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Verano12|Miércoles, 8 de febrero de 2012

Cero culpa

Por Pedro Mairal
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El cuento por su autor

Mujeres que uno tiene dentro

“Cero culpa” se publicó en una antología llamada Historias de mujeres infieles, en la editorial Emecé, en 2008. Eran todas autoras mujeres y yo, travestido con el seudónimo de Adriana Battu. En un primer momento sólo el editor sabía que Adriana Battu era yo, pero después las demás autoras que participaban en el libro se enteraron, y creo que a ninguna le molestó. La única persona que se enojó fue una estudiante de Letras que me escribió un mail indignada porque había hecho un trabajo de género para la facultad y había argumentado la tesis de la monografía con mi cuento, y cuando se enteró de que no estaba escrito por una mujer sino por un hombre se le desmoronó la teoría con el trabajo ya entregado. Me decía que al menos tendríamos que haber avisado en el prólogo. Le pedí disculpas y le dije que me parecía que no tenía por qué cambiar su tesis, porque Adriana Battu es una voz femenina, y la enunciación del cuento también. No la convencí. Que el autor fuera yo y no una mujer cambiaba todo, incluso transformaba el cuento, que según sus palabras ya no le gustaba. Ahí quedó el cruce de mails. Nunca supe qué nota se sacó.

Durante tres o cuatro años escribí con ese seudónimo femenino en distintos blogs. Me gustaba recibir comentarios donde me decían cosas como “seguro que sos gorda”, “andá a tomar sol, resentida”, cosas así. También algunos hombres me querían conocer, me mandaban mails. Yo, histérica, no contestaba. Sostener esa interpretación, ese personaje, me presentaba un de-safío, porque nadie sabía que Adriana Battu era yo y no quería arruinar el disfraz con alguna frase o actitud que me delatara. Fue un excelente ejercicio que me sirvió para desarrollar algunas mujeres que aparecen en mis historias. También supongo que saqué muchas cosas de mi convivencia con mis hermanas, de escucharlas opinar sobre hombres viendo tele, de verlas probándose ropa paradas sobre la tapa del inodoro para mirarse de cuerpo entero en el espejo del baño. No me interesa tanto la idea de escribir como mujer, sino de escribir como esa mujer, ese personaje. Es casi como si el hecho de que el personaje sea mujer fuera un asunto circunstancial. Aunque puedo estar exagerando.

De todas formas, inventar personajes femeninos es un ejercicio literario que los autores hombres vienen haciendo desde siempre con casos sobresalientes, desde las poderosas mujeres de Eurípides, pasando por la frustración de Emma Bovary de Flaubert, hasta el increíble río verbal de Molly Bloom en el último capítulo del Ulises de Joyce. Sin embargo, es más común en general que una mujer tome la voz de un personaje masculino. En música, por ejemplo, las cantantes pueden interpretar una letra en la que habla un hombre, sin que nos suene raro. En cambio, si es al revés, si un cantante interpreta una canción femenina, da un poco loca, un poco drag queen, como si hiciera una caracterización transformista. Caetano lo puede hacer con mucha gracia: en su disco Foreign Sound canta “The Man I Love” y sale airoso. Y hablando de Caetano, hay un video de los setenta u ochenta en YouTube donde está con Chico Buarque y cantan “Esse cara” y otra canción más. Hablan brevemente de la capacidad de Buarque para inventar personajes femeninos en sus canciones. Si entiendo bien el portugués, Caetano (que está en su etapa más andrógina) le dice a Buarque: “Esas mujeres que tenés adentro tuyo son lindas”.


Cero culpa, le dije a Mayer, pero no es verdad. Y se dio cuenta. Por ejemplo ayer entré en la librería y vi una tapa de un libro de autoayuda que decía “Cómo construir una familia”, y lo primero que pensé fue “Cómo destruir una familia”. Estoy todo el tiempo pensando qué pasaría. Pienso en vos y las chicas. Como si me muriera. Vos y las chicas sin mí. Si vos pudieras ver bien cómo es Simón conmigo quizá lo entenderías.

