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Verano12|Miércoles, 25 de enero de 2012

Guadalupe y los juglares

Por Liliana Bodoc
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El cuento por su autor

Escribí este relato porque aquel teatro independiente, poderoso en símbolos y fértil en ideas, estuvo entre los blancos predilectos de la dictadura y sus comandos.

Lo escribí, también, porque el teatro es para mí un viejo e inolvidable amor.

En Mendoza, durante los setenta y con dieciséis años, anduve rondando sus mesas de bar, sus estrenos, sus ensayos... Si les molestaba mi presencia, no me lo hicieron saber. Más bien, me permitían estar allí, escucharlos y enamorarme de casi todos porque todos me parecían, como aún me parecen, heroicos y bellos.

Mientras escribía, los nombres de muchos de ellos pasaron por mi memoria.

Carlos Owens y el atentado contra su sala, situada en el subsuelo de una desvaída calle San Juan.

El Flaco Suárez, y su risa revolucionaria.

Cristóbal Arnold y una desgarradora puesta de Madre Coraje

Hay aquí, para ellos y para muchos otros, un homenaje íntimo.

El teatro enseña la palabra pero, también, el silencio. Enseña la acción y la quietud.

Del teatro puede decirse lo mismo que dijo Jesús acerca de sí mismo: donde haya dos reunidos en mi nombre, allí estaré.


El director, los dos actores y la actriz están descalzos. Ocupan sillas dispuestas en círculo. Los cuatro tienen el libreto correspondiente, y un lápiz para subrayar y escribir en los márgenes del papel.

Un director, dos actores y una actriz. Cuatro personas que palidecen y transpiran debatiendo acerca de las causas que llevan a unos personajes a decir esto o aquello otro, mientras afuera se alargan las madrugadas y hay mordazas secándose al sol.

El director, hombre de cuarenta y dos años afectado por una disfonía crónica, propone volver al inicio de la obra. Y pregunta por la primera de las muchas acotaciones escritas por el dramaturgo.

(Patio de una pensión. El atardecer debe estar indicado por el movimiento de los personajes, tal vez por sus sonrisas, pero no por la luz...)

El director pregunta a sus actores si creen que esa acotación es útil para la acción teatral.

El gesto del actor uno evidencia su deseo de hablar primero, como casi siempre lo hace. En su opinión, esa acotación es pura vanidad literaria, muy linda si se quiere, pero inservible para un escenario. Toma su libreto y vuelve a leer.

(Patio de una pensión. El atardecer debe estar indicado por el movimiento de los personajes, tal vez por sus sonrisas, pero no por la luz...)

¡Esto no es teatro! ¡Es poesía!

La actriz se estira la vincha a lunares, y cambia sus piernas de lugar antes de encararlo.

Sí, claro que es poesía... Sí, es poesía, repite. Pero agrega que la poesía es capaz de tender líneas muy claras para la acción.

La nuez de Adán del actor uno sube y baja frenéticamente. Parece lastimarlo.

Dice que él no percibe esas supuestas líneas de acción. Dice que no las percibe en absoluto.

La actriz endereza la espalda para responderle que si no las ve es porque tiene un concepto muy básico de la poesía. Además de unas ganas bárbaras de joder la paciencia.

El director no tiene contemplaciones con ninguno de los dos: están trabajando, los asuntos personales afuera, no son mocosos recién salidos del Conservatorio, carajo.

Después se vuelve hacia el actor dos, habitualmente silencioso, para pedirle su parecer sobre lo que se está discutiendo.

El actor dos se rasca la cabeza.

¡Aguanten...! Aguanten que ya me sale lo que estoy pensando.

Todos saben que, un rato más tarde, va a decir algo incomprensible, difícil de incluir en el asunto que se está discutiendo. Un comentario surgido de una lógica errática, de dibujito animado.

Para darle tiempo, el director regresa a su actriz. Y esta vez, la llama por su nombre.

Entonces, Diana, ¿qué nos decías...?

La actriz está sumida en la contemplación de las uñas de sus pies. Sin levantar la vista, responde que la poesía evita que la acción sea obvia.

El actor uno interviene de nuevo para pedirle a Diana que explique cómo mierda se lleva un atardecer a la acción teatral.

Diana olvida sus pies, porque cree tener una respuesta rotunda.

¿Te parece que la gente camina igual, mira igual, respira igual a la mañana que al atardecer? ¿Nunca notaste que algo cambia? Esa es justamente, ¡pedazo de imbécil!, la hazaña de la actuación.

El director vuelve a intervenir. Le indica a su actriz que se ponga de pie y marque la diferencia entre caminar por la mañana y caminar al atardecer.

