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Verano12|Sábado, 2 de febrero de 2013
Paula Pérez Alonso

Lo inconfesable

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Es cierto que yo tenía imaginación de chica, pero lo que voy a contar no proviene de la fantasía, ni de la pesadilla.

Mi madre era una mujer muy atractiva: alta y distante, su belleza natural se animaba con la seducción de cada uno de sus movimientos. Sus ojos marrones, lo primero que uno veía eran sus ojos, no se derramaban, sitiaban. Los modistos donde cada temporada renovaba un sofisticado vestuario celebraban su elegancia mientras le rogaban que oficiara de mannequin para probar los modelos que recibían de los diseñadores de París, maravillados porque nunca tenían que corregir el original.

Recuerdo con nitidez cuando nuestro padre le regaló una carísima piel de ocelote, no porque a mi madre le gustaran especialmente las pieles, aunque en esa época se usaran, sino para verla en ella. Una tarde llegó una caja enorme sujeta con un moño delicado. Mi madre se sorprendió porque no lo esperaba, deshizo el moño con suavidad y abrió la caja: allí estaba la piel del pobre ocelote envuelta en papel de seda. Arrebatada por una excitación que yo no le conocía, mamá sonrió con todos los dientes; su cuerpo se onduló en una convulsión extraña y sus ojos brillaron con destellos nuevos. Se deslizó dentro de él y nosotros tres la miramos arrobados. Sentí un escalofrío al percibir su gozo supremo: el ocelote adquiría vida en el contacto con su cuerpo; no era una piel asombrosa, era un animal que revivía al envolver sensualmente los hombros y el torso de mi madre. Justo sonó el teléfono: nuestro padre quería verla, ya llegaba. Y aunque por un momento quedamos suspendidos en la espera, me llamó la atención algo en el fondo de la caja: una pieza extra de piel, un cuello en el que habían incrustado los ojitos del animal, que miraban perplejos.

Nuestro padre la adoraba y no se dio cuenta del efecto que tuvo en ella el encuentro con ese animal. Le gustaba regalarle objetos caros: un reloj y una pulsera de oro blanco con un diseño increíble y un par de anillos de esmeralda, uno verde y otro rojo; una aguamarina; una gargantilla de diamantes y otras alhajas delicadas que mi madre recibía con cierta indiferencia; las usaría sólo en ocasiones muy especiales. Antes de salir hacia esas ocasiones especiales, venían a despedirse de noso-tros y ella, espléndida, nos regalaba poco más de un minuto para que la admiráramos, y en la adoración y el consentimiento absoluto se aseguraba de que nos fuéramos a la cama de inmediato.

Nada ni nadie produciría en ella lo que el ocelote, al que nunca volvimos a ver: lo guardó en la caja como un secreto, como un objeto al que había que resguardar de la luz.

No había duda de que mi madre era cautivante para todos, hombres y mujeres, grandes y menores. Para mí siempre fue alguien misterioso; si su boca sonreía, los ojos rara vez acompañaban. Llegábamos de vuelta del colegio a las cinco de la tarde y ella siempre estaba allí: sencillamente se ocupaba de hacer funcionar la casa, de que las mucamas y la cocinera hicieran sus tareas y nosotros las nuestras. Todos los días, mi hermana, unos años mayor que yo, le pedía que le tomara la lección que acababa de estudiar; ella disfrutaba de ese momento porque era muy buena alumna, y a mí me gustaba escucharla repetir con precisión y un alto y claro timbre de voz cada uno de los temas. Yo me ubicaba en el hall de distribución que separaba nuestro dormitorio del de nuestros padres; más indolente, saltaba al elástico, un juego que se jugaba de a tres en los recreos, con dos chicas que sostenían el elástico en cada extremo hasta dejarlo tirante mientras que la tercera saltaba pisando el elástico en distintas posiciones y alturas hasta que perdía y le tocaba el turno a otra. En casa yo reproducía el juego: ponía dos sillas y practicaba distintas alturas mientras oía y veía a mi hermana, de espaldas, repetir conceptos de historia, geografía, lengua, y a mi madre, de perfil, sostener el libro de turno, sentada en un sillón de su dormitorio, a contraluz. Cuando mi hermana, satisfecha, consideraba que ya sabía suficiente, esta sesión terminaba. Yo no dudaba del verdadero intercambio de esa hora, pero siempre tenía la sensación de que mi madre tenía la cabeza en otro lado, en esa situación en particular y en todas las otras, cuando en ese mismo lugar leía o cosía, o cuando escuchaba música y fumaba un cigarrillo en silencio, sentada en la penumbra del living. No nos faltaba nada, pero ella no estaba ahí.

Yo la observaba sin que ella se diera cuenta, la veía inclinar levemente la cabeza sobre el libro, siempre de perfil, estática, casi como una estatua. Me fascinaba mirarla: esperaba que en algún momento hiciera algo, un gesto, que develara su verdadera naturaleza.

Hasta que sucedió. Un día presentí que si yo la llamaba “mamá...”, como tantas veces, ella iba a girar la cabeza con lentitud y me iba a mostrar su verdadera cara: la de una bruja. Una bruja horrenda, como la de los cuentos, con la nariz ganchuda y grasosa, los pómulos altísimos y las mejillas hundidas, una quijada enorme con el mentón prominente y una verruga asquerosa llena de pelos. Me miraría casi sin ojos y se sonreiría y al segundo le brotaría una carcajada de la que no me olvidaría nunca, porque no sólo atravesaría mi cerebro sino el espacio y el tiempo que pudiéramos abarcar. Mientras se reía a carcajadas (que yo no le conocía), diría: “¡Me descubriste! ¡Sí! ¡Soy una bruja! ¡Por fin te diste cuenta!”. Y cuando volcara la cabeza hacia atrás parecería ahogarse en la carcajada estentórea.

Eso hice una tarde en que estábamos las dos solas en casa. No sé por qué me dejé llevar por la terrible tentación de confirmar algo tan temido sin pensar que traspasar ese umbral me llevaría a un infierno.

Y el enigma se develó. La vi sentada con un libro en el sillón de su dormitorio, de espaldas a la puerta, inmóvil, ausente, y no me pude contener. Le dije: “Mamá...” casi en un susurro, y cuando me oí ya me había arrepentido... porque ella levantó la cabeza y la giró... ¡y era la bruja! La piel horrenda, seca y llena de arrugas, surcada por protuberancias y un grano en la punta de la nariz de la que asomaban dos pelos hirsutos. Había una tensión infinita en ese rostro. Me miró con los ojos tristísimos –no era la mirada de la bruja que yo había imaginado–, y después habló.

Me dijo que el hecho de haberla descubierto significaba que también yo tendría que ser una bruja como ella –una Bruja del Mal–; ese hecho me iniciaba y me vinculaba de manera inexorable. Me propuso que la acompañara en sus acciones, pero primero me tendrían que dar algunos poderes y a su vez yo “asumir ciertos compromisos con la Orden”. Mientras hablaba, la cara se le fue agudizando, el pelo encrespando y toda ella se tensó; la mirada ya no era triste, brillaba en la oscuridad de su voz hueca.

El terror me clavó al piso, no me atreví a respirar. Decirle que no a mi madre no entraba en nuestro código familiar, pero yo no quería ser una bruja, ni tener poderes, ni pertenecer a ninguna Orden. Me mostraba los dientes puntudos y negros, la boca llena de huecos, y respiraba de una manera pesada, como un búfalo: gozaba con mi cara de horror. Se pasaba la lengua por los labios resecos, era una lengua larga y oscura, parecía la de una víbora... Repasaba los labios humedeciéndolos apenas y la volvía a meter hacia adentro. ¿Tendría veneno? Me miró como diciendo: “Es imposible escapar de esto. Estás frita, no hay marcha atrás”.

