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Verano12|Viernes, 14 de febrero de 2014
MARTIN KOHAN

El error

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Sé que es un error dejarla ir. Y sin embargo, la dejo ir. ¿Qué otra cosa puedo hacer? La veo subir al barco que la llevará a Uruguay en apenas una hora de viaje. Los demás frenan el paso sobre la plataforma inestable que va del muelle al barco, ese tramo que ya no es tierra, ni es todavía agua, sino equilibrio en suspensión, una especie de transición en el aire. Ella no: pasa segura, sin detenerse, sin calcular. La miro irse y me pregunto si sabrá que ella también está cometiendo un error. Irse ahora, irse así, es el error que comete. ¿Lo sabrá? Yo no veo cómo impedirlo, no me imagino saltando al barco para rescatarla ni mucho menos me imagino gritándole, desde acá, desde la costa, para implorarle que se quede.

El barco zarpa tan despacio que es difícil aceptar que no hay manera de detenerlo. Tan lento se mueve en el agua espesa del río que uno puede hasta suponer que está dudando entre salir y quedarse. ¿Y si fuera ella la que vacila, y no el barco? Se despega de Buenos Aires y enfila en dirección a Colonia. En apenas una hora va a estar allá: en otro país, en otra vida. La veo irse, hasta perderla. Hay un morbo del error que hace que, además de cometerlo, uno después se lo quede mirando, como se quedan mirando los gatos la cosa que tiraron y rompieron. El paisaje de mi error es sencillo: un río inmenso, tan inmenso que la orilla opuesta no alcanza a verse, y un barco que se achica mientras fabrica distancia. Me lo quedo contemplando, como si fuese a cambiar.

Pero también Buenos Aires, al fin de cuentas, existe a orillas de un error, y fue incluso fundada en el borde de ese error. Porque los primeros navegantes que llegaron a este río, con los ojos dispuestos a la novedad, creyeron dar con un mar; es lo que les dio a pensar su vastedad, por más que la sal faltara. Así lo llamaron: Mar Dulce, y por cierto se equivocaban. Después asumieron que se trataba de un río, aunque de increíble anchura, y lo llamaron De la Plata, como se llama hasta hoy, intuyendo un presagio de riquezas. Que por supuesto no se verificó, por lo que en verdad se equivocaban de nuevo. Y se equivocaron también al decidir internarse, calculando que, además de las riquezas del metal, el río les procuraría una riqueza geográfica: el paso de comunicación entre un océano y el otro, ese atajo comercial que se obtendría, algunos años después, escrutando el fin del mundo, o bastantes años después, rompiendo en dos Panamá.

Ni un mar, entonces, ni un canal, ni el camino hacia la riqueza. Tal vez ni siquiera un río sino más bien un estuario. Es decir, resumiendo, un cúmulo de malentendidos, una suma de equivocaciones, un error perpetuo expresado sobre el agua. Por una derivación impensada de tantas y tantas fallas, existe la ciudad de Buenos Aires. Y existimos los que la habitamos.

Mis amigos de Montevideo me dicen que no la han visto. De eso obtengo una esperanza: si no llegó a la capital, si se quedó tan luego en Colonia, sigue cerca de Buenos Aires (de Buenos Aires, o sea: de mí). Del otro lado, pero cerca. En otro país, pero cerca. Se ha ido, bien lo sé, pero no tanto como podría, no tan lejos como podría. Me pregunto si en todo esto no tengo que adivinar una de sus clásicas ambigüedades, ese modo tan suyo de decir una cosa y enseguida la contraria. Se fue, pero también se quedó. Puso un río de por medio. ¿Debería entonces ir a buscarla? ¿Entender que me está esperando? ¿Que se fue, pero no para perderme, sino para permitirme seguirla?

En todo esto me quedo pensando, cuando empieza a soplar un viento norte. Todo este día sopló, y sopló toda la noche. Empezó un día nuevo, y todavía seguía soplando.

