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Verano12|Lunes, 25 de enero de 2016
Sebastián Basualdo

Fiel

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Después de escuchar la voz y reconocerla, sólo después de descifrar por completo el mensaje, contestó serenamente:

–Cuando quieras.

Nada más.

Y cortó.

Recién entonces comprendió la importancia que tenía el teléfono en su vida. Es ridículo, se dijo, nervioso. Pero no lo era en absoluto, y él debía saberlo, o al menos debería saber por qué acaba de mirar hacia la puerta con esa expresión en sus ojos.

“La llave”, pensó; y algo más que su voz se perdió en el último rincón oscuro del departamento: la mirada se detendrá un instante en el lugar exacto donde un hombre (cualquier hombre) sabe que comienza el miedo.

Y después el sudor, manos que tiemblan, respirar profundo y advertir de pronto que nunca antes había comprendido el significado cabal de la palabra miedo. A los cuarenta y tres años se creía ya demasiado instalado en el mundo como para aceptar que podrían despojarlo con una palabra, una sola. Una voz quebrada que no tardó en reconocer. Porque no fue tanto la promesa como el tono decididamente amenazante lo que había obligado su respuesta; una rápida reacción que no sonó demasiado convincente. Había dicho: “Cuando quieras”. Cuando debió decir: “Te espero”. O acaso no debió decir nada: mantener el silencio hubiera sido lo mejor. Tarde. Lo cierto es que ahora no estaría humedeciendo sus manos en una mesa colmada de nerviosismo, buscando las llaves; ni mucho menos habría dado después dos vueltas a la cerradura para finalmente alejarse rápidamente de la puerta y respirar.

Respirar.

Durante algunos segundos, el manojo de llaves osciló como un péndulo sobre su propia sombra: un constante movimiento de ida y vuelta hasta detenerse a la altura de la desconfianza y el arrepentimiento.

Entró en su habitación: abrió las puertas del placard y una idea espantosa iluminó su perfil oscuro cuando vio la pequeña caja de madera sobre el estante. Sentado ahora muy al borde de la cama, examina cuidadosamente el revólver calibre veintidós. No piensa en Laura, tampoco en el llamado telefónico. Cierra la caja y la deja otra vez en el estante. Herencia del abuelo, eso fue lo que pensó, girando el tambor, contando las balas que tenía, que había tenido siempre.

–Uno, dos, tres. Son tres. Siempre fuimos tres –dijo, poniéndose de pie.

Ahora el revólver entre el jean y el abdomen: levanta el espejo y lo lleva al living. Al centro del living. Por el modo en que sonríe, parece que lo contempla por primera vez: tiene un hermoso marco de madera labrada. Sin embargo, ya no sonreirá cuando coloque la silla frente al espejo y se siente. Mucho menos cuando se pregunte qué pensaría su abuelo si lo viera.

–Pensarías que estoy loco, ¿no es cierto? –dijo, mirándose a los ojos, manipulando intranquilo el revólver–. Pero yo te voy a demostrar que no. Es más: te voy a contar un secreto, te voy a regalar una revelación.

Y apuntó hacia la puerta. Las llaves parecían parte de la cerradura

–Hay cosas que no deberían saberse nunca, de lo contrario uno piensa, y si piensa...

Volvió a mirarse en el espejo. Ahora se miraba como si fuera a pegarse un tiro con una palabra.

–Quiero decir que cuando te diga la verdad me vas a dar la razón, te vas a dar cuenta de que no estoy loco... ¡Vas a saber lo que se siente!

El brazo permanecía extendido, el caño del revólver temblaba y las gotas de sudor le humedecieron los labios.

–Vos no te imaginás lo que es descubrir que tu mujer te engañó durante años. Sí, imbécil, no me escuchaste mal: años fue lo que dije; pero no tres años constantes. No, no creas que te hablo de una historia... Una historia de amor cobarde. La historia de Laura y Ernesto. Cobardes. Cada dos meses, o cada cinco... Dos veces por año. Miserable. A veces me pregunto qué mentira, qué gran historia de amor le habrás contado fumándote un cigarrillo en la cama de un hotel. Me los imagino a los dos: ella desnuda, apoyada en tu pecho, te pregunta si alguna vez la quisiste y vos le contestás con un silencio. Porque el amor es para los que pasean perros y pintan cocinas los domingos por la tarde. Adora esas frases.

Bajó la mirada. Durante unos largos segundos se quedó callado

–¡Cómo le mintieron! Sobre todo cómo le mentiste vos y las Soledades de Babel. ¡Me llenaba la casa de poesía! ¿Qué le decías? Que nunca encontraría un hombre como vos, que lo de ustedes era especial, eterno. ¿No le decías que las noches son más estrelladas cuando se pierden en su vientre? Sí, también, y ella te creyó. A Laura le das poesía, la colmás de poesía y... ¡Los admiro! Te juro que los admiro. ¿Querés saber por qué? Porque tenía que acostarse con su marido. Sí, aunque no lo creas jamás confesó estar cansada. Tenía que acostarse con los dos: vos cada seis meses, y yo... Yo la cuidaba cuando se enfermaba, cretino. ¡No me mirés así!

Se puso de pie y respiró profundo.

Volvió a sentarse.

–Ya está. Ya pasó. Estoy bien. Vení, hablemos. Sentate.

Estiró la mano como quien invita a otro a sentarse a una mesa de bar.

–¿A ella le gustaba? Claro que sí. A mi madame Bovary le fascinaba estrenar las tardes con vos.

Se miraba en el espejo como quien está a punto de quebrarse por una tristeza antigua. Apoyó el revólver en el piso, sobre la sombra lineal que proyectaba una de las patas de la silla. Se pasó la mano por la cara; blanda, estirada la cara ahora que dejaba el rastro de sus uñas.

–Vos no tenés idea de lo que es enterarse, saber que tu mujer, la única mujer que amaste en tu vida...

Levantó el revólver y apuntó decididamente hacia a la puerta; porque de repente oyó que el ascensor se detenía en su piso. No hizo ningún movimiento hasta que comprendió que alguien caminaba en dirección a su puerta. Ni siquiera cuando imaginó que las llaves caían al piso y cedía la cerradura él atinó a hacer el menor movimiento. Cerró los ojos. Eran pasos decididos, filosos, acelerando ecos en su pasillo, jugándole una carrera a lo inexorable, a lo que también era una gota de sudor engordando en su frente, precipitándose ciegamente contra una barba de tres días.

Se preguntó qué haría Laura cuando viera el revólver. No lo sabía. ¿Acaso no era eso lo más hermoso de esa mujer? Y sus ojos. Los ojos verdes de Laura siempre lo devolvían a la realidad de un patio ajedrezado, en verano. Una rara asociación que nunca se atrevió a comentarle, por temor a que ella quisiera saber más. Algunas veces, él solía decirle que el color de sus ojos cambiaba según el clima, el día; pero lo cierto es que siempre eran verdes. Lo único que cambiaba en ella era el modo de comportarse frente a una fatalidad. Laura podía comenzar a reír, o a llorar desconsoladamente, o incluso podía pararse frente a él y preguntar en un tono casi altanero:

“¿Qué pasa?”

“Ya es un poquito tarde para preguntar qué pasa”.

“¿Qué está pasando?”, preguntaría Laura con la mirada clavada en el revólver.

“Parece que ahora vos también comprendiste que estamos engañando a alguien.”

“¿Qué estás diciendo?”

“Que me llamó, estoy diciendo.”

“¿Quién te llamó?”

“Dejá de jugar, Laura, por favor. Me llamó. Y me está buscando.”

“Tranquilizate”, le diría Laura, mientras arrodillada intentaría quitarle el revólver de las manos.

Golpearon la puerta del departamento; dos golpes breves, rotundos. Esperó unos segundos y se puso de pie. Comenzó a caminar lenta, cuidadosamente, hasta acercarse a un presentimiento espantoso. Quiso hablar; pero no pudo. Dos nuevos golpes impacientes lo hicieron retroceder cuando estaba por asomar un ojo por la mirilla. Sintió la necesidad de preguntar quién era, pero las palabras lo traicionaron. En un tono que no era amenazante pero que tampoco denostaba la valentía, dijo:

–Me gustaría saber cómo supo mi número de teléfono.

Y abrió la puerta.

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