Durante un día entero no pronuncié palabra, enmudecí. Disimulé, hice ver que me dolía la garganta, algo que no extrañó a nadie porque era mi punto vulnerable y me enfermaba a cada rato.

Justamente de eso se trataba, me parecía imposible aceptar que mi vida había cambiado de un día para el otro: estaba presa en esa nueva realidad y carecía de experiencia de un fenómeno semejante. El miedo se apoderó de mí, era el fin de mi mundo infantil. Una oscuridad se extendía sobre mi vida.

Lo peor era que no podía compartirlo con mi hermana o mi hermano porque ellos no lo creerían. Nuestro padre menos: me desacreditaría de inmediato, me pondría en ridículo o me castigaría. Y mi madre se vengaría. Entonces tenía que guardar el secreto para sobrevivir. Yo no sabía de qué era capaz mi madre, ella me resultaba una extraña y yo no quería pertenecerle.

Compartía el dormitorio con mi hermana y a la noche, antes de dormirnos, la luz ya apagada, en ese momento de complicidad o confidencia que regala la oscuridad, estaba tentada de confesarle mi angustia. O cuando tomábamos el desayuno, la miraba: su vida transcurría con naturalidad, en ese silencio de la mañana y el sueño (mamá y papá se despertaban más tarde y nuestro hermano mayor salía más temprano, iba a otro colegio). Me imaginé cientos de veces contándole el secreto horrible que me amenazaba. Pero la posibilidad de que no me creyera era peor que la posibilidad de su protección, entonces prefería aplazar la fantasía de esa salvación y rescate: mientras albergara la esperanza de encontrar la manera de contarlo y que me creyera, existía una salida; si la agotaba con resultado negativo, lo único que me quedaba era la pesadilla constante que me proponía mi madre. O la muerte. Trataba de regular el desgaste que me producían estos pensamientos porque la desesperación me lanzaba al vacío. Durante el día conseguía olvidarme un poco, me esforzaba en concentrarme en la clase; en el recreo jugaba al elástico con mis amigas, pero cuando era la hora de volver a casa sentía la saliva en los carrillos y la bilis que me subía hasta el hueco de la lengua, me sudaban las manos y la frente, y me ponía pálida.

No conocía a mi madre y no sabía de qué artilugios podía valerse para conseguir su propósito. Nuestro padre era alguien muy inteligente, sin embargo ignoraba todo de ella. Y yo no podía descubrirla: nadie me creería. Veía la vida de mis amigas tan inocentes, tan libres de tormentos. En la clase, en la calle, en el quiosco, durante el viaje en el ómnibus que nos pasaba a buscar a las ocho menos cuarto de ida y de vuelta y nos depositaba en la puerta de casa a las cinco, de lunes a viernes, observaba a los otros chicos y chicas, imaginaba la vida de cada uno y cualquiera me parecía mejor que la mía.

De noche, el tormento se extendía: soñaba que la madre de mi madre, mi abuela, volvía de la muerte para llevarnos con ella, montadas en una espiga o una brizna de paja o en un lobo oscuro y silencioso, seguro del tránsito al que nos dirigía: el mundo de la oscuridad. Aparecía por el jardín de nuestra casa y por allí salíamos las tres, abandonando para siempre la vida tal como la conocían mis hermanos. Igual al mundo obsesivo y fantástico de la brujería en las pinturas negras de Goya: desgarradoras imágenes de matices negros que parecen iluminados por una linterna mágica. Eran los rostros angustiosos, devorados por el terror y lo irreal, que años después vería en sus cuadros.