El viento norte trae calor, y un aire muy fatigado y seco. A muchas personas les provoca insoportables dolores de cabeza. La mitología popular asevera que con el viento norte aumentan el malhumor, la crispación de la gente, el fastidio. De todas estas cosas hablan los periodistas en la televisión, y ninguna me interesa. Yo sigo tirado en la cama, fumando, pensando, viendo el techo como si fuera un cielo. Hasta que una especie de pronosticador o especialista en climas, con una voz anodina que al principio ni siquiera noté, da (me da) la noticia más extraordinaria posible: cuando el viento norte sopla, como ahora, con fuerza inusitada, con ráfagas de furia, con el empuje de los enojados, una rareza formidable acontece: la bajante extrema del Río de la Plata. A veces hasta el punto de retirarse poco menos que del todo.

Vuelvo hasta la orilla urgido, casi angustiado, con el apuro del que se dejó olvidado un objeto irreemplazable y regresa a buscarlo, temiendo que se lo haya llevado otro. ¿Qué busco? Busco el río. Y encuentro, extasiado, algo mucho mejor que el río: la ausencia del río. Un milagro completamente imposible que, sin embargo, se ha producido. La televisión lo anunció y mis ojos lo confirman. Bajante extrema: el río ya casi no está. A cambio nos revela sus secretos más íntimos, nos deja ver su fondo invisible, se destapa y se muestra con mayor obscenidad que el desnudo más impúdico. El Río de la Plata no está más: se ha ido, se ha retirado. Las huellas de su sorprendente fuga son esas estrías de agua sucia que permanecen en el fondo de barro. El viento no deja de soplar. Los charcos que ahora ocupan el lugar del río tiemblan un poco a su paso.

Los viejos pescadores de la costanera de Buenos Aires se quedaron sin objeto. Recogieron con resignación sus rieles, sus anzuelos, sus carnadas. Sin embargo, no se van. Nadie sabe mejor que ellos que estamos ante un hecho histórico; los retiene ese acontecimiento excepcional tanto más que la ilusión de la pesca. Conversan entre ellos. Cotejan bajantes. De una tan extrema como ésta, ninguno tiene memoria. Conocen cada tono del río, recuerdan cada variante en el río; pero su lecho lo ven hoy por primera vez. La curiosidad y el pudor se mezclan en cada uno: en parte miran y en parte no pueden más que apartar la mirada.

Uno de ellos, según parece, dispone no solamente de recuerdos sino también de lecturas, esa otra forma de la memoria. Con tono profesoral, como orgulloso de poder saber más que lo que saben los viejos, dice que una bajante como la de hoy registra un solo antecedente en la historia: fue en el siglo XIX, los cronistas la asentaron perplejos, el nivel del agua bajó hasta tal punto que resultó perfectamente posible cruzar hasta el Uruguay a pie.

–¿Caminando? –se asombró uno–. ¿Los cincuenta kilómetros?

–Caminando, sí –confirmó el erudito–. En unas diez horas.

La frase no estaba dirigida a mí, pero solamente para mí adquirió un sentido completo. La escuché como una orden que me dirigiera el destino. Hasta entonces no había pensado en cruzar yo también a Uruguay, tomando convencionalmente un barco. Pero el río sin río, el río pisable, se convertía en un verdadero camino. Una señal elocuente para mí. Una invitación tan clara como ineludible.

Salté al barro, al fondo despejado del río. Empecé mi caminata recta, segura, convencida, que me llevaría hasta Colonia, Uruguay. Es cierto que el suelo blando, esponjoso de humedad, ralentaba mi paso modesto. Pero no es menos cierto que mi entusiasmo de señalado y el impulso concreto del incesante viento norte compensaban ese contratiempo. Mi ritmo de andar era bueno. Algunos restos de agua, charcos grandes o lagunitas, me obligaban cada tanto a dar un cierto rodeo. Pero en lo sustancial se repetía el hecho insólito del XIX: la posibilidad de cruzar a pie desde una orilla hasta la otra.

