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Verano12|Jueves, 15 de enero de 2015
Por Orlando Van Bredam

Luces y sombras

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La tarde en que el Negro Ludovico comenzó a girar alrededor del mástil de la plaza, al doctor Arismendi se le murió el décimo paciente en el término de tres meses. Mientras el Negro intentaba batir el record de permanencia en bicicleta, el médico sentía que el fracaso, como una sombra espesa, ocupaba todos los rincones de la clínica.

Era curioso que, a partir de esa tarde en que se llevaron casi a escondidas los restos de Abel Figueroa, nadie más entrara al consultorio. Ni por una gripe, ni por un resfrío, ni siquiera por un certificado de favor.

Primero las dos enfermeras, después el médico, advirtieron que la gente no sólo no entraba, sino que muchos apuraban el paso como asustados o cruzaban a la vereda de enfrente, a la vereda de la plaza, precisamente al lugar donde Ludovico persistía en la tarea de dar vueltas y vueltas.

El médico había sentido el sismo hacía tiempo, tal vez dos años atrás, cuando la suerte comenzó a urdirle un tejido en el cual, con cada gesto, se enredaba más.

Había tenido casos difíciles, es cierto, como el de Antonia Sanabria, que llegó cuando ya tenía un pie en el cajón, o el de Isidro Mendieta, que había pasado por las manos de tres médicos antes de que él le cerrara los ojos, o el de Gustavo Salazar, con una avanzada peritonitis, pero otros, la mayoría, habían entrado cantando y habían salido para el cementerio. Sin ir más lejos, el propio Abel Figueroa, que vino por una pequeña cirugía y se quedó en la anestesia.

De aquel prestigio levantado en pocos años junto con la clínica modelo para Raíces sólo quedaban ruinas. Ruinas y un médico y dos enfermeras cada vez más solos, cada vez más pendientes de lo que ocurría en la calle, porque el sanatorio siempre vacío les helaba el alma. Primero miraban desde los ventanales entreabiertos, después desde la puerta del consultorio y, por último, terminaron sentándose en la vereda e hicieron girar el mate durante horas con la misma monotonía con la que Ludovico recorría su círculo en torno del mástil.

Arismendi no había perdido solamente la alegría que el éxito le había prestado, sino también el habla. Las enfermeras terminaron por no dirigirle más la palabra porque él quedaba como sorprendido en una larga ausencia, ausencia que las horas y los días fueron pronunciando, y no contestaba o contestaba con un vago movimiento de cabeza. Las enfermeras terminaron hablando entre sí de todo menos de enfermedades, mucho menos de los otros dos médicos de Raíces que iban absorbiendo los pacientes que la decadencia de Arismendi dispersaba. Pero de lo que más hablaron las enfermeras, porque naturalmente se les imponía, era de Ludovico y su bicicleta.

Cada vez que miraban hacia la plaza, cada vez que querían sorprender un estallido de flores entre los canteros, los últimos juegos del sol en el crepúsculo, las primeras parejas del anochecer, se interponía el Negro Ludovico con su boina negra, su remera de rayas azules, su bicicleta roja, su infernal recorrido. Siempre había alguien para darle aliento, para alcanzarle un mate, una gaseosa, unas galletitas. Siempre había alguien para que la música de un gigantesco grabador no lo abandonara nunca. Y Ludovico seguía girando, infatigable y sonriente.

Y fue precisamente la sonrisa de Ludovico la que comenzó a inquietar a Arismendi, más que la proeza de permanecer horas, días y semanas sobre el asiento de una bicicleta. La sonrisa del Negro Ludovico sacó al médico de su distracción o, al menos, le cambió el motivo. Las enfermeras no tardaron en darse cuenta y dirigirse puntapiés cómplices, pero cualquiera que hubiese pasado entre las ocho y las diez de la mañana o entre las cuatro y las siete de la tarde, horas en que el médico sacaba su sillón a la vereda, hubiera advertido la tenacidad con que Arismendi miraba sin ver o veía de otra manera la infatigable presencia de Ludovico. Las enfermeras no sabían a qué atribuir este embelesamiento hasta que Arismendi lo dijo, más como un descuido del pensamiento que como una confesión:

–Esa sonrisa...

Esa sonrisa no tenía nada de particular, era simplemente la que se sobreponía a la fatiga, la que devolvía Ludovico a todo aquel que pasaba por la plaza y le hacía un gesto de aliento o lanzaba una exclamación, esa sonrisa era una espontánea respuesta a quienes se preocupaban por su salud, a los dos o tres o quince o veinte, según las horas del día y según el día que se convocaban en la improvisada pista que las ruedas de la bicicleta habían ido trazando. Sin embargo, para Arismendi, esa sonrisa no se agotaba en la superficie, era la forma tallada desde adentro de una razón que aún no lograba precisar.

Al cabo de dos semanas en que nadie pisó su consultorio, Arismendi concedió un mes de licencia a una de las enfermeras y prometió hacer lo mismo con la otra si al término de ese tiempo la situación continuaba.

