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Verano12|Martes, 14 de enero de 2014

La vuelta a la manzana

Por Juan Pablo Bertazza
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Papá era la persona más buena del Universo, salvo con los gatos.

Después de cenar, cuando salíamos a dar la vuelta a la manzana él, mi hermano y yo, papá juntaba piedritas para tirárselas justo en el momento en que los gatos se trepaban a los árboles. Teníamos dos perros: un ovejero alemán y un pekinés. Y, si bien nadie lo decía, el ovejero alemán era de papá y el pekinés de mamá. Algunos amigos a los que invitaba a jugar me decían que el ovejero, que se llamaba Malus, tenía nombre de gato. El pekinés se llamaba Héctor. De ahí en más, a todos los perros con los que nos encontrábamos les decíamos Malus (si eran perros grandes) y Héctor (si eran perros chicos). Papá decía que sólo los perros grandes (y entre ellos, en realidad, sólo los ovejeros) eran perros; los perros medianos y chiquitos eran para él gatos. Y aunque no trataba igual al ovejero alemán que al pekinés, tampoco es que papá trataba tan mal al pekinés, como sí hacía con los gatos.

Cuando, al principio, salíamos a dar la vuelta a la manzana papá, mi hermano y yo, Malus siempre iba suelto y mi hermano llevaba al pekinés con correa. Uno de los juegos de la vuelta a la manzana era la competencia de pis y caca. El pis, por ser mucho más común, valía un punto y la caca valía dos puntos. Como siempre ganaba Malus, mi hermano y yo hinchábamos por Héctor, y le dábamos alguna ayuda, por ejemplo, tirándole de la correa cuando meaba o cagaba para poder contar doble o triple cada pis y cada caca. Papá iba unos pasos adelante, casi siempre comiendo la manzana que le daba mamá cuando terminábamos de cenar, y había una forma secreta de comunicación entre él y Malus para perseguir a los gatos. Había veces que Malus iba atrás de todo y entonces papá giraba apenas la cabeza para mirarlo fijo. El ovejero se quedaba como congelado, levantaba la cola, se le paraban los pelos del lomo y, como un rayo un poco gordo, corría al gato que siempre lograba escapar subiéndose al árbol. Malus se ponía tan nervioso que intentaba una y otra vez treparse. Cada vez que sucedía eso, yo le hacía la misma pregunta a papá, pensando que se trataba siempre del mismo gato: ¿alguna vez Malus lo podrá agarrar? Y papá nunca respondía, pero me miraba con una sonrisa y me guiñaba el ojo, y yo me sentía orgulloso de algo que no entendía bien. Otras veces, la cosa era al revés. Papá, siempre adelante, capaz se distraía explicándonos alguna noticia de política que le consultaba mi hermano, y entonces Malus le rozaba silenciosamente la pierna a papá, que autorizaba con su cabeza el ataque de Malus, en esos casos ayudado, entonces, por una lluvia de piedritas que papá tiraba entre carcajadas y con buena puntería, aunque nunca tan buena como para bajar al gato.

Hubo tardes en las que mi hermano y yo organizamos tácticas para que Malus finalmente pudiera atraparlo. Cuando entrábamos al garaje –que a la tarde era más grande porque papá se llevaba el auto al trabajo–, Malus estaba echado en la base del portón. Después de acariciarlo en la cabeza unos segundos, cortábamos galletitas en pedacitos y las íbamos tirando en distintos rincones del garaje, poniendo a prueba diferentes habilidades del ovejero. Cuando salíamos del garaje, en general íbamos al fondo a jugar a la pelota y el pekinés se iba a descansar al patio andaluz porque no podía seguirnos el ritmo y porque el maldito gato con el que Malus debía acabar quizá fuera su amigo.

Cuando en las cenas papá me preguntaba por el colegio, yo prefería contarle nuestros avances en el entrenamiento. Lo hacía porque papá volvía a sonreírme y a guiñarme un ojo, y yo me sentía orgulloso y, poco a poco, iba entendiendo por qué.

