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Verano12|Sábado, 11 de febrero de 2012

Manuel Saurat, un diario íntimo

Por Rodolfo Rabanal
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El cuento por su autor

“Manuel Saurat, un diario íntimo” es una historia que escribí en el verano de 1977-78, empujado por una especie de urgencia surgida no sé de dónde que me llevó a terminarla en un par de noches extremadamente cálidas, tanto que, aparte del ventilador, tenía a mi alcance una toalla húmeda que me pasaba por la frente a cada rato y con la que me “lavaba” también las palmas de las manos. Saurat, el nombre del protagonista, empezaba a insinuárseme de manera persistente y engorrosa, porque era “alguien” pero sin historia, sin nada narrativo que pudiera contenerlo. Creo, sobre todo, que se trataba en parte de un alter ego novelesco, a veces confrontado a mis propias cavilaciones literarias y casi siempre presente como una modalidad de la escritura, o sea que decir Saurat era como decir escribo. Años más tarde cobraría forma en mi novela La vida brillante, pero ya había sido él mismo llamándose Manuel en la breve novela En otra parte, y poco después Nicolás en El factor sentimental.

“...un diario íntimo” responde, con seguridad, a mi inclinación por las anotaciones personales en las que precisiones y consignaciones de la realidad tienden a volverse fantásticas, hechos puros de ficción. En este caso se describe la vida opaca de un periodista anodino en la redacción de un diario importante en los tiempos en que todavía se escribía a máquina y se recurría a los sobres de papel madera del archivo para conseguir información de antecedentes. Todo eso ha pasado, aunque nunca del todo, me parece.


Febrero 20

Si la opinión se expresara francamente ¿qué diría? Diría: Saurat es un hombre oscuro, gris, cuya innecesaria eficacia profesional nada agrega a la Historia y muy poco a su propia vida. Es cierto.

Saurat soy yo, y soy oscuro, y me desempeño en una cotidiana tarea anónima escribiendo noticias que no exigen para ser redactadas ningún arte especial, ninguna pericia compleja o técnica superior. Sólo se requiere paciencia, un poco de orden en la cabeza, un básico conocimiento del idioma y una pizca de curiosidad. Eso es todo, quizás afortunadamente. No odio mi trabajo, no lo desprecio. Tampoco lo estimo demasiado. Profeso por él un rutinario y apagado afecto. Como trabajo en sí, poco importa, pero por alguna misteriosa razón es imprescindible hacerlo. ¿Habría forma de detener una maquinaria lanzada a rodar a lo ancho y a lo largo del mundo durante doscientos años ininterrumpidamente? No lo creo. Ni me preocupa, es verdad.

A veces trabajo inclusive en días feriados, domingos y festividades patrias. En esas ocasiones estoy prácticamente solo en todo el edificio y golpeo el teclado de la máquina en medio de un gran silencio. Hay algo en esos días, en esos momentos, que me envuelve delicadamente con un apacible sentimiento de cosa hecha, de tarea cumplida. Poco después de la una de la tarde salgo a comer un bocado en la cafetería americana de la vuelta que nunca, o casi nunca cierra. Es un lugar que me agrada, por su brillo color mostaza, por sus mesas fijas de fórmica oscura y sus sillines móviles. La comida es barata, anónima, de un gusto uniforme.

Febrero 25

Mis vacaciones empezaron ayer y, sin embargo, por rutina, volví a la cafetería. Comí una hamburguesa y cambié dos palabras con una de las empleadas del mostrador de pedidos. Me dijo que trabajan ocho horas en turnos corridos y que resulta agotador estarse allí hasta la madrugada. “Vienen turistas” me dijo “y desocupados, o gente que nada tiene que hacer en ninguna parte”. Asentí, ¿qué hubiera podido agregar? Tomé una cerveza y me puse a leer el diario, “nuestro” diario. Había por allí un cable redactado por mí la tarde anterior. Me costó reconocerlo. Jamás leo lo que escribo, porque al fin es siempre lo mismo y termino por olvidarlo. Tampoco leo todo el diario, sólo lo hojeo, o hago las palabras cruzadas.