Pensé de repente en un mar, pero no en el mar dulce que supusieron los conquistadores de España. Pensé tanto mejor en el Mar Rojo que consta en la Biblia, y en el prodigio de la voluntad divina que hizo que las aguas se abrieran y fuese posible pasar caminando. El río de Buenos Aires hoy me abre paso a mí. Avanzo como los destinados. Al cabo de algunas horas, llego hasta esa zona perturbadora en la que ni una costa ni la otra alcanzan a verse: ni el lado argentino, ni el lado uruguayo se divisan. Al cruzar, como se estila, en barco, es el tramo que suscita la impresión de navegación absoluta, el momento en que no se puede creer que un río pueda ser tan inmensamente ancho.

Caminando como voy, en mi travesía impar, la impresión es un poco distinta. Me siento en un desierto de barro. Estoy en un desierto de barro. Procedo como se aconseja hacer a quienes cruzan desiertos: mantener la línea recta, sin torcerse en el trayecto. Sé bien que allá al frente está Colonia. Sé bien que allá, en Colonia, está ella.

¿Me canso? Empiezo a sentir que me canso. Cada paso me cuesta más y calculo que rinde menos. Razono que si eso pasa es lo más lógico, y de ese modo me tranquilizo. Pero esa tranquilidad tan solvente, de esa forma conseguida, no tarda en desvanecerse. Y en su lugar, sin demora, con la solidez de las evidencias, se instala la desesperación. La más brutal e irrevocable desesperación. Porque a poco de avanzar descubro que no es mi cansancio, aunque exista, lo que vuelve más despaciosa mi marcha. Es que el viento, que me impulsaba, ha dejado de soplar.

No hace falta ser muy conocedor en la materia para entender las consecuencias de lo que está ocurriendo. Si el viento cesa (y el viento, en efecto, ya cesó), el río va a volver a subir. De hecho mis pies, al progresar, ya apartan más agua que barro. Me doy esta explicación, esta esperanza: tal vez encuentro más agua en esta parte porque ando por la mitad del río más o menos, donde el cauce ha de ser por lógica más profundo. Pero no: me engaño, sé que me engaño. Esto es el río que vuelve.

¿Para qué me sirve correr? Para nada, pero corro. ¿Para qué me sirve gritar? Para nada, pero grito. Tropiezo y caigo, salpico agua. Porque ya camino en el agua. Sigo sin ver ninguna de las dos orillas del río. Tengo el agua por las rodillas.

¿Para qué me sirve llorar? Para nada, pero lloro. ¿Para qué me sirve rezar? Para nada, pero rezo. El río regresa embrollado, turbulento, en remolinos. Ya no es tan fácil saber si uno avanza en línea recta. El aire en cambio se ha quedado quieto del todo. Ni una gota de viento siquiera. Tengo el agua por la cintura.

Me parece ver costa a lo lejos. Me pregunto si será verdad o me confundo. Me parece ver Colonia allá a lo lejos. Me pregunto si acierto o si me engaño. Me parece verla a ella, allá a lo lejos. Esperándome en silencio. Así descubro que estoy delirando. Tengo el agua por los hombros.

Yo soy muy buen caminante, pero no un buen nadador. Por eso mis pies, angustiados, buscan el piso. Y no lo encuentran. Empiezo a dar brazadas torpes, desacompasadas. Trago agua, mucha agua. Y es verdad: el Río de la Plata es dulce. Es un mar dulce. Y en cierta forma es un Mar Rojo también, tal como lo pensé yo hace un rato. Pero en algo, por lo visto, me equivoqué: no soy el judío de ese mar. Soy el egipcio.

Según parece, ése fue mi error. Ahora sí alcanzo a ver, y estoy seguro, la costa de Uruