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Verano12|Viernes, 8 de febrero de 2008

Stanley Kubrick X MICHAEL HERR

Por Michael Herr
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“No recuerdo cómo, pero nos pusimos a charlar de cosas trascendentes: la muerte, el infinito, el origen del tiempo..., ya sabes, cosas de ese tipo.”

Terry Southern

Stanley Kubrick era amigo mío, en la medida en que la gente como Stanley tiene amigos, y si es que hoy en día queda gente como Stanley. Aunque era famoso por vivir siempre recluido (estoy seguro de que lo han oído siempre), como recluso era, de hecho, un completo fracaso, a no ser que consideremos que un recluso no es más que alguien que sale de casa en contadas ocasiones. Stanley veía a mucha gente. A veces incluso salía de casa para ver a otras personas, aunque no a menudo, muy rara vez, casi nunca. Sin embargo, era uno de los hombres más sociables que ha conocido, y eso no lo cambia el hecho de que casi siempre se relacionara con los demás por teléfono. El teléfono era para él lo mismo que la guerra para Mao: el instrumento de una prolongada ofensiva en la que el control del terreno era crítico y el cálculo del momento oportuno, crucial, aunque el tiempo en sí mismo no tuviera importancia, a no ser como algo que siempre debes tener de tu parte. Una hora no era nada, una simple obertura, un movimiento de inicio, un gambito, una pequeña muestra de su virtuosismo. El escritor Gustav Hasford afirmaba que él y Stanley en una ocasión pasaron siete horas al teléfono, y yo muchas veces estuve más de tres hablando con él. He oído decir a mucha gente que habló con Stanley el último día de su vida, y aunque son muchos, les creo a todos.

Alguien que lo conoció hace cuarenta y cinco años, cuando estaba empezando, dijo: “Stanley siempre actuaba como si supiera algo que tú no sabías”, aunque, honestamente, no es que actuara. Y no sólo eso, sino que, cuando acababa de tener contigo lo que él denominaba, en otro contexto, “un agotador intercambio de pareceres”, él también sabía casi todo lo que sabías tú. Hasford decía que era una tijereta; se te metía por un oído y no salía por el otro hasta que te había corrido el cerebro.

Tenía la entrañable y seductora costumbre de repetir tu nombre cada dos frases, sobre todo cuando se llegaba al meollo del asunto, y con él siempre había un meollo. En cualquier caso, era de trato especialmente fraternal, aunque conozco a unas cuantas mujeres que le encontraban tremendamente encantador. Y, de éstas, unas pocas eran incluso actrices.

Hay americanos que se van a vivir a Londres y a las tres semanas hablan como Denholm Elliott. A Stanley se le había pegado alguna que otra locución inglesa, pero no había que ser Henry Higgins para detectar que era un puro ejemplar del Bronx. El habla de Stanley era fluida, melodiosa incluso. A pesar de su sonido cáustico-nasal del Bronx, quizá vestigio de alguna antigua lesión adenoidea, era casi música, en la medida en que puede serlo sin dejar de ser palabra, como cuando habla un músico de jazz instruido, dotada de una agradable y graciosa verborrea a lo Groucho, punteada de inflexiones para dar énfasis o por signos de interrogación para transmitir un irónico desdén, recalcando las frases que le parecían tremendamente banales, con muchas indirectas, plagadas de latente sarcasmo, y de –no ya tan latentes– enérgicos tempos, un brillante don de la oportunidad, elocuentes silencios, y, siempre, magistrales transiciones sin cesura: “Déjame cambiar de tema un momento”, o “¿De qué hablábamos antes de pasar a esto?”. Jamás le oí intentar hablar con otra voz ni con otro dialecto, ni siquiera cuando contaba chistes judíos. Stanley continuamente citaba a otras personas, gentes de “la industria” con quienes había hablado por la mañana (Steven y Mike, Warren y Jack, Tom y Nicole), o personas que habían muerto hacía mil años, pero quien hablaba era siempre Stanley...

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