Sin nada mejor que hacer, me puse a caminar entre la gente, con el gran calor de la tarde en el aire y el tumulto del final de las vacaciones volcado ya en la ciudad. Cleo iba a la oficina. Ella es la archivista del diario. Nos chocamos o poco menos. Estaba apurada y prometí llamarla a la noche. Cleo y yo mantenemos una relación con altibajos. La conocí en la época en que ella era una chica demasiado flaca para que los hombres la asediaran, pero lo suficientemente bonita como para que las otras mujeres se hicieran cargo de ella todo el tiempo. Después, Cleo se repuso, cobró peso, hizo ejercicios, y lo bonito que siempre hubo en ella adquirió forma y contenido, y empuje, un cierto empuje garboso; se soltó el pelo, usó jeans muy ajustados o vestidos frescos y escotados y los hombres empezaron a asediarla y las mujeres a no perdonárselo.

La primera vez que Cleo y yo tuvimos algo que ver fue en mi propia oficina un domingo a la mañana. Yo comparto la oficina con Bastidez. Bastidez es poeta, pero eso nada significa para sus funciones en el diario; por lo mismo, creo, vive resentido y come y come cuanto puede. Su placer es la comida, las amistades, la malignidad y los muchachos motociclistas. Esa mañana Bastidez no estaba y Cleo entró alcanzándome los sobres de papel madera que contenían la información que iría a servirme para el artículo que estaba escribiendo.

Me comentó que estaba leyendo un libro norteamericano muy atrevido y hablamos del libro y empezamos a reírnos. Así es la amistad en las oficinas de este mundo. A los pocos minutos estábamos echados en el diván de cuero negro donde Bastidez descarga habitualmente su peso y se pone a llorar su suerte. Fue un momento deleitoso, y cuando terminamos Cleo se quedó mirándome a los ojos como hacen las mujeres en el cine, y yo torcí la vista porque la mera idea de que estaba repitiendo gestos aprendidos en el cine me incomodó profundamente.

Era la época flaca de Cleo.

Marzo 2

“Sintiendo al fin todos mis esfuerzos inútiles y atormentándome en balde tomé la única resolución que me quedaba, la de someterme a mi destino sin pugnar más contra la necesidad. En esta resignación he encontrado la reparación de todos mis males mediante la tranquilidad que me procura y que no podía aislarse con el esfuerzo continuo de una resistencia tan ingrata como infructuosa.”

Quisiera hacer mías las palabras de Rou- sseau pero no puedo, no puedo hacerlas totalmente mías porque yo no he encontrado la forma de reparar todos mis males. Además, porque quizá Rousseau mienta. También porque mi vida es más bien una vida fácil y suelta.

Hoy son muchas las penurias que no me afligen.

Carezco de ambición y de espíritu competitivo y no me mueven grandes deseos, aparte del común deseo. Por lo demás, me basta con lo que tengo. Antes, mucho antes, estuve a punto de morir de deseo. Y me gasté.

Lo miro a Bastidez y pienso: pobre alma gorda y afligida, esclava del hambre, sometida a la voracidad y a los motociclistas jóvenes que le sacan el dinero a los apurones y en los baños inmundos. No tiene reposo, no lo tiene: es una doble boca que traga sin cesar y sus ojos lloran inconsolables. Porque además desea la gloria, la fama terrena y la notoriedad futura, y odia, odia desesperadamente a sus patrones. Vive, si se quiere, apasionadamente, pero en la pasión de la miseria.

El mes pasado estuvo una semana en cama. Fui a verlo. Me recibieron sus hermanas, las señoritas Bastidez: “Pase, Saurat, pase. Allí está, el pobre. Se alegrará al verlo”. Los ojos hinchados, los párpados rojizos y azules por los golpes recibidos, un diente de menos, un brazo, el izquierdo, vendado.

“Voy a vengarme –gruñía–, voy a matarlos, a denunciarlos.” Lloraba. Traté de consolarlo, pero no es fácil. Al irme, me dijo: “Es todo un error...” ¿Un error? pregunté. “Sí –dijo–, mi vida es un error.”

Recuerdo que a la salida me metí en un cine.

Marzo 6

Cleo lo adora, a Bastidez. Me habla de su “desgracia”, y si habría algún modo de curarla, como si en verdad se pudiera sanar con antibióticos o extirparle el alma con un bisturí. “No hay nada que curar”, le digo. “¿Por qué no?”, insiste. “No hay cura –digo–, ni para él ni para nosotros.” “Pero nosotros –protesta– no estamos enfermos.” “Tal vez no”, respondo. Se irrita. Luego se burla de mis puntos de vista. Me acusa de pusilánime y descreído; critica mi falta de ambición. Según ella, malgasto y regalo mi talento.