A Mayer el otro día le conté de esa vez que estábamos en Cariló. Cuando fuimos en agosto con las chicas. Hacía frío y fuimos a la playa con suéter y campera. Caminamos por la orilla. Las chicas y vos iban delante, yo me fui quedando atrás. Necesitaba estar un poco sola. Verlos de lejos. Iba mirando las piedras, los caracoles. De golpe veía uno de esos medio rosados, o alguna piedra rara, pero cuando los iba a recoger notaba que no estaban en la posición en que los había dejado la marea, sino que alguien los había levantado y vuelto a tirar en la arena. Lo que yo veía eran piedras rechazadas por ustedes. A mí me quedaban esas piedras, esos caracoles.

No sé si Mayer estará esperando que yo pegue el portazo. Nunca sabés lo que están pensando los psicoanalistas. Quizá no espera nada. Debe querer que resuelva de una vez. Que no llegue tan angustiada. Porque le dije que a veces tengo miedo de despertarme diciendo el nombre de Simón, o decirte Simón a vos. Y además me cansa tener el celular en silencio, mandarle mensajitos a Simón encerrada en el baño. Toda la sarta de mentiras que se van acumulando y vuelven como un boomerang.

Lo del cine, por ejemplo. Tener que ver la peor película del mundo dos veces. Simón quería ver El Código Da Vinci porque había leído el libro. Le dije que sí. La daban en el Village Caballito y yo sabía que ahí no me iba a cruzar con nadie, así que fuimos: cuatro horas de evangelismo demente y súper explicado, pero igual me la banqué porque Simón antes del final se entró a aburrir y me buscó la rodilla, fue subiéndome el vestido, me tocó y me empezó a dar besos en el cuello, de una manera que jamás hiciste vos, ni siquiera cuando estábamos de novios y nos frotábamos en el auto durante horas con los jeans puestos. Simón me tocaba en el cine diciéndome al oído: “Cómo me gusta cuando estás así mojada” y después cuando no aguantábamos más, antes de levantarnos para irnos, me dijo: “Te voy a garchar en todos los telos de la Capital Federal”. Vicky se rio espantada cuando se lo conté, pero a mí me parece la cosa más linda que me dijeron jamás.

Vicky dice que es una calentura. Lo llama El Mordedor de Saavedra, porque una vez me mordió tan fuerte una teta que me dejó la marca. Te acordás que te dije que tenía una infección urinaria. Era para que no se te ocurriera intentar algo y menos que menos meterte conmigo en la ducha a la mañana. Tenía la marca violeta de sus dientes abajo del pezón izquierdo. Se la mostré a Vicky en la cocina de casa. Después se me hizo una nubecita verde que se fue borrando. Si me veías la marca, te iba a decir que me la había hecho con la puerta del auto.

Fue por la misma época del cine, cuando las chicas se fueron al campamento y a vos se te ocurrió ir a ver El Código Da Vinci al Village Recoleta. De las diez películas que podíamos ir a ver, te emperraste con que querías ver esa –aunque no habías leído el libro– porque te la recomendó tu hermana. Después me dijiste: “Nunca antes te quedaste dormida en el cine”. Cómo explicarte que no podía soportar esa especie de burla del destino. Esa simetría cruel. Cuatro horas viendo esa tortura de Tom Hanks con vos que resoplás fastidiado, que no te levantás hasta el final porque pagaste la entrada, que rebotás la pierna, ansioso, y no te gusta que te ocupen los apoyabrazos de tu butaca.

Si lo pienso, creo que todo esto empezó no tanto porque no te soportara más a vos, sino porque no soportaba más a la persona que yo era con vos. No soportaba eso en lo que me había convertido. Entonces, aunque para vos no significara gran cosa, para mí aceptar el trabajo que me ofreció Vicky en la revista fue una puerta abierta, una manera de salirme de ese rol. Me asustaba mucho. Vos lo minimizaste, pero para mí fue un salto al vacío. Fue salirme de mí. Daba un salto con tanto miedo que parecía que dejaba el cuerpo atrás. Me costó mucho todo: la adaptación, las exigencias, los horarios, aunque fueran unas horas a la tarde antes de que las chicas llegasen del colegio. Vos decís que me apoyaste desde el principio, pero bien que tiraste esas frasecitas despectivas cuando te dije que lo iba a aceptar: “No entiendo qué te va a aportar trabajar en una revista de modas”, “No esperes mucho del nivel intelectual de la gente que trabaja ahí”. Esas cosas que, según vos, decías para protegerme. Pero en realidad te asustaba que yo volviera a trabajar.

A Simón lo conocí el día en que me mandaron a hacer una nota en La Rosa, de Puerto Madero. Lo había visto dando vueltas por la redacción. Me había mirado varias veces y yo había bajado la vista al teclado. Epa, pensé, ¿y ese morocho? Vicky me dijo que era fotógrafo. El día de la nota no supe que las fotos las iba a hacer Simón hasta que lo vi aparecer en el restorán cuando yo terminaba de entrevistar al dueño. Si me esperás que haga las fotos te llevo, me dijo. Y me llevó de vuelta en su auto, un Renault medio abollado. Eso me encantó. No es obsesivo con su auto. Lo usa. Lo tiene más o menos limpio, pero no está pendiente de los rayoncitos y ojo acá y ojo allá y mejor lo estaciono yo.

Volviendo a la redacción, me preguntó:

–¿Vos estás casada, Laura? –Me gustó que supiera mi nombre.

–Sí. Tengo dos hijas. Clara de catorce y Juana de once.

–¿Pero a qué edad te casaste?

–A los veintiuno.

–Ah, eras una niña.

–Era chiquita, sí. ¿Vos tenés hijos? –le pregunté.

–Tengo una hija, de cuatro años. Dafne se llama. Pero no vivo con la madre.

–¿Y con quién vivís?

–Con el padre –me dijo y me hizo reír–. Vivo solo, o sea que vivo conmigo, y ya eso es bastante complicado.

Simón manejaba bien. Me fijé porque Vicky dice que mira cómo maneja un tipo y sabe cómo coge. Bueno. Simón maneja con pleno control del auto, agarra firme el volante, no se pone nervioso, no quiere hacer diez cosas a la vez. Parece hasta disfrutar manejando. Por ahí se zarpa y acelera pero no pretende ir más rápido que el tráfico. No va haciendo finitos, ni sobrepasa histérico a los otros autos. Maneja fluido. No sé bien cómo explicarlo. Frena poco, porque parece prever las zonas de las avenidas que se congestionan, entonces pasa, sigue, no se detiene, fluye. Y toma las curvas con tiempo, anticipa que los colectivos lo van a encerrar. Nadie lo jode en la calle. No le echa la culpa a nadie. Vos, en cambio, tocás bocina, puteás, te creés que el tráfico es un complot en tu contra.

Cuando le conté a Vicky cómo manejaba, me dijo textualmente “Ay, boluda, tiene que ser un chongazo”. Le dije que estaba loca si pensaba que me iba a enganchar con alguien, y que además Simón no me había tirado ni media onda. Le mentí un poco. Algo de onda me tiró. Vicky me dijo que él había salido con una secretaria de la revista el año pasado, pero después ella se había ido y ya no estaban más juntos. Esa era la única historia que le conocían dentro del trabajo. Así que me hice la desinteresada, pero empecé a ir un poco más arreglada a la revista. Siguió el cruce de miraditas, y el día que me mandó por mail las fotos para la nota del restorán, me mandó enseguida otro mail que decía: “Te queda muy bien ese vestido celeste”. “Es lila”, le contesté, y sin achicarse me lo volvió a mandar: “Te queda muy bien ese vestido lila”.

La noche de la fiesta de la revista vos me viste salir de jeans y remera blanca, pero me cambié en el taxi. Cuando estás así tenés una valentía que te hace hacer cosas que antes no hacías. Le dije al taxista, un tipo de unos sesenta años: “Señor, yo me voy a cambiar acá atrás. Es un segundo. Disculpe”. No me dijo nada y creo que ni miró por el espejito. Cuando me bajé en Barracas en la fiesta, estaba maquillada y tenía puesto ese top strapless blanco que me había comprado y nunca usé, la mini de jean y las sandalias de taco con tiritas. Vicky me vio llegar y me dijo: “Qué trola sos”.

Funcionó. Simón me vino a hablar en medio del boludeo de las modelos fotografiadas contra el logo, y el champagne y el diálogo a los gritos.

–¿Cómo te ves después para el dancing? –me dijo, y la frase me pareció medio loser.

–No me veo –le dije–. Me tengo que ir temprano.

–Yo también. Si querés te acerco.

–Dale.

Y no lo volví a ver por un rato.

Después apareció con cuatro amigos de él, que también querían que los llevara. Salimos. Dos eran una pareja que se sentó al lado mío, atrás. Y adelante iban dos chicas sentadas, una medio a upa de la otra. También resultó que eran pareja. Simón hizo la repartija: se bajaron unas en Montserrat y otros en Retiro. Cuando me pasé adelante y quedamos los dos solos en el auto, nos pusimos bastante incómodos. Yo empecé a decir “estás seguro de que no te desviás mucho yendo hasta Pueyrredón”, y él me dijo que no, que no había problema, pero que si antes no me importaba pasar un segundo por el estudio de un amigo porque tenía que buscar un gran angular para un trabajo al día siguiente muy temprano. Dobló en Nueve de Julio en lugar de seguir por Libertador. “Subo y bajo”, me dijo. Ya eran las doce y yo sabía que vos ibas a estar mirando el reloj. Cuando llegamos y me dijo “Vení a ver este lugar que es increíble”, me asusté. Pero me asusté por todo: por la duda de si eso era o no un intento de seducirme y la posibilidad de estar equivocada, por haber puesto en marcha una cosa que ahora no podía detener, por el tiempo que hacía que no me acostaba con nadie más que con vos.

Subimos y ya en el ascensor me quiso dar un beso. Yo le esquivé la boca pero dejé que me abrazara, que me besara el cuello, y le toqué la nuca, le pasé la mano por el pelo. Una vez adentro no prendió la luz. Era un estudio de fotografía sobre Pellegrini cerca de Córdoba, un lugar enorme; la iluminación de la avenida entraba por los ventanales. Al lado de un sillón, contra la pared, me siguió buscando la boca. Le pregunté si no tenía que llevar una lente y me dijo que sí, que ahora lo agarraba. Dale, le dije. Fue a buscarlo. Agarró algo y me preguntó si quería agua. Entramos en la cocina que estaba a un costado. Sacó agua de la heladera, sacó vasos y me sirvió. Ahí dentro estaba un poco más oscuro. Tomamos agua. Apoyé el vaso en el mármol casi sin hacer ruido. Entonces se me acercó y lo dejé venir.

Me apoyó contra la mesada y me dio un beso. Lo mordí un poco porque Simón es muy mordible. Me dio besos en el cuello, en los hombros, en las manos. Me apretó casi levantándome contra la mesada. Yo lo sentía contra mí, le levanté la camisa y le toqué la espalda. Me agarró el culo, después me agarró una mano y me hizo sentir su pija a través del jean. Se la apreté. La tenía dura. Me levantó la mini, me apartó la tanga y me empezó a tocar. Ya no podía más. Simón estaba desaforado. Me sentó en la mesada y se agachó. Me hundió la cara entre las piernas. Yo me asusté, me dio pudor, sentí que me resbalaba, le dije que no, pero siguió y me apretó los muslos sosteniéndome y ya no quise que parara porque tengo que decir que si Simón tiene algún talento es con esa lengua que Dios le dio. Un zarpado. Se lo dije. Sos un zarpado, y siguió un poco más, después se paró, se empezó a desabrochar el pantalón y le pregunté si tenía forros. Fue como despertarlo de un sueño. Se quedó respirando fuerte. Voy a buscar, dijo. Me llevó de la mano hasta el sillón del living. Buscó en el baño del estudio, revolvió todo, creo que fue hasta el cuarto, pero no encontró nada. Así que me dio un beso, y me dijo “ahora vengo” y bajó al kiosco.