Mi abuela Helena siempre había sido considerada alguien muy espiritual, “un ser superior”, “una santa”. Mi madre había sufrido muchísimo con su muerte repentina: una tarde, mientras se daba una ducha, mi abuela fue atacada por un fuerte dolor de cabeza, y se recostó. En veinte minutos estaba muerte. La dejaron en su cama, y dicen que mamá se acostó a su lado –le hablaba y le besaba la cara, la frente, el pelo–, y allí durmió hasta la mañana siguiente, cuando la obligaron a vestirse para ir al entierro. Fue cuando se dio cuenta de que su madre no estaba dormida: estaba muerta. Según nuestro padre, a partir de entonces, noche tras noche, en la cama, durante un año entero, mamá no paró de llorar, y él no podía consolarla, nada podía calmar esa pena.

Yo casi no había conocido a mi abuela, apenas tenía tres años cuando murió, pero aun siendo una nena no creía en esa cantidad extrema de bondad o de cualidades en una persona; me resultaba inverosímil, un exceso innecesario. ¿Qué las unía de una manera tan profunda como para que mi madre, con tres hijos y un marido, no pudiera dejar de llorar todas las noches con tanto desconsuelo? Sería una bruja también mi abuela... y mi madre no podía contarlo... Ese era el gran secreto que las unía... Yo estaba segura de que algo las unía más allá del amor –y de la muerte física–, una condición inconfesable.

Lo que mi madre me proponía era ser una bruja como ella, salir juntas en acciones nocturnas a realizar “encargos”, aventurarnos en ese submundo, una oscuridad que a ella le daba una vitalidad nueva, a la que no podía resistirse. No me presionaba, pero a veces me miraba fijo y me encuadraba, enarcaba una ceja con una media sonrisa enigmática, haciéndome participar de su pensamiento mórbido. Me capturaba, yo estaba presa de ese efecto hipnótico que ella proyectaba sobre mí: muda, no podía dejar de mirarla, de considerar su propuesta una vez más. Ella sólo admitía el consentimiento. El secreto que había descubierto estaría presente en cada momento que compartiéramos, lo condicionaría todo para lograr convencerme de que ceder, entregarme, era mejor. ¿Los demás se daban cuenta? Parecía que estaban siempre distraídos en otras cosas. Estaba segura de que si esto le hubiera sucedido a alguno de mis hermanos, yo me habría dado cuenta. Tal vez la bruja no podía hacerme nada y tan sólo fuera su desesperación y la soledad aquello que la llevaba a aterrar a otros, porque eso es lo que hacía: me aterraba.

¿Cuál era el daño, o la magia que hacía falta para gozar del daño? ¿Me obligarían a convivir en las tinieblas con fantasmas corrompidos, a escuchar cantos infernales con voces metálicas y estridentes, a comer cosas repugnantes, a dirigir ritos macabros, a adorar al Diablo, a matar niños, a chupar su sangre?

Una tarde jugamos con ella en casa –creo que a la mancha o al lobo–; ella nos corría, a los tres, y yo me puse a correr enseguida para alejarme lo más posible. Los tres gritábamos histéricamente, exagerando el miedo de la cacería, pero cuando la vi lanzarse por el pasillo y dar vuelta la esquina del comedor, creí que me explotaba el corazón por el pánico a que me alcanzara y me agarrara. Sentí que había llegado el momento en que me iba a matar. Oí un alarido: de mi garganta salió un sonido muy agudo, tanto que temí que mis cuerdas vocales se desgarraran. Corrí desesperada y, en la carrera que tomé, me choqué con una puerta que no cedió ante mi empujón y me golpeé la cabeza; creí que finalmente me había muerto y me desmayé, todavía no sé si por el golpe o el pánico descontrolado. Cuando volví en mí, inmovilizada en posición horizontal por una bolsa de hielo que alguien había envuelto en una servilleta para aliviarme la nariz y la frente, descubrí con el rabillo del ojo que mis anteojos se habían hecho añicos con el impacto. La confusión del juego encubrió cualquier intención de daño real. Oí a lo lejos que mis hermanos se refocilaban con algún programa de televisión. En la penumbra de mi cuarto, vi cómo mamá se acercaba con expresión severa... Yo cerré los ojos.