Severamente preocupado y contra sus principios, había decidido volver al hospital al que había renunciado hacía muchos años, seducido por la prosperidad de su clínica. Las presiones de su mujer, los gastos permanentes de sus hijos, las cuotas del automóvil, el mantenimiento de su sanatorio, la inminencia de las vacaciones amenazaban tragarse sus ahorros. Debía vencer los escollos y el orgullo y la antipatía que le provocaba el director para hacer las dos cuadras que lo separaban del Hospital Regional. Entre tanto, seguía sacando la silla a la vereda y seguía preguntándose por qué sonreía Ludovico. ¿De qué podía alegrarse alguien que sólo tenía una bicicleta, alguien a quien no se le conocía un trabajo estable o un oficio definido, alguien que apenas había cursado la escuela primaria, que vivía en una modesta casita de palmas en los suburbios de Raíces?

Lo cierto es que a medida que la oscuridad se cerraba sobre Arismendi y su sanatorio, la luz nacía sobre Ludovico. Raíces se despertaba y se dormía con un médico oscuro y un ciclista luminoso, con dos puntos opuestos pero contiguos. Arismendi comenzó a entender la sonrisa del Negro Ludovico, la tarde número veinte en que no menos de doscientas personas rodearon el mástil para aplaudir la hazaña de cuatrocientas horas en bicicleta, verdadero record en todo el mundo, como vociferaba la radio local. Al grito de “Ludovico campeón”, hombres, niños, mujeres y ancianos celebraban la proeza. Fotografías, filmaciones, corresponsales de diarios de la zona intentaban perpetuar el acontecimiento.

Arismendi, sentado en el sillón de siempre, tuvo en plenitud la razón de aquella sonrisa. ¿Todo por esto?, se decía, todo ese esfuerzo por unos aplausos, por unas fotos en los diarios, ¿y después qué?, se interrogaba y no dejaba de mirar aquellas demostraciones de afecto, aquellos coros que incesantemente vivaban al Negro Ludovico.

Arismendi estaba más solo que nunca, hasta la única enfermera lo había abandonado para cruzarse con su permiso hasta la plaza y acompañar el orgullo de todos los raiceanos por la hazaña del atleta que había superado los límites del pueblo y cuyo nombre ya sonaba en la Capital y sus alrededores. La euforia lo había alzado en andas y Arismendi pudo ver en todo su esplendor la cansada sonrisa del triunfo, la cansada sonrisa del Negro Ludovico al que todos querían palmear, abrazar, besar.

Tocado por confusos sentimientos, Arismendi recogió el sillón y se hundió en el sanatorio. Comenzó a caminar por el largo pasillo vacío. Hacía sonar los tacos con furia y descontrol. En esas idas y venidas escuchó el casi olvidado sonido del timbre de calle, aquel timbre que durante veinte días, o más, nadie había tocado.

Esperó en suspenso y no dudó. Lo buscaban. A él mismo le pareció absurdo, pero lo buscaban. Con una sonrisa abrió la puerta del consultorio y con la misma sonrisa escuchó las palabras entrecortadas de quienes sostenían con dificultad el cuerpo de Ludovico.

–Está muy mal, doctor... el Negro se descompuso. No reacciona.

Tres lo colocaron sobre la camilla mientras decenas se acumulaban en los pasillos, el jardín, la vereda. Nunca hubo tanta gente en la Clínica Modelo de Raíces. Arismendi sabía lo que eso significaba, tanto lo sabía que sonreía feliz pero también lleno de miedo.

En sus manos quedaba el ídolo con la sonrisa apagada; de sus manos vendría la salvación o la condena, la recuperación o el hundimiento definitivo. Aunque era sencillo reanimar aquel cuerpo agotado, Arismendi se persignó antes de colocarle la máscara de oxígeno.

Mientras las enfermeras inyectaban una intravenosa, Arismendi se quitó el sudor de la frente y comenzó a sonreír con una sonrisa nueva, desconocida. No dejó de sonreír cuando el Negro Ludovico caminó con los brazos en alto hacia la muchedumbre que en el jardín de la clínica lo recibió con aplausos; tampoco cuando una avalancha de manos apretaron las suyas para agradecerle. Mucho menos, cuando, al otro día, la enfermera recibió azorada los primeros pacientes y él, esa misma tarde, se dio el lujo de decirle que no, definitivamente que no, al director del Hospital Regional. No dejó de sonreír y de tornarse locuaz –como siempre lo había sido– dos meses después, cuando la Clínica Modelo de Raíces le exigió contratar los servicios de dos nuevas enfermeras.

Sospechaba a su alrededor la existencia de un orden recobrado. Todo volvía a ser como antes, aun cuando no resistía la tentación de mirar hacia el mástil de la plaza e imaginar con fastidio la proeza del ciclista. Dejó de sospecharlo y –lo que es peor– de sonreír, la mañana en que alguien en su consultorio le dijo:

–¿Sabe, doctor?.. Desde mañana el Negro Ludovico intentará batir su propio record.

Esa noche Arismendi no durmió. Desvelado, completamente desvelado, pensaba en el Negro Ludovico y su bicicleta. Pensaba en la cesárea que debía practicar al día siguiente. Sobre todo, pensaba con miedo, con mucho miedo, a quién le tocaría sonreír en este extraño juego de luces y sombras.

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