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Verano12|Domingo, 17 de febrero de 2013
ARIEL DORFMAN

Buscando a Julio Gamboa

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–¿Aló?

–Don Julio Gamboa, por favor.

Al responder, trato de mantener la calma.

–Señorita, como le he informado a Ud. muchas veces, ese señor no vive acá y nunca ha vivido acá. Me haría el favor de borrar mi número de su lista, tal como se lo he venido solicitando desde hace meses.

–A mí no me lo ha pedido nunca, señor. Primera vez que llamo a este número.

–Bueno, Ud., colegas suyos, su organización. ¿Qué organización representa Ud., señorita?

–Somos CallBack, señor.

–Claro que sí. Siempre Uds. Llaman y llaman sin parar.

–No tiene para qué calentarse, caballero.

–A las ocho de la mañana, a las cuatro de la tarde, y molestan.

–Basta con que diga equivocado y listo.

–Y listo, ¿qué? Listo, nada. Ud. cuelga y otro me llama. Y de nuevo, dale y dale con Julio Gamboa, que debe no sé cuántos millones en no sé qué hipoteca.

–No podemos dar esa información, señor, pero es efectivo que debe mucho dinero. Eso sí que es cierto.

–Es un granuja, un ladrón, un estafador. Hace uso y abuso de mi número y Uds. me llaman a mí hora tras hora, incomodándome, y él se queda tan tranquilo, el perla. ¿Sabe hace cuántos años que me llaman, señorita, lo sabe?

–No tengo cómo saberlo, señor.

–Hace seis años, señorita, más de seis años. En vez de llamarme día y noche, ¿por qué no le requisan la casa y pagan así la deuda, como hacen en países civilizados?

–Ya se le requisó, señor, pero eso no cubre la deuda pendiente, y como don Julio se mudó sin dejar nueva dirección, bueno, queda este número para ubicarlo. Apenas lo hagamos, ya no llamamos más.

–Lo dudo. Antes de preguntar por Gamboa, me importunaban por un tal Beltrán Mena, otro malandra, parece que andan usando mi número para el chuleteo.

–Es que no soy yo la que decide qué número discar, señor. Es la computadora.

–Perdone, señorita, pero es el colmo de la ineficiencia la de su compañía respecto a este rufián.

–¿Cuál rufián, señor?

–Julio Gamboa, cuál otro. Ponga ahí, por favor, que yo digo que es un rufián, que es un granuja, que...

–Sí, que es un estafador, un ladrón, ya anoté esos comentarios suyos, señor.

–Y que es mentiroso.

–Men-ti-roso. ¿Algo más?

–Que es un desgraciado, que se ríe de Uds. y de mí, el muy imbécil.

–Anoto imbécil si Ud. quiere, señor, pero es un término en que no estoy de acuerdo. Parece más bien astuto, bastante vivo, don Julio. ¿Seguro que no vive ahí, que Ud. no lo conoce?

–Tengo este teléfono hace diez años, señorita, con mi esposa tenemos este número hace tiempo y nunca hemos visto ni olido ni menos tocado a Julio Gamboa, aunque si me topo con él le aseguro que voy a hacer algo más drástico que tocarlo amablemente en el hombro. ¡El tiempo que me ha hecho perder!

–Basta con que diga número equivocado, señor, y no pierde tiempo Ud. ni yo tampoco. Y ahora si me excusa, la computadora me está señalando que debo llamar a otro teléfono.

–Ojalá que no sea el mío, señorita.

–Ojalá.

–Que tenga muy buenas tardes.

–Lo mismo le deseo a Ud., caballero.

Q Q Q

–¿Aló?

–Doña Enriqueta Loyola, por favor.

Es una voz de mujer de nuevo, pero esta vez diferente. Tiene algo de suave, de incitante, como si se tratara de una actriz consumada, segura de sí misma.

–No vive acá. Pero momento, momento. Señorita, ¿Ud. está llamando de parte de CallBack, no es cierto? No es la misma persona que me llamó hace un par de días, ¿pero la compañía es la misma, no?

–Sí, señor, en efecto.

–Y la tal señora Enriqueta Loyola, Enriqueta dijo, ¿no?, ella dio este número porque debe un crédito hipotecario, ¿no es cierto?

–En efecto, señor, parece que Ud. sabe mucho acerca de doña Enriqueta Loyola. ¿Acaso vive ahí?

–No, no y no. Ni esa Enriqueta ni Julio Gamboa ni tampoco Beltrán Mena. Pero a uno de ellos se le ocurrió dar este número nuestro que tenemos con mi señora hace diez años, y como le dio resultado, se lo pasó a otro granuja, y anda el teléfono nuestro dando vueltas por ahí, todos los ladrones de Santiago lo comparten, ahora se lo han dado a esta tal Enriqueta Loyola para que me sigan molestando.

–Basta con que Ud. diga número equivocado y no se...

–No me caliente la cabeza, si ya sé, ya sé, ya conozco el guión que le han dado y que recita para calmar la frustración de gente como yo, deben ser miles, pero sí que me caliento, y no solo la cabeza, porque yo, porque yo no pago un teléfono para que se burlen de mí este Julio o su amigote Beltrán o esta Enriqueta...