El lugar de ensayo está en una zona de la ciudad perdida para la vida comercial. En esa cuadra sólo persiste la férrea voluntad de un griego que arregla zapatos al instante. Lo demás son locales desocupados, sucios de periódicos y boletas sin pagar tirados por debajo de la puerta.

Pero, cubierto con cortinas gruesas colgadas con el fin de anular la curiosidad de los transeúntes, hay un local donde resuenan palabras potentes hasta altas horas de la noche.

Las cortinas no alcanzan a revertir las malas condiciones de trabajo. Se trata, sin dudas, de un enclave adverso para la realización de tareas creativas y rituales. Un sitio de altísima vulnerabilidad, fácil de atropellar. Sin embargo, la decadencia que afecta la zona oeste de la ciudad baja considerablemente los alquileres. Ese fue argumento suficiente. El grupo entero estuvo de acuerdo, y decidió que la intimidad del hecho artístico podía esperar. Por lo demás, para cinco personas daba bien.

Justamente por esto, la admisión de Guadalupe, una chica de diecisiete años que no tenía rol asignado ni arriba ni abajo de la escena, significó una fuerte excepción.

Diana se los pidió con su ardor de siempre. Guadalupe era su prima, Guadalupe tenía como padres dos palos de amasar, dos estreñidos, los tíos Carutti, dos gallinas. Pero la piba era distinta y parecía pedir ayuda.

El director pensó descalzo.

Todo sea por agitar el gallinero, aceptó.

Así fue, y así quedó, un poco en broma, otro poco porque nadie, ni la misma Diana, creyó en la voluntad de Guadalupe para ir dos veces por semana, miércoles y viernes, a mirar en silencio. Sin recibir, a veces, ni un saludo.

Pero Guadalupe asiste con puntualidad.

Llega apenas pasadas las seis de la tarde. Tamborilea los dedos contra el vidrio de la puerta y camina en silencio hasta el primer sitio donde puede sentarse.

Algunas veces, los tres actores están absortos en sus cuerpos. Silenciosos. Otras veces, resuelven asuntos prácticos. Sólo en algunas felices ocasiones leen sus libretos. Pero la verdad es que los ensayos no comienzan sino hasta después de las nueve, justo cuando Guadalupe tiene que irse.

Hasta el viernes, dice los miércoles.

Hasta el miércoles, dice los viernes. Como si a alguno de los presentes le importara.

La obra tiene tres personajes. Cuatro, en realidad. Pero hay uno que puede doblarse.

Semejante economía no hubiese sido necesaria un año atrás, cuando el grupo tenía once integrantes fijos que todavía recordaban el sentido de la expresión “saltar de los bancos”.

Contra-Circo, teatro y libertad, tal era el nombre y el postulado de la compañía.

Apenas un año atrás, el galpón que alquilaban y habían transformado en sala teatral se movía bien, con ensayos diarios, funciones los fines de semana, y una escuela para principiantes los sábados a la tarde.

Pero los días se enrarecieron, y algunos de aquellos saltimbanquis cambiaron de oficio. Otros cambiaron de dirección. Y otros, de pensamiento. Se fueron alejando de a poco, a veces sin dar la cara. Entonces fue imposible seguir sosteniendo el galpón. Y vendieron las doscientas sillas plegables que, en los buenos tiempos, no alcanzaban para todo el público.

Ahora, el grupo se reduce a tres actores, un director, un técnico que aparece de vez en cuando, algunos spots, rollos de cable y una garrafa de gas, todo en un local comercial de la zona oeste.

Es viernes. Guadalupe camina trece cuadras desde el colegio hasta el ensayo.

Lo primero es sacarse el delantal, después comprar las galletitas de chocolate que come mientras camina.

Llega al local, golpea para que apenas se escuche.

Mientras sus actores se aprontan, el director toma una decisión que parece intrascendente. Mira a Guadalupe:

–Piba, ¿te quedás a pasar letra?

Desde su relajación muscular, Diana excusa a su prima.

–¿Sabés qué pasa?, los tíos Carutti no la dejan llegar tarde.

–Si no puede quedarse hasta el final de los ensayos, que no siga viniendo.

El director no es piadoso.

–Está bien. Yo puedo quedarme.

–¿Estás segura, Guadalupe? –pregunta Diana.

–Sí, sí...

–Mirá que terminamos muy tarde.

–No importa.

Aquel día, Guadalupe acepta pasar letra sin imaginar que se trata de un asunto muy complejo que, indebidamente hecho, puede desmoronar el clima de trabajo.

Quien tiene a su cargo susurrar la letra durante los ensayos, debe entender los ritmos y las pausas. Sobre todo, diferenciar entre el silencio de un actor que no recuerda su texto y el silencio de un actor que, sin fallas de memoria, busca llegar al fondo de un sentimiento. Momento en el cual adelantar un parlamento resulta imperdonable.