Me quedé en la sombra de ese lugar. Acostada en el sillón pensando muchas cosas a la vez, asustada, con el corazón a dos mil. Las luces de los autos hacían unos abanicos de reflejos en el techo. Pensé muchas cosas, pensé en vos y en las chicas, y en todos estos años, pero en ningún momento me pareció que estaba mal lo que hacía. La sensación de estar viva, ahí, latiendo, esperando que Simón volviera de la calle, me sacudió. Sonreí, me mordí los dedos de felicidad. Y después, cuando Simón volvió y se puso un forro y cogimos hasta quedar tendidos exhaustos, también sonreí en la oscuridad, porque me pareció que volvía a nacer, que todo se abría en posibilidades, que yo le gustaba a este hombre dos años menor que yo, que lo calentaba. La forma en que me rodeó la cintura con el brazo, la fuerza firme con la que lo hizo. Y efectivamente cogía como manejaba: indetenible, continuo, disfrutando. Era fluido en el amor, Simón. Se zarpó pero no fue torpe, no pisteó, no quiso ir más rápido que el tráfico.

Después, en el baño, tratando de lavarme, me puse nerviosa. Me parecía que tenía olor a hombre. El olor del desodorante de Simón. Y le pedí que me llevara de vuelta porque ya era la una y media. Le di un beso largo y me bajé en la esquina. Entré al edificio y en el descanso de la escalera me cambié de vuelta. Por suerte no subió ni bajó nadie. Estabas despierto en la computadora, cerrando páginas porno, cuando llegué. Te quedaste hasta tarde, me dijiste. Sí, había mucho champagne, Vicky se sentía mal, la tuve que acompañar en taxi a la casa. En el baño otra vez traté de sacarme el olor a Simón con la esponja. Me asustaba que quisieras abrazarme y me olieras de cerca, que me hundieras la nariz en el pelo, aunque nunca jamás hagas eso. Pero me sorprendió acostarme al lado tuyo y no sentir culpa; estar a centímetros de tu cuerpo, con toda esa noche sucediendo de vuelta en mi cabeza, todos los besos de Simón todavía rodeándome. Me sorprendió poder estar tranquila, durmiéndome como si nada hubiera pasado.

Y ya que te estoy contando cada detalle te digo que esa noche no acabé. Pero la vez siguiente, en su casa en Saavedra, después de una nota que hicimos juntos en Colegiales, sí que acabé. Y dos veces, y como prendiéndome fuego por adentro, como desarmándome entera arriba de él. Mayer parecía contento cuando le conté. Habló de una etapa exploratoria, estás conociendo facetas de Laura que no conocías, dijo. Hay cosas que me daba pudor contarle, pero le conté igual. Eso de que Simón me dice hermosa mientras me coge, y cómo me calienta que lo haga. Porque vos a lo sumo tirás un “estás muy linda” o un “perrísima” que le copiaste a algún amigo o a los noteros de la tele. Alguien nos borró la palabra hermoso del diccionario de Barrio Norte y nosotros lo aceptamos. Pero te voy a decir una cosa: Simón es hermoso, y yo desnuda al lado de él soy hermosa. Es decir que no sólo te estoy metiendo los cuernos sino que también estoy ampliando mi vocabulario.

Y estoy conociendo Buenos Aires; ahora, a los 36 años, descubro avenidas que no veía desde que mamá –cuando yo tenía doce o trece– me pedía que la acompañara a buscar pinturerías o casas de muebles. La pendiente que tiene Chiclana cuando pasa por abajo de la autopista, o Almafuerte bordeando el Hospital Churruca, y el Parque Uriburu ahí que no sé por qué me hace acordar al D.F. y a Chapultepec. Partes lindas, todavía empedradas, con casas bajas, y partes horribles. Y Saavedra, el departamento de Simón en García del Río, la vista del pulmón de manzana que da a los jardines. El vientito que entra a las dos de la tarde cuando nos quedamos en la cama, los jueves, cuando se supone que estoy en un almuerzo de trabajo que no existe, que inventé para salir de casa más temprano y para justificar que no pueda contestar el celular.

