prisoners. Entonces apuré el paso y lo alcancé.

Caminé un ratito a su lado, acompañándolo, dispuesta a aceptar que me echara a los gritos. Su tranco era largo y me obligaba a acelerar el mío para no rezagarme. Cuando me miró no habló, siguió caminando. “Usted está solo o representa a otras personas?” “Por supuesto que estoy solo.” Habló en un tono de voz alto y claro. “¿Cuál es el propósito que lo lleva?” “Simplemente no puedo evitarlo. ¿No es evidente?” Me contestó con una razonabilidad que me hizo acordar a los amigos que fue encontrando Alicia en su camino infinito. Pensé que esa aparente inocencia era una buena manera de encubrir alguna actividad secreta. De pronto intuí que él era el señuelo que nadie picaba. Sólo yo, y yo no era su objetivo.

Le pregunté si podía acompañarlo un tramo; no me contestó. “¿La gente le ofrece ayuda?” “¿Por qué? No necesito ayuda.” Miré a los autos que pasaban de frente o los que iban en nuestro mismo sentido y no nos miraban, no llamábamos la atención. Pasamos por una casita de madera, modesta, unos chicos jugaban en el jardín y al vernos se alertaron pero enseguida retomaron; un perro negro inmundo se acercó a olisquearnos pero no ladró, nos siguió con la cabeza semigacha hasta que nos alejamos de su territorio. No éramos invisibles para todos.

¿Tenía una cabin del tipo del Unabomber, sin electricidad ni agua? ¿Había abandonado a su familia, ellos se habían mudado y lo habían dejado ahí? ¿Vivía en el bosque? ¿Se había apartado del mundo o entraba y salía de manera natural? La soledad total ¿quién la conocía? ¿El Unabomber? Alguien que había decidido no ser caníbal. Le pregunté si conocía la frase “si querés ser mi amigo no me des consejos”. No se inmutó.

Pensaba en las series. Las personas formaban series que se repetían de manera inhumana. Estaban los que repetían hábitos que habían visto en sus padres, desde los nombres que reproducen el linaje de cualquier tipo hasta la forma de caminar, de tomar una calle, de hablarle a un taxista. Mientras rumiaba sobre estos hábitos, vine a descubrir que el hombre no existe. Existen los hombres. Y en ese descarriado que recorría la ruta de un lado al otro, embanderado con un cartel, veía un gesto nuevo, algo que no pertenecía a ninguna serie, ninguna, por lo menos, reconocida por mí. Y eso hacía a ese hombre alguien especial.

No se comunicaba pero había elegido llevar un cartel que le cruzaba el pecho y la espalda. Qué significaban esas palabras, esa tela blanca pintada en azul con letras de imprenta minúscula pero bien claras. Estaba diciendo algo y sin embargo no le importaba que se entendiera. Usar letras, un lenguaje común, para no comunicar. Eso lo expulsaba de la serie, él lo hacía.

Inventé reuniones periódicas con compañeras del colegio con la excusa de preparar un trabajo de geografía para salir después del almuerzo varios días seguidos. No podía compartir esto con nadie porque temía que lo terminaran encerrando en algún penal de la zona. Las cámaras de televisión no lo habían captado, todavía no había aparecido en ningún noticiero. ¿Cómo era posible? Imaginé que tal vez la gente fingía que no lo veía, les resultaba más fácil ignorar algo incómodo que no iba dirigido a ellos. Hoy pienso que tal vez negaban algo muy tremendo que se estaba larvando y que ese hombre estaba prenunciando. ¿Anomia, alienación, desilusión: cultura de la desesperación? Sin embargo, él no parecía un desesperado.

Me convencí de que la única manera de saber algo más concreto de él era seguirlo hasta el final de su recorrido y encontrar referencias: dónde dormía, qué comía, si hablaba con alguien. En algún momento se me ocurrió consultarlo a papá. El hombre tenía su misma edad, entre cuarenta y cincuenta años, probablemente él podía interpretar los signos o las señales que pertenecían a códigos comunes o compartidos. Confiaba en él pero esta vez prefería mantener el secreto; aunque después la historia se desinflara o extinguiera, en vida era muy poderosa. ¿Qué resguardaba uno, si no, de la mirada innecesaria que no ilumina, que todo lo tiñe del mismo color y la misma intensidad? La luz a pleno siempre me había parecido que encandilaba y ocluía la visión. El contraluz, lo velado, siempre más interesante que lo manifiesto o transparente. Había una cualidad de la luz del atardecer que se filtraba sin llegar a derramarse, contrastes de luminiscencia, destellos tenues que cambiaban a cada minuto mostrando algo nuevo.