Las vueltas a la manzana empezaron a reducirse entonces a una sola cosa: la captura del gato. Nos olvidamos de la competencia de pis y caca. A mi hermano ya no le importaba que el pekinés tuviera su vuelta a la manzana ni le consultaba a papá lo que oía casualmente en los flashes de los noticieros. Papá terminaba de comer y antes de que mamá pudiera llegar a la heladera para sacar la manzana, él ya estaba abriendo la puerta del garaje. Si antes la comunicación con Malus era exclusiva de papá, ahora los tres estábamos totalmente atentos a cualquier aparición felina. Nuestro paso era firme y acompasado, medíamos distancias y proyectábamos los ataques de Malus. Con el correr de los días la casa tomada de mitad de cuadra, el almacén, ciertas esquinas y determinados árboles (como el palo borracho de la esquina del almacén), se fueron convirtiendo respectivamente en bases, referencias y puntos de ataque. Durante las dos primeras cuadras, nuestro orgullo iba a la par de la mirada de Malus, pero a medida que el gato ganaba las batallas, el ánimo terminaba decayendo y el objetivo de Malus se reducía a hacer pis, igual a los deportistas fracasados que, en medio de la competencia, sólo piensan en tomar agua.

Un viernes pasó algo increíble. Mi hermano, Malus, papá y yo teníamos tan pocas esperanzas de atrapar al gato, que mi hermano se había acordado de traer a Héctor y, durante las primeras cuadras, hasta le preguntó algo a papá sobre el posible cambio de la Constitución y un pacto de Olivos. Malus paraba casi en cada árbol, para hacer él sus necesidades o para revisar las de Héctor. Antes de completar la mitad de la vuelta, mi hermano dejó la correa del pekinés en el piso para atarse los cordones. Escuché los ladridos agudos y de gato de Héctor que tanto nos hacían reír y, en eso, Héctor empezó a correr como una pelota de lana que se va deshilachando.

Papá, mi hermano y yo no sabíamos si reírnos o achinar los ojos. Héctor, el pekinés, el gato de mamá que perdía todas las competencias de pis y caca con Malus, al que nunca le había interesado la cacería y hasta evitaba jugar con mi hermano y conmigo a la pelota, estaba persiguiendo, aunque torpemente y quizá sin estrategia, al maldito gato. Creo que lo siguió algo así como media cuadra. En algún momento pensé que el gato se estaba dejando un poco, pero me di cuenta que no cuando empezó a apuntar hacia el lado de la calle. Como tantas veces con Malus, parecía que el gato volvía a escaparse, aunque esta vez había algo distinto. Tal vez sorprendido por su inesperado perseguidor, tuvo que treparse al palo borracho de la esquina del almacén, por lo que por primera vez en mi vida lo vi tropezar, como jamás tropiezan los gatos, y caerse al piso. Fueron dos o tres segundos en que lo vi a papá sin piedras poner una cara nueva. Mi hermano lo miró y yo me quedé viendo la expresión de Héctor que había quedado demasiado lejos para pegar el último golpe. Papá giró silenciosamente la cabeza y todos vimos al ovejero: estaba separando con el hocico la última caca de Héctor. Papá lo miró una segunda y una tercera vez. A la cuarta vez, Malus recuperó la atención y registró todo lo que pasaba. Se quedó como congelado, levantó la cola, se le pararon los pelos del lomo y, como un rayo un poco gordo, se puso a correrlo. Cuando su hocico besó el piso, el gato ya había cruzado la calle, perdiéndose en un terreno baldío. Si bien todo perro que no fuera ovejero seguía siendo gato, creo que en lo más íntimo de papá algo de su relación con Malus y Héctor había cambiado.

Como esos héroes que, dejando inconclusa su misión imposible, se vuelven más gloriosos aún que realizándola, Héctor murió el lunes siguiente, hundiendo a mamá en una tristeza sin fondo. Desde ese día no entrenamos más a Malus, esperando tal vez que nuestro desprecio lo moviera a conseguir lo que nunca había logrado.

Pero no era lo mismo. No estaba Héctor, mi hermano empezó a dejar de venir y, en determinados momentos del año, ni siquiera el gato aparecía. Yo no podía abandonar la misión, pero creo que incluso papá se fue olvidando poco a poco de la cacería, más por decepción que por desinterés.

Hubo un lunes en que casi no damos la vuelta. Papá tardaba tanto en llegar del trabajo que mamá nos obligó a mi hermano y a mí a empezar a cenar. Mi hermano se puso a hablar por teléfono, mamá a lavar los platos y yo me pregunté por qué nunca daba la vuelta a la manzana solo. Cuando me acosté, escuché los ruidos de la puerta del garaje. Papá había llegado, me apuré en vestirme y lo fui a convencer de dar la vuelta.