–No te hagas la dormida –me dijo–. Sé que estás despierta, a mí no me engañás.

Hizo una pausa y preguntó:

–¿Qué vamos a hacer? –Y enseguida, con tono amenazador. No podemos esperarte mucho tiempo más.

La pesadilla era la realidad de haber sido capturada por su enorme poder, una pesadilla de la que no se despertaba. ¿Acaso existe mayor poder que el de una madre? Estaba cautiva, dominada. Ya nada sería como antes. No había manera de volver atrás, a la vida anterior, a la inocencia. Tendría que irme al submundo con ella y tal vez allí conseguir alguna libertad dentro del trato que hiciéramos, no resistirme más, entregarme a ella y a sus designios, y olvidarme del universo tal como lo conocía –la relación con mis hermanos y con mis amigas cambiaría, lo perdería todo–; o viviría huyendo de su proposición, algo que me volvía loca, que me ocupaba la cabeza entera y no me dejaba respirar; o tal vez debería dejar nuestra casa, abandonarlos, irme lejos donde nunca más me encontraran, algo que a mi edad era imposible: una nena de siete años viajando sola no pasa inadvertida fácilmente. Además no tenía el valor.

¿Podía negociar algo con mi madre? Eso es algo que nunca sabré.

Murió al poco tiempo –una mujer joven–: la atropelló un auto cuando cruzaba Libertador por el medio de la avenida, como siempre. Nunca nadie la había podido convencer de que caminara unos metros hasta el semáforo de Libertad; ella se lanzaba a cruzar desafiante, esperando que los autos la esquivaran. Tal vez creía que tenía algún poder especial que la protegía, pero ese día no funcionó.

Una soledad extrañísima se apoderó de mí desde el momento en que entré en casa después de enterrar a mamá. Tuve una sensación desconocida en las entrañas, como si algo ajeno se hubiera metido en mi cuerpo mientras dormía. Un cosquilleo recorría mi sangre, desde la concavidad de las uñas, las plantas de los pies, los tobillos, los gemelos, las ingles, el pubis, las yemas de los dedos, las muñecas, hasta las sienes y el cuero cabelludo; una actividad incesante en mis venas y arterias, algo nuevo se estaba produciendo en mi organismo... Pensé que tal vez me habían convertido en una bruja sin mi consentimiento y recordé que mi madre me había dicho que el hecho de haberla descubierto “me iniciaba”: yo ya era una bruja, pero sin poderes todavía, por eso sentía esa tremenda soledad y abandono. Después lo entendí como un anticipo de lo inevitable: vendrían a buscarme para llevarme al inframundo, que todos rehuimos pero sabemos que existe. El cuerpo humano, que es sabio, se prepara para lo alien.

Ya no podía hablar con nadie. Cada día me resultaba más difícil vincularme con el mundo real y la atracción por el inframundo de la Oscuridad se hacía irresignable. A la noche, cuando mi hermana ya se había dormido, me levantaba de la cama y pegaba la cara a la ventana mirando hacia el cielo y susurraba: “Mamá, mamá, ¿estás ahí?”. Creía que en la verdadera oscuridad ella reaparecería; entonces me encontraba convocando su espíritu y el de mi abuela, sentía que ya eran un solo ser, estaban unidas finalmente. ¿Vendría ella a buscarme? Todo mi día tendía hacia la noche. Cuando el sol desaparecía, me dominaba la ansiedad, atenta a los primeros movimientos nocturnales, a los destellos de las estrellas o al cielo cerrado (nunca era un telón opresivo sino las puertas de lo infinito y voluptuoso). Me resultaba casi imposible dormirme porque sentía que tenía que esperar atenta y despierta a los miembros de la Orden que vendrían a buscarme. Por lo menos vería cómo era el procedimiento, el rapto, la persuasión, mi resistencia, mi consentimiento. Quería estar consciente durante mi transformación y entrega. ¿Conservaría algunos de mis rasgos? ¿Sería reconocible para los demás a partir de la metamorfosis que producirían en mí los poderes del Mal? Terminé deseando que sucediera: que llegaran por fin para perderme en ese submundo infernal, ya no resistir.