–¿Y Ud. asegura que ella no vive ahí, su dirección no es Almirante Grau 437 en Puente Alto, señor?

–Vivimos en La Reina, señorita.

–¿En qué dirección, señor, si no le importa darme esa información?

–Sí que me importa, claro que me importa.

–Pero no se sulfure, señor, tiene que...

–No, no, no, no voy a calmarme hasta que me garanticen de que van a dejar de discar mi número. ¡Bórrenme, bórrenme, de una vez!

–Quisiera ayudarle, de veras que me gustaría, pero no puedo sacarlo de la lista. Sólo la titular puede ir al Crédito Hipotecario en persona y señalar que tiene otro número.

–Es una locura, lo que Ud. acaba de decir, señorita, se lo digo con todo respeto. Está claro que de su propia voluntad ella no va a ir a ninguna parte.

–Por ahí si Ud. se lo pide de buena manera en vez de insultarla. Si Ud. toma contacto con ella y se lo solicita con buenas palabras.

–¿Y exactamente cómo sugiere que la contacte? ¿A qué número, eh?

–Marcando este número, pues, al número al que estoy llamando ahora.

–¿Llamar mi propio número?

–Es que no disponemos de otro. Es cosa suya que la ubique.

–Señorita, señorita, mire, aun si la pudiera ubicar por otros medios, de todos modos ella jamás accedería a avisar que hay que cambiar este número. Lo que quiere justamente es que Ud. nos llame a nosotros y no a ella. Es una ladrona y una sinvergüenza, cómo se le ocurre que ella va a ir a cambiar el número, cuando ese Julio Gamboa se lo dio. El fue, él le dijo a su amiga Enriqueta, toma, acá te regalo este número de este huevón, a él lo...

–Le ruego que no utilice palabras como esas conmigo, señor.

–Perdone, tiene toda la razón, esta situación me desespera tanto que... Primero ese Beltrán Mena, después Julio Gamboa durante seis años, y ahora van a empezar con la Enriqueta Loyola, quién sabe a quién más le van a ofrecer mi número, capaz que lo andan vendiendo por ahí, rifando, riéndose de mí, de mi esposa, de toda mi familia...

–Cambie Ud. su número entonces, señor, y así lo dejan de molestar.

–¿Cambiarlo yo? ¿Cambiar nosotros de número? ¡Que lo cambie Julio Gamboa!

–Para eso tendría Ud. que contactarlo, como le dije.

–¿Y por qué no va Ud. mejor al domicilio de la tal Enriqueta Loyola, ahí en Puente Alto, y la conmina a que pague su hipoteca?

–Es que no me toca a mí andar golpeando puertas. Nosotros somos CallBack. Eso le corresponde a los de terreno.

–Y Ud. puede avisarle a los de terreno que vayan a buscar a Julio Gamboa a su dirección particular, capaz que también viva en Almirante Grau 456...

–Almirante Grau 437...

–Está bien, 437... deben vivir todos ahí, promiscuamente, ese Julio y el Beltrán Mena y la Enriqueta, y quién sabe quién más, deben reunirse ahí una cofradía de estafadores y rufianes, que vaya alguien a terreno y ahí los agarran a todos, toditos, con una sola visita enganchan a la mafia entera.

–Voy a dar aviso, señor, claro que voy a avisar a los que van a terreno, pero tenemos tantas deudas pendientes que por ahí tardan un buen tiempo antes de que visiten esa dirección, y si no hay nadie, si nadie contesta ese día, entonces dejan una cartita y vuelven dentro de unos meses, así que es posible que este caso no se resuelva en forma expedita, señor. ¿Cuántos años dice que lo llaman por don Julio Gamboa?

–Seis años, más de seis años, y solamente la semana pasada me volvieron a llamar preguntando por él.

–Es como le decía. Puede tardar este asunto, señor.

–Voy a ir yo mismo, voy a ir yo mismo a hablar con esta Enriqueta o este Julio o quién sea que habite Almirante Grau 437 en Puente Alto. Le voy a ofrecer dinero para que vaya a cambiar su número y me dejen tranquilo. El muy chantajista.

–Es cosa suya, señor. ¿Eso sería todo?

–Si no me puede ayudar, señorita, claro que sí, claro que sería todo. Momento, momento. Dígame. ¿Conoce Ud. acaso a Kafka?

–No recuerdo ese cliente. ¿El también debe un crédito hipotecario?

–No, señorita. Murió el pobre hace mucho tiempo. Pero parece que sigue muy vivo y presente en nuestro país.

–No le entiendo.

–No se haga problemas, señorita.

–¿Le importaría que le hicieran una breve encuesta, menos de treinta segundos, para que Ud. indique si está satisfecho con nuestra atención al público?

–Por cierto que me importaría y me importa. No la quiero perjudicar con una queja, señorita, prefiero arreglar este asunto solito, tal como me lo aconsejó.

–Yo no le aconsejé nada, señor, como se puede comprobar por la grabación que se ha estado llevando a cabo esta conversación. Si eso sería todo, le deseo un muy buen día, caballero, que le vaya bien.