El actor uno, protagonista de la obra que ensayan, empieza en frío, en seco. Empieza mal.

Es una obra difícil de aceptar e incómoda para el público, jaqueado por un texto largo, sin historia aparente.

La última escena encuentra al protagonista al pie de su final.

“Fui mucho más que un hippie melancólico, apegado a su cielo. Pero así me miraron. Cuando valoré como sagrado el conocimiento que produce la poesía, sonrieron como suelen sonreír los dogmas, sin mostrar los dientes...”

Mientras tanto, y en mi presencia, dicta Guadalupe, que percibe el olvido.

“Mientras tanto, y en mi presencia celebraron a cuanto papagayo repitiera anatemas incompletos para una revolución mediocre. ¡Peor que eso!, celebraron a quienes tejían sus propias capas con la madeja del pensamiento ajeno.”

El actor uno hace una larga pausa que Guadalupe, con una intuición excepcional, no interrumpe.

A partir de ese instante, se acaba el desgano. Algo encaja, los parlamentos con la voz, la ficción con la verdad, el talento con el miedo, un hombre y un personaje.

Guadalupe jamás había percibido esa clase de silencio. Deja las hojas de papel sobre su falda, segura de que el actor sabe, más que el propio libreto, lo que debe decir.

Final transpirado.

El director aplaude tres veces, y eso no es frecuente.

–Si tenés ganas, podrías darnos una mano con la letra.

A través de las cortinas, se ven las luces de un auto que se detiene frente al local. Apenas unos segundos, y arranca.

Aunque se hizo habitual que estuviera presente en los ensayos, y pasara letra, Guadalupe sabe que está lejos de pertenecer por completo al mundo misterioso de aquellas personas.

Muchas veces se ríen y ella no entiende el motivo. Otras veces, se miran con dolor. Y lo único que Guadalupe logra adivinar es que esos dolores tienen que ver con cosas que suceden afuera. Dicen a medias, hablan de gente que se va. Hasta Diana ha cambiado un poco, como si prefiriese no haberla llevado nunca.

De todos, el actor dos es quien la trata con mayor sencillez. Casi siempre la acompaña hasta la parada del colectivo y espera que se lo tome. En esos momentos, conversan. Y él le pregunta cosas que Guadalupe se siente capaz de responder.

También le cuenta, una y otra vez, que lo suyo es la soldadura, pero que se enamoró del teatro.

Fui una vez, por mi trabajo, a la otra sala, a la grande. Había que colgar unas luces pesadas y yo tenía que soldar los soportes. Y –no me vas a creer– me quedé embobado como un pibe. Miraba el escenario, sentía el olor... No me gustó mucho el nombre del grupo, ¿por qué estaban contra los circos? A mí me encanta ir al circo. Pero después me explicaron el asunto de Roma, y ahí enganché el significado.

El actor dos le cuenta que empezó tomando las clases de los sábados, porque en la sala grande daban clases para principiantes los sábados a la tarde. De a poco, se fue quedando.

Me fui quedando, igual que vos, ¡y ahora me sacan muerto!

El año 1975 pasa de su primera mitad. Y el grupo Contra-Circo empieza a pensar en el estreno para octubre.

Lo adelantado de los ensayos no evita que, de tanto en tanto, el director retorne a las preguntas primarias como si recién estuviesen estudiando el libreto. Es parte de su método. Es su forma de pelear contra la cáscara que tiende a pegarse en los actores no bien alcanzan algún buen resultado.

Un día cualquiera, el director afirma que todo está mal, que nada es creíble. Los hace sentar viéndose las caras, y empieza de nuevo. Por ser el protagonista, el actor uno recibe frecuentes palazos en el lomo.

El director indica una página del libreto, y un parlamento que considera esencial.

Leé, le pide al actor uno. Pero sin interpretación. Leélo para entenderlo a fondo.

El actor uno cumple con la orden.

“Fui mucho más que un hippie melancólico, apegado a su cielo. Pero así me miraron. Cuando valoré como sagrado el conocimiento que produce la poesía, sonrieron como suelen sonreír los dogmas, sin mostrar los dientes. Mientras tanto, y en mi presencia, celebraron a cuanto papagayo repitiera anatemas incompletos para una revolución mediocre. ¡Peor que eso!, celebraron a quienes tejían sus propias capas con la madeja del pensamiento ajeno. ¡Peor que eso!, de la sangre ajena. Nadie que piense que todo es hidrógeno podrá llevar adelante una revolución verdadera...”

El viernes siguiente, el actor dos entra al local con una inquietud desusada.

