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Verano12|Miércoles, 11 de febrero de 2015

Aguas dulces

Por Jorge Repiso
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El cuento por su autor

Al paisaje correntino lo tengo bien adentro aunque me considere un porteño hecho y derecho. Sea porque mis padres nacieron en esa tierra, como por la cantidad de veranos y vacaciones de invierno caminando esos arenales. De esos tiempos de niño me quedaron olores, como a casi todos los chicos. Y algunos sonidos como la roldana del aljibe de mi abuela, la puerta maltrecha de la chatita del abuelo, las chicharras que trepadas a los árboles producían más ruido que los ventiladores de hierro. El río del cuento existe, pero no voy a nombrarlo. Tampoco del pueblo en el que transcurrió. El puestito del balneario también. Las burlas de los lugareños ante la tonada extraña de los pibes de otras provincias y otras ciudades son una constante. Recuerdo que en esas tardes de sandía y agua fría se podían escuchar historias de crímenes sin justicia, como tal cosa. Pero uno muy curioso y que me llamó la atención habrá ocurrido a mediados de los años sesenta, cuando era un bebé.

Una discusión en el camino de tierra que lleva al campo terminó con un tiro y un muerto. El asesino, que había defendido su honor y su vida disparando primero, se presentó en la comisaría del pueblo para entregarse. La máxima autoridad policial estaba tomando mate en la puerta de un calabozo con los presos, y al escuchar la historia mandó al hombre de vuelta para su casa. La causa había sido proscripta en menos de dos horas y de palabra. Relatos similares –y otros más crueles aún– llegaron a mis oídos cuando por circunstancias familiares y en mi adolescencia tuvimos que ir a vivir a aquellos parajes por espacio de setecientos cincuenta días. Al regreso, pasaron años y fue como si toda aquella experiencia se hubiese borrado. Pero estaba muy equivocado porque nada se borra de nuestras cabezas.

Mi encuentro con el mar también es bien cierto y es en esa parte del relato donde me ciño enteramente a la verdad. Algo de mi experiencia correntina ronda la verdad pero no todo, claro. No sé con certeza si el desenlace fantasioso del cuento es una evocación a todos esas historias que me dejaban con la boca abierta. Puede ser. Dicen que el lugar donde se vive forma a las personas y sus maneras de actuar. En Corrientes, una reyerta por un vino o por polleras en un baile de campo puede terminar mal, pero los lugareños de esos pagos tienen montones de virtudes. Nunca van a dejarte afuera de sus casas, nunca van a permitir que duermas en el piso y tomarán a la última gallina de su corral para darte de comer. Es posible que algo haya cambiado. Durante mucho tiempo detesté aquel suelo surcado por aguas dulces y luego me reconcilié.

Con el mar, en cambio, fue diferente. Fue un amor a primera vista. De esos que no se quiebran y que nunca se van a terminar.

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