–Lo mismo le deseo a Ud., señorita. Nada de esto es culpa suya.

–Todos tenemos alguna culpa en este mundo, señor. Que le vaya bien. Adiós.

–Ojalá que fuera adiós, señorita. Pero yo creo que más bien es hasta luego. Quién sabe cuándo me va a llamar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Pero por ahí ya no me llama más, está claro que tengo que rascarme con mis propias uñas.

Q Q Q

Estaciono el auto a una cuadra, para que no sepan que vengo, que los estoy buscando.

Camino los últimos cien metros, hasta llegar frente a Almirante Grau 437. Es una casa modesta, un poco venida a menos, con unas flores bonitas y amarillas en un minúsculo antejardín. Paso de largo, no me detengo, no quiero alertar ni a Enriqueta Loyola ni a Beltrán Mena ni menos al hijo de puta de Julio Gamboa, hay que tomarlos de improviso, sin que tengan la oportunidad de esconderse.

Vuelvo sobre mis pasos.

Toco a la puerta.

Nadie responde.

–Oigan, tengo algo importante que hablar con Uds. Con doña Enriqueta Loyola. Por favor, abran. Estoy dispuesto a pagarles por el favor.

Del otro lado de la puerta, se escucha la voz de un hombre. Una voz hosca, desconfiada, raspadita.

–¿Cuánto?

Vacilo un instante. Por suerte que no traje a mi mujer en esta aventura descabellada, ni siquiera le conté adónde iba ni para qué. Pero echo de menos su presencia, seguro que me hubiera sugerido ahora mismo que diera media vuelta, retorne al auto, me olvide de resolver por mi cuenta este asunto. Pero no: mañana de nuevo me van a llamar preguntando por Gamboa o Mena o Loyola. ¡Basta ya!

–Necesito una ayuda y estoy dispuesto a pagar.

–¿Qué tipo de ayuda?

–Un número de teléfono, uno que me sirva para... bueno, ya sabe a qué me refiero.

–Acá no vive ninguna Enriqueta Loyola.

–Perdone, pero me consta que sí, señor. Le prometo que no vengo a cobrar el crédito hipotecario. Se lo juro por mi madre, que en paz descanse.

–No es bueno jurar por la madre.

–Hágame el favor de abrir la puerta y podemos conversarlo en forma amigable. Créame que le conviene.

La puerta se abre con un soplo repentino y antes de que pueda entrar por mi propia cuenta, un par de manos se aferran de mi chaqueta con una fuerza insolente y tiran mi cuerpo hacia un interior opaco, ojalá opaco, porque es oscuro, muy oscuro. No veo nada y menos cuando me colocan una capucha y sin que sepa cómo ocurrió, me sientan en una silla. La silla está desvencijada. Un clavo me rasguña el muslo.

–Cayó el huevón –es la misma voz del hombre que me acaba de hablar, la misma voz que me aseguró que ahí no vivía ninguna Enriqueta Loyola.

–Cayó redondo –otra voz, también de hombre, pero más atiplada, casi femenina.

–Eres un genio, Julio, un verdadero genio.

–¿Y yo? –es una tercera voz, de mujer. Una voz suave, segura de sí misma, que reconozco, una voz que no quiero reconocer– ¿No fui yo la que dije que había que llamarlo de nuevo, seguir llamándolo hasta que se cabreara? ¿A quién se le ocurrió darle la dirección para que el tonto se viniera para acá?

–Tú, mi amor, Enriqueta, nadie te está quitando méritos.

Oigo cómo hurguetean en mi bolsillo, extraen el dinero que había traído para convencerlos, oigo cómo cuentan la plata.

–Son unos buenos billetones. Nada de mal, nada de mal.

Oigo el retintinear de las llaves de mi auto.

–Un Volvo, huevón. Un puto Volvo, huevón, ¿qué te parece?

Yo respiro hondo. Comienzo a entender. Comienzo, para mi mala suerte, a entender.

Logro balbucear: –Uds... les advierto que Uds. no saben con quién se están metiendo.

–Hace tiempo que te tenía ganas, huevón. Antes incluso de que te pusieras a insultarme. A ver, dile, Enriqueta.

–A ver. Granujas, ladrones, sinvergüenzas, rufianes, ladrones, estafadores, mentirosos, imbéciles, asesinos, hijos de puta.

–Nunca dije asesinos, nunca dije hijos de puta.

–Lo pensó –dice la voz de la mujer, la segunda operadora, la que me llamó preguntando por doña Enriqueta Loyola.

–Y ahora –dice don Julio Gamboa–, ahora vamos a probar que Ud. tenía toda la razón, todita, todita la razón.

Trato de decir algo, yo que siempre estoy tan lleno de impaciencia y palabras, tan fácil que siempre ha sido abrir la gran boca y salvarme, rescatarme de las peores situaciones.

Pero no me sale nada.

Y lo último que oigo es el ruido de un cuchillo surcando lentamente el aire, lo último que siento es un cuchillo íntimo en la garganta.

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