¿Vieron el auto parado en la esquina?

Guadalupe no pregunta qué tiene de raro un auto detenido, aprendió a callarse. Y a fingir que no escuchó nada.

Claro que su discreción está lejos de ser suficiente para revertir los tenues pero definitivos sucesos que pronto ocurrirían.

En la caminata de siempre hasta la parada del colectivo, el actor dos intenta decirle algo, balbucea sus clásicas incoherencias, divaga. Al fin dice que, en su opinión, Contra-Circo no es lo mejor para Guadalupe. Para una piba que recién está empezando.

Tendrías que buscarte otra cosa, un taller donde vayan chicos de tu edad. ¡Mirá que hay varios! Y enseguida propone contactarla con alguna gente interesante.

Guadalupe no contesta. Camina con la cabeza baja. El actor dos se arrepiente de haber abierto la boca, cae derrotado por la índole dulce de su carácter.

Tampoco te lo tomes a la tremenda, son ideas mías. ¡Ojo!, nadie me dijo nada.

Pero la relación de Guadalupe y Contra-Circo está llegando a su fin. Los tiempos no admiten tener en el grupo a una adolescente en celo que, para peor, no entiende nada.

El director toma una decisión que Diana, a esas alturas, estima como muy razonable.

Guadalupe llega como cada viernes. El ensayo no ha empezado todavía. Todos están sentados en las sillas de madera, viéndose las caras. El director le pide que se siente también, y empieza a hablar:

Estamos por entrar en la recta final. Los ensayos van a tener que ser diarios, o casi. Pero, además, tienen que ser muy intensos y muy íntimos.

Así que te voy a pedir, piba, que por ahora dejes de venir. Después vemos... Pero, por ahora, prefiero que no vengas más.

La primera reacción de Guadalupe es una sonrisa, su modo de soportar la vergüenza.

No es nada con vos. Necesitamos trabajar a solas, ¿entendés?

Guadalupe entiende, no es estúpida. Entiende.

Están echándola. Podrán poner todas las excusas que quieran, pero están echándola.

A Guadalupe le duele adentro de los ojos. Y no encuentra manera de impedir un golpe de lágrimas.

Diana se acomoda la vincha a lunares. Y habla para empeorar las cosas.

Tampoco hace falta que te vayas ahora. Por hoy podés quedarte.

De pronto le avisan que es el último ensayo al que podrá asistir. La reacción de Guadalupe es de humillación. Quizá porque no tiene manera de adivinar que, en la sentencia que la aleja de Contra-Circo, se oculta una tragedia que en nada se relaciona con ella.

Hacía dos semanas Guadalupe había escuchado, palabras más o menos, que ya no podía seguir asistiendo a los ensayos de Contra-Circo. Una decisión irreversible que el director expresó con cierta amabilidad, aunque sin dar causas.

Pero ese viernes decidió regresar al sitio donde había empezado a ser feliz. Caminó trece cuadras. Solamente quería pasar por el local. No iba a golpear el vidrio con los dedos, eso no.

La cuadra de Contra-Circo, como de costumbre, estaba vacía.

Guadalupe pasó frente al pasillo del zapatero griego, que siempre la detenía con algún comentario y que, en esta ocasión, la miró con espanto mal disimulado para, enseguida, volver los ojos a su trabajo.

Guadalupe se lamentó de esa extraña reacción porque una charla con el zapatero hubiese sido un buen motivo para permanecer allí, a cincuenta metros de la puerta del local, viendo si alguno de ellos salía a comprar algo.

Pero el griego no la detuvo.

Faltaban apenas unos pasos para que Guadalupe se encontrara con los bordes ensangrentados de su país.

Del lado de afuera, sobre los vidrios rotos, habían clavado unos maderos anchos, en forma de cruces irregulares.

Guadalupe se acercó con las manos a modo de anteojeras para ver adentro. Desde su lugar, pudo distinguir unas sillas volcadas, las mismas donde los actores se sentaban a discutir cómo se actuaba un atardecer. Hojas de papel desparramadas por el suelo. Libretos rotos.

Contra-Circo no estaba.

De algún modo, Guadalupe entendió que se los habían llevado a la rastra, y para siempre.

Los restos de la cortina ondularon un poco, y eso alcanzó para asustarla. Se levantó para irse cuando vio la vincha a lunares. Estaba cerca del vidrio. Guadalupe metió el brazo por una rotura y la sacó.

Varios años después, Guadalupe se puso la vincha a lunares para alzar la cabeza. La usó como límite, la usó como esperanza.

La apretó entre sus manos transpiradas antes de entrar al escenario el día del estreno.

“Guadalupe y los juglares” es un cuento inédito.

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