No puedo discutir; quisiera, pero no puedo, no sabría cómo empezar. Cleo pertenece a la raza de personas empeñosas, poseedoras de pequeñas ideas claras y que funcionan muy bien en cualquier circunstancia. Para ella, por ejemplo, un periodista es un intelectual, invariablemente; un diseñador, un artista; un poeta, un genio, etc. Según ella, yo soy un intelectual con espíritu artístico atascado por mi debilidad e indiferencia. Y si yo pusiera empeño, si aplicara la voluntad, si actuara, si creyera...

Después de años más o menos velados, Cleo tomó por un nuevo camino. Eso se ve fácilmente. Tomó por un camino que nadie sabe a qué conduce, tampoco ella, naturalmente. De tanto en tanto, la gente suele cambiar el rumbo de su vida y meterse por caminos fantásticos, pero siempre se trata de unos pocos. La mayoría prefiere quedarse donde está y estuvo siempre, hasta la muerte. Esta es la gente serena, simple –un poco mezquina creo–, al fin, la mejor gente. Cleo no es mala, ni maligna, pero se hincha cada día más con vacuidades intolerables. Ella misma sostiene que va hacia adelante, hacia adelante siempre. Se analiza, tiene amantes ocasionales y maneja su propio auto.

Marzo 7

Ayer fue como morir. No había estímulo alguno ni atractivo en nada. Me resultaba prácticamente imposible imaginar cualquier forma de distracción. Apatía, repudio, fobia, anhedonia. Ahora escribo con las cenizas de ayer entre los dedos, porque ayer estaba muerto o a punto de creerlo. Añoré mi oficina, los lloriqueos y las rabietas de Bastidez, los muslos de Cleo, su pelo sedoso que escapa por detrás de las orejas. Entonces me metí en la cama, abrí una lata de cerveza y me puse a leer una novela negra. La novela era basura pero maravillosamente escrita y tuve que dejarla para más tarde de tan buena que era. Tomé a Pascal porque de tanto en tanto leo a Pascal sin saber muy bien por qué. En muchos sentidos, Pascal me aburre. Pero hay muchas otras cosas que también me aburren. Hubiera debido irme al mar, o al campo, y no lo hice. ¿Por qué no lo hice? Por pereza, nada más.

Marzo 8

Nada. Nada. He pasado la mañana pensando tonterías, echado en la cama con el ventilador Marelli a los pies. Mis pensamientos no tenían un solo hueso, eran acuosos y se resolvieron en un breve sueño. A la tarde, volvió Cleo. Se metió en la cama e hicimos el amor, no hubo palabras. Después se duchó, arregló un poco el cuarto y preparó un bizcochuelo: resultó algo gomoso pero agradable de todas formas. Tenía miguitas amarillas entre los pechos y en el borde exterior de los labios, y reía contando no sé qué cosas. Rara vez atiendo a lo que dice cuando se trata de anécdotas, prefiero mirarla y sentirla cerca. Pero me agrada oír su voz, el tono, la vibración y el volumen de su voz. Cuando cuenta sus cosas me deja en paz y es como si toda esa charla aérea, perecible pero renovada cada vez, metiera al mundo en caja.

Marzo 12

Sigue el calor, el gran calor final sobre el extremo último del verano. Hoy he pensado que todo lo vivido, que todo lo muerto y vuelto a vivir y acumulado y gastado ha hecho en mí el trabajo de despoblarme. Me alejo, he venido alejándome para abordar la proximidad de lo que estaba distante, pero lo que estaba distante se ha alejado a su vez, y no hay meta, es eso.

Hoy por hoy, mi vida es hidrógeno, catorce veces más ligera que el oxígeno, pero he notado –cómo no hacerlo– que la extrema vacuidad de mis días equivale a la específica densidad que pesa sobre mis días. Lo que falta me ocupa, lo que no está pesa.

Mañana volveré a la oficina. Ah, que resulte al fin más estimulante que el mar, más palpable que el campo y la montaña ¿no es acaso una de las disimuladas formas de la atrocidad?

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