Busqué en Google Take no prisoners. Encontré la letra de una canción de Lou Reed y otra de Megadeth, músicos a los que papá escuchaba con indescifrable concentración, y de una banda llamada Sweet Savage, a la que no conocía. Papá decía que Lou Reed iba a ser “forever young”, que aunque hubiera sido el ídolo de una generación anterior a la suya, para él era atemporal y estaba seguro de que nunca iba a pasar de moda. También descubrí que Take no prisoners era una expresión de la guerra que exhortaba a actuar sin clemencia –que no quede uno vivo– y lo sorprendente era que su uso había derivado hasta la política, también al estilo en el arte escrito o visual y ¡a formas de vida! La intrigante acción del “recorrecamino” –cualquiera fuera su verdadero motivo– desplegaba y exhibía algo de eso: una arrogancia extremadamente ardiente y agresiva. La próxima vez le preguntaría si le gustaba Lou Reed.

Al día siguiente volví a tomar el micro de las dos y media; por suerte iba vacío y pude sentarme en el primer asiento: bajé en cuanto lo vi. El viento me golpeó en la cara, me tapé los ojos para que no me cegara el polvo que levantó el micro cuando arrancó; me di cuenta de que nunca había andado sola a esa altura del camino y verlo desde la perspectiva del llano era algo totalmente distinto, casi no lo reconocía. Me sentí petisa, una enana, sin haber tomado ningún líquido desconocido que provocara la extrañeza. Esta vez, a pesar de que no hacía frío, iba vestido con una campera de nylon negra, larga y bastante nueva. Lo seguí sigilosa, cualquier detalle me servía. Noté una rigidez en su andar, un pequeño esfuerzo. El no miraba hacia los costados, no cambiaba su paso en la marcha, parecía absorber lo que lo rodeaba de una manera peculiar: intervenía en esa realidad y en ese paisaje y lo elegía cada día. A medida que avanzábamos, tuve que reafirmar mi paso porque me iba retrasando sin diversión. Pensé en seguirlo sin limitación de tiempo, un día entero. ¿Cuánto sería yo capaz de caminar sin agotarme? No lo sabía, nunca había caminado con un ritmo exigido de ese modo; sí habíamos subido varios cerros, en ascensos que llevaban toda una larga mañana, descanso y almuerzo liviano al mediodía, y luego continuado durante tres horas hasta alcanzar el pico; la tarde era puro descenso hasta el refugio donde pasábamos la noche; al día siguiente ya bajábamos hasta la base, brincando como ciervitos por la picada entre las piedras y los troncos. Un paseo.

Ese hombre nunca sería parte del paisaje.

De noche, en mi cama, recuperaba todos los indicios, los mínimos gestos en las horas que había andado detrás de él. Me preguntaba si a esa misma hora él estaría caminando en la oscuridad o si se refugiaría en algún lugar de tránsito o si volvería a su casa o a la de un amigo. Y entonces, algo más: si alguien lo estaba esperando. Intuía que él no era de ahí, tal vez sí era argentino pero no había nacido en el Sur. La gente del Sur tenía ciertos rasgos en común que excedían lo fisonómico, yo no reconocía ninguno en él. Este hombre no compartía nuestro mismo viento.

El se aventuraba en algo que muchos podían interpretar como una provocación, o al menos algo peligroso, pero mientras no escandalizara ni rompiera el orden, la policía o la gendarmería no le podían prohibir que transitara por el borde del camino cuantas veces se le antojase, con la bandera o pancarta cruzada en el pecho y en la espalda.