Viví en estado de pánico y de alerta durante meses. Los ojos se me agrandaron, las orejas también, el cuello se alargó casi ridículamente, el pelo se afinó sin remedio en una agonía de hebras invisibles.

Una noche, por fin, vi llegar a mi madre. Al principio no supe si era mi imaginación, mi anhelo, pero me convencí de que era ella cuando se acercó a la ventana desde el jardín y se asomó para mirar hacia adentro: con el reflejo de la luz de la luna reconocí el cuello de ocelote con los dos ojitos incrustados brillando con ferocidad. Iba montada en un lobo negro que tenía los ojos semicerrados y unos colmillos bien visibles. Mi abuela Helena iba en uno más robusto y de pelo plateado. Esperaron a que yo abriera la ventana y me trepara detrás de mi madre y me aferrara a ella. No miré hacia atrás.

Unos años más tarde, me dediqué a leer sobre brujería, brujas y demonios, y descubrí un libro de un médico protestante, Joannus Wierus o Johann Weyer, De Praestigiis Daemonum et Incantationibus ac Veneficiis Libri Sex, publicado en 1563. Allí refutaba punto por punto, de manera brillante, el Malleus Maleficarum, la obra de dos dominicos que se convirtió en el manual de cabecera de los cazadores de brujas. El Malleus Maleficarum resulta hoy ilegible y el De Praestigiis Daemonum es esplendente. En aquella época nadie quiso observar esta cualidad: aunque Wierus fue aplaudido por algunos destacados médicos y teólogos, que reconocieron el valor en la agudeza y profundidad de su trabajo, prevalecieron la feroz condena y el ocultamiento, y su libro estuvo prohibido durante cuatro siglos por la Iglesia Católica. Como sucede tantas veces, se lo sofocó porque se anticipó demasiado a su tiempo: en el siglo XX se consagró a Wierus como el padre de la psicopatología moderna. El sostenía que las brujas no existían, no habían existido nunca, que los síntomas se habían malinterpretado y que tan sólo se trataba de mujeres que sufrían de una profunda melancolía. Esta información me estremeció, porque supe que había dado con la verdadera naturaleza de mi madre y de mi abuela.

Tuve que hacer un gran esfuerzo para reponerme del hallazgo y no dejarme arrastrar por la conmoción de sus implicancias. Cuando esa tarde levanté la mirada del libro, encontré la de mi hija; no la había oído entrar en mi dormitorio. A pesar de su dulzura, me incomodó. Me había descubierto en un momento muy íntimo, privado; me contuve, impasible, casi dejé de respirar.

–¡Ah, mamá! Seguís acá...

La miré con intensidad pero sin enojo, enarqué la ceja, asentí con suavidad y deseé que fuera suficiente para callarla. No quería que me sacara de mi mundo, mis descubrimientos y mis cavilaciones.

Recordé la tarde en que mi hermano se había trepado a un sillón y con un cuchillo de cocina aserruchado había atravesado de lado a lado la tela de un cuadro. Era un retrato de mi madre que nuestro padre había encargado a un amigo artista pocos años antes. La mostraba espléndida y misteriosa. Mi hermano tenía nueve años, y cuando mamá y papá lo retaron y le preguntaron, llenos de estupor, por qué había hecho eso, dijo que sólo quería ver qué había detrás.

No, nuestra madre tampoco estaba ahí.

Que exista el deseo de verdad no quiere decir que la verdad exista.

Este cuento está incluido
en Terror, la antología
publicada por Planeta
en octubre de 2012

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