Todo lo que escuché fue una frenada, el impacto de dos cosas enormes y un grito que confunde a animales con personas. Mientras corría toda una cuadra, adelanté exactamente las cosas que vería al llegar: el hombre agarrándose la cabeza y mirándome de a poco, mientras gritaba en voz baja “¿es tuyo?”. Lo peor fue verlo a Malus revuelto en el asfalto, lleno de sangre y dedicándome con su mirada los últimos segundos de su vida, y escucharlo al hombre decir: “No lo pude ver, se me cruzó, iba desesperado atrás de un gato”.

Aunque no era su perro, mamá le echó la culpa de la muerte de Malus a papá, de una manera tan violenta que papá se fue de casa sin despedirse. Mamá, cada vez más nerviosa, no paraba de tomar agua, con tanta rapidez que chorreaba buena parte de lo que tomaba. Para peor, de tanto pensar en el gato, en el maldito gato que se había vengado de todos nosotros matando a Malus y, en cierta forma, echando a papá de casa, mi hermano se burló de mí y me dijo que cómo no me daba cuenta de que, así como un montón de animales parecidos actúan de Lassie y Chatrán, el gato maldito que perseguía Malus no era siempre el mismo. Le pregunté sin fe a mamá si podía comprar otro perro. Yo no sé si estaba demasiado confundida, pero dijo que sí, y pensar en un nuevo Héctor me calmó un poco. Claro que, enseguida, mamá me pidió paciencia porque le faltaba dinero y tenía que encontrar un criadero barato.

Con el correr de los días empezó a sonar más seguido el teléfono, aunque siempre atendía mamá y no contestaban. Mi hermano y yo nos dimos cuenta de que era papá. Al principio, sólo me preguntaba por el colegio y por los fines de semana, pero después de unos meses, nos invitó a conocer su nueva casa y a su nueva pareja, Eva, una mujer mucho más joven que mamá. Había vivido en Nueva York y, según papá, amaba a los animales tanto como nosotros. Mi hermano me contó que lo que le gustaba en verdad a Eva eran los gatos, tenía tres gatos a los que papá había aprendido a querer. Yo ni siquiera me lo podía imaginar acariciando a un gato.

Steve, Ringo y Newton se llamaban los gatos de Eva, que se trepaban alegremente por el patio con enredaderas enormes, en esa casa que, si bien era nueva para mí, empezaba a gustarme mucho. Eva tenía las piernas mucho más flacas y largas que mamá. Caminaba de una manera muy fina y tenía ojos brillantes con hermosas pestañas. Lo malo era cuando salíamos los cuatro (papá, Eva, mi hermano y yo, con los tres gatitos y sus collares y correas), a dar una vuelta a la manzana distinta, mucho más incómoda y larga, porque ahí las calles terminaban en cualquier lugar, sin esperar a las esquinas. Además no había almacenes, ni palo borracho ni casa tomada; sino un montón de confiterías, empresas enormes y una estación de servicio que ocupaba como dos cuadras. Más que a la manzana, eran vueltas al melón. En cada una de esas nuevas vueltas, Eva y papá se la pasaban hablando de la increíble limpieza de los gatos y de la torpeza de los perros. Yo intentaba defender a los perros pero papá me miraba serio y decía algo imposible de discutir: que los gatos eligen estar con sus dueños porque podrían irse de su lado, mientras que los perros están por necesidad, por conveniencia.

Cada vez que volvíamos a casa, mamá nos trataba cada vez peor, porque nosotros discutíamos mucho y no la ayudábamos ni siquiera a poner la mesa. Y cuando atendía el teléfono y era él, mamá nos pasaba inmediatamente el tubo a mi hermano o a mí. Por eso ni se enteró de que Eva estaba embarazada y de que íbamos a tener un hermanito. Fue una época de muchísimas noticias porque algunas semanas después, poco antes de salir para la casa de Eva a ver a nuestro hermanito Félix y a hablar otra vez bien de los gatos y mal de los perros, mamá nos despertó a mi hermano y a mí con jugo de naranja, medialunas y perro nuevo. Yo la había escuchado arreglar por teléfono con la señora del criadero, y entonces sabía que el perro llegaba esa mañana. Por eso yo le había dicho a papá, contento y nervioso a la vez, que él nos presentara a Félix que nosotros le íbamos a llevar a nuestro nuevo Héctor, para que él también se pusiera feliz. Mamá nos había sorprendido: jamás hubiéramos imaginado que nuestro nuevo perro fuera así. Y ahora me daban todavía más ganas de que lo viera papá.

