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Verano12|Domingo, 23 de enero de 2011

El cuento por su autor

Se sabe: en Literatura todo es mentira y todo está permitido. Para la verdad, en cambio, tenemos dudas diversas: el periodismo, las ciencias sociales, la psicología, la historia. Y más.

De manera que puedo decir, sin falsear nada, que la génesis de este cuento reconoce un acontecimiento verdadero y también una relación cierta, afectiva y sostenida en el tiempo después de un precioso mandato del azar. De ahí la necesaria narración inicial del encuentro con el personaje, así como la descripción del personaje en sí, la delicia de su ambiente, su misterio y su memoria personal. A mí eso me subyugó por completo en cuanto sucedió, y acaso fue por eso que quise tanto a ese hombre en silencio y durante años.

Mi temor, en todo caso, fue moral. Yo hubiera detestado, por un elemental sentido de la vergüenza, que él o su mujer pensasen, aunque fuese por un segundo, que yo podía ser un cazafortunas. De ahí cierta frialdad en la relación, que impuse acaso a mi pesar; de ahí esa dosificación afectiva, que no distanciamiento, debida enteramente a mi voluntad y que más de una vez me fue reprochada por ellos. Porque Rose y Bob sí me quisieron, y mucho.

Sólo ahora que han pasado muchos años puedo confesarme que fue por eso que nunca me entregué. Pudores que uno tiene, principios y valores acendrados, quién sabe. Yo pude ser el hijo que ellos no tuvieron, y de hecho el parecido del Tío Bob con mi viejo era contundente; me impactaba como si de repente vieras en un espejo, inesperadamente, la sombra de tu padre muerto hace años. No se juega con eso. Como no se juega a especular con fortunas ajenas. Pero cuánto los quise. Eso es lo que importa.

Lo otro sí es ficción pura. O dicho de otro modo: lo que es invención es el relato de la guerra. Que nació nada más porque recuperé al Tío Bob durante el viaje en que escribí Final de novela en Patagonia, en el verano de 2000. De pronto me encontré en alguna ruta solitaria contándole a Fernando, mi copiloto, la historia de ese tío para mí imprescindible, y me pareció ver que él lagrimeaba. Me contó en el acto la historia de su propio padre, que luego también –los escritores solemos ser incorregibles– yo hice cuento en otro momento, otro lugar y para otro libro. Y capaz que entonces Fernando me vio lagrimear a mí, quién sabe.

Los escritores también somos sentimentales, a veces más que lo que nuestros textos desnudan.

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