Cuando pensé que muchos locos que andaban por ahí podían interpretarlo como un desafío, me explotó la idea de que tal vez era una buena manera de morir. Alguien que quisiera morir sólo tenía que llamar la atención con un ademán que pareciera peligroso, y seguramente un aterrado o paranoico –que se reproducían como parte de un plan reventado en esos días– se encargaría de eliminarlo “por si acaso”, aunque no tuviera pruebas; después, si alguien reclamaba, le atribuirían una historia pesada, conexiones incomprobables. Si nadie reclamaba, había sido un hecho justo. ¿Un hombre solo, sin familia, nadie que lo quiera o pregunte por él…? Suficiente para limpiarlo. ¿Por qué había que seguir viéndolo? Algo o alguien que no tenía un para qué era suficiente para sancionar sospechas y acciones para neutralizarlo. O tal vez su para qué fuera mucho más poderoso y sembrara preguntas, cuestiones inmanejables. Y el miedo. El pavor.

Un día supe que papá conocía a ese hombre, los vi hablando en la base del cerro. El no llevaba la insignia en el pecho y eso me desconcertó, pero me detuve a mirarlo y me aseguré de que era él. Cerré los labios con fuerza: yo no podía preguntarle a papá “¿por qué hablabas con ese hombre?” o “¿de qué hablabas con ese hombre?” o “¿quién era?” Papá no se habría molestado en contestarme, nunca daba explicaciones sobre su vida o su forma de actuar. Las cosas eran así. Entonces, a falta de información verificable, tuve que imaginar, una vez más.

Un día el descarrriado desapareció sin regalar ningún indicio. ¿Adónde podría haber ido? ¿Se lo habría tragado el bosque? El follaje había crecido en una masa compacta; impenetrable y frondoso, se aislaba del camino. Me extrañó porque no era un bosque norteño salvaje y exuberante, sino amable e invitador –uno de mis programas favoritos era explorar sus senderos sin rumbo definido, nunca me defraudaba–, y ahora ya no lo reconocía. A la noche tardaba horas en conciliar el sueño, leía un rato, apagaba la luz creyendo que ya avanzaba la somnolencia y a los dos minutos no podía evitar los ojos despabilados y alertas: algo ominoso se anunciaba con la aparición y desaparición de ese hombre. Mi vida ya no podía seguir con el mismo resuello. ¿Deseaba que se encarrilara y volver a lo anterior? Ya no me la podía imaginar así.

Papá me lo contó en uno de los viajes al colegio cuando íbamos solos en el auto. Yo me había erguido en el asiento para verlo aparecer en alguna de las curvas, no podía aceptar esa ausencia que me llenaba de ansiedad. La desaparición no me resultaba inocente, sentía que algo había pasado, él no se había autoexcluido...

“Se desplomó en el medio de la ruta y no atropelló el cuerpo caído una camioneta que pasaba en camino de El Bolsón a Bariloche gracias a la maniobra rápida que hizo el conductor para esquivarlo”, me dijo papá sin sacar la vista del camino. Respiré en el vacío. “Lo vieron caer, como si se hubiera derrumbado de golpe.” Claro, tan alto y flaco y erguido… de pronto caerse así… “Dijeron que fue un paro cardíaco.” Papá pensaba más en una bala perdida, una de tantas que cruzan los campos, o una bala dirigida.

El tipo lanzado al mundo, a ser parte de él, a invadirlo y atraparlo de alguna manera, desafiándolo. Somos partes de un esquema al que podemos no resignarnos y no resignarnos significa tener gestos que nos expulsan o nos diferencian en cierta singularidad. Resistencia a ser puros individuos y resistencia a ser parte de una unidad o de una multitud.

Intervenir en la naturaleza, en la vida rutinaria de dos pueblos y la ruta que los une, que es un espacio aparentemente acostumbrado pero nunca domesticado: siempre puede presentar una sorpresa para el bien dispuesto (la ruta tiene muchos pliegues y el que no lo sabe es porque lo niega).

¿Qué era lo ominoso que yo había intuido o percibido? ¿Que la gente lograra ser eliminada o muerta sin ser muy consciente de su secreta intención? ¿O que este tipo de iniciativa de llamar la atención sobre algo, misterioso para mí todavía y tal vez para siempre, fuera reprimida de la forma más inapelable y contundente?

Pensé en el crimen perfecto, aquel que incluso el responsable desconoce. Lo que es secreto de uno mismo (incluso para uno mismo).

El conocimiento de uno mismo… qué afán...

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