Aunque era un cachorrito, mi hermano tuvo que convencerlo al taxista de que aceptara llevar a nuestro nuevo perro. Cuando llegamos me empezó a latir muy fuerte el corazón. Y no supe si era por verlo a Félix o porque papá iba a conocer a nuestro nuevo perro. Lo cierto es que papá se sorprendió tanto como nosotros cuando vio que no era un nuevo Héctor, sino un nuevo Malus. Félix era hermoso: tenía el color de pelo de Steve, los ojos de Eva, la frente de papá, la nariz de Ringo y la boca de Newton.

En un momento papá sacó un paquetito del bolsillo y se lo dio a Eva. Era una cadenita de oro, con una fruta también de oro y una tarjeta que decía: “Para la mujer más hermosa del mundo”. Eva se puso a llorar de la emoción aunque la tarjeta no aclaraba estar hablando de ella. Después papá chocó en el aire su copa de sidra con la copa de Eva y, mirándola a los ojos, le dijo que lo había vuelto un hombre feliz. Eva trató de incluirnos en su felicidad a mi hermano y a mí. Yo también me siento feliz, feliz de haber conocido y aprendido a querer a estas dos hermosas criaturas. Así que propongo, dijo, que vayamos todos a dar una vuelta a la manzana.

Papá –empujando el moisés de Félix–, Eva –con Newton en brazos–, mi hermano –llevando con sus correas a Steve y Ringo–, y el nuevo Malus, al que ahora llevaba con correa, fuimos a dar “la vuelta a la manzana de la unión”. A pesar del hermoso nombre que papá le puso a esa vuelta, todos íbamos en silencio, incluyendo al nuevo Malus que caminaba sin problema junto a los gatos. Hasta que Eva comentó, sonriente, que a ella le habían dicho que, si se criaban juntos, los perros y los gatos podían ser amigos. Papá confirmó la frase contando la historia de unos vecinos que tenía cuando era chico, aunque en verdad yo conocía otra versión: no eran un gato y un perro los que habían aprendido a llevarse bien sino, más raro aún, un gato y un hámster. Mi hermano quiso participar, y aunque sin tener mucho que ver, contó que un millonario tuvo la idea de criar tigres recién nacidos y que, al día de hoy que son adultos, no lo atacan porque todavía lo reconocen. Fue entonces que, a una cuadra más o menos de la casa de Eva y papá, nos cruzamos con un Héctor. Yo estaba tan emocionado que me apuré en mostrárselo a papá, porque sabía que ahora sí le gustaban los gatos y seguramente también los perros que eran gatos. Pero mientras yo intentaba llamar la atención de papá, el nuevo Malus se soltó de mi mano y le empezó a ladrar en el oído al perrito. A Héctor no le molestaba, pero la que sí se enojó fue la señora que lo llevaba, que se puso a gritar y después a insultarnos cuando el nuevo Malus empezó a morderlo, siempre jugando, a Héctor. Mientras trataba de calmar a la dueña, papá intentó recuperar la correa de Malus, que se enredaba entre sus patonas de tal forma que papá tropezó y cayó al piso con moisés y todo, cuidándose de atajar bien a Félix que, por suerte, no se golpeó. Pero, como a Héctor ya lo había agarrado en brazos la señora que lo paseaba, el nuevo Malus, que se asustó un poco con la caída de papá, siguió jugando con lo primero que tuvo a su alcance. Y lo primero que tuvo a su alcance fue la rozagante cara de Félix, para morderla y dejarla llena de sangre y surcos y también saliva. Me tapé los ojos para no ver más y mis dedos olían amargo. A oscuras, pensé que papá se equivocaba al decir que sólo los ovejeros eran perros. Me di cuenta de que lo único seguro es que hay perros por un lado y gatos por el otro, y si bien a veces alguno de los bandos intenta disimularlo, la verdad es que se odian en serio. Me di cuenta de que Héctor nunca había estado realmente del lado de los gatos y de que Malus respetaba a Héctor más de lo que cualquiera podía creer. Y ahora que me acuerdo de todo esto, pienso que tanto el accidente mortal del auto, la casi hazaña de Héctor junto al palo borracho y hasta el juguetón encuentro entre los últimos Malus y Héctor habían sido los pasos secretos del verdadero entrenamiento, inventado por un único perro sin distinciones de Héctor y Malus, para atrapar y al fin comerse al gato que, tal como yo creía desde el principio, era un único gato.

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