Si llego muy altanera, Mayer en general me baja a tierra, y si llego muy bajoneada me levanta. El otro día llegué muy cocorita hablando de lo contenta que estaba con esta doble vida (la expresión la usé yo) y él me dijo: “Cuidado que una doble vida no sea una vida a medias, sin comprometerse con ninguna de las dos”. Para mí se metió demasiado, medio que lo mandé a la mierda. Pero fue porque le conté que Juana me había pedido que la acompañara a comprar ropa, y yo no pude ir porque me encontraba con Simón ese día. Después fui con ella y me ocupé, y no creo que vos puedas decir que estoy descuidando a las chicas. Ni siquiera las cosas de la casa cambiaron. Mirta está aprendiendo bien a hacer las compras, hace el pedido con criterio, recibe el envío, cocina. Todo funciona. Me gusta tener mucama en casa, y me encanta que no haya mucama en lo de Simón. Poder levantarme desnuda a buscar agua a la cocina de su departamento. Hace dos años me acuerdo que le contaba a Mayer que estaba insomne, que me despertaba a veces a las cuatro de la mañana y daba vueltas por la casa, que al principio me fastidiaba pero después lo empecé a disfrutar; a esa hora tenía la casa toda para mí, como si no hubiera nadie, todos estaban anulados por el sueño, vos, las chicas, Mirta. Necesitaba esa soledad. Eso había perdido, mi soledad. Ahora la estoy recuperando.

Vos siempre tuviste tu costado cerrado, tu rincón. Te vas a la oficina, una escapada al golf, o los viajes por trabajo a Brasil. Quizá tengas tus trampas por ahí. Algún gato caro, puede ser. Cosa tuya. Mientras no vuelvas a casa con marcas de rouge y olor a perfume, prefiero no saber. Vicky me dijo que le ofrecieron un sistema que metés una clave en el conversor y podés ver en la tele lo que el otro está viendo en la computadora, pero que tiene miedo de lo que pueda encontrarle a Gastón. Yo le aconsejé que no lo hiciera. El que busca encuentra, le dije. Yo a vos siempre te veo cerrando ventanitas cuando me asomo a la compu, y está bien, serán tus páginas porno o alguna abogadita que te histeriquea en el chat. No se me ocurriría nunca hackearte ni espiarte nada.

Ojalá pudiera realmente decirte todo esto. Porque sabés que te quiero, que te quise estos diecisiete años que hace que te conozco. Y vuelvo a casa todas las tardes y duermo con vos porque te elijo. Todos los días te elijo de alguna forma u otra. Y lo voy a seguir haciendo al menos hasta que Juana tenga la edad de Clara y ahí veremos. Cuando las chicas ya no me necesiten, veremos. ¿Te elijo porque sos un abogado exitoso que trae plata a casa y por todo lo que tenemos juntos? ¿Te elijo por inercia? Puede ser. Vos sos tu dinero. Sin plata serías otro. Tu plata y la de tu mamá (porque convengamos que tu viejo era un colgado) se notan en cómo te vestís y cómo hablás y cómo pensás y cómo actuás. Si alguien me dijera que te quiero por tu plata, le diría que es cierto porque vos sos tu plata. Y no creo que eso esté mal.

La pregunta es si me bancaría vivir con Simón. A veces pienso que sí. Hay que ver si él se bancaría vivir conmigo. Pero pienso en tener una casa con patio, tener plantas, tener un perro (nunca quisiste tener perro, y en casa de chica yo tenía perros, gatos y hasta una tortuga). Pienso mucho en esa casa. Me duele esa casa. Porque quizá sea todo un desastre emocional. Una pelea con Simón. Pero qué tipo más lindo. Quizá vamos camino a la catástrofe. Ahora que empezamos a coger sin forro y yo tomo pastillas. Vos con tus Prime azules, y Simón que me la mete sin nada y me acaba adentro. No quiero tener otro hijo con vos. Ni aunque me aseguren que va a ser varón. Pero a veces quiero tener un hijo con Simón. Un varón hermoso como él, que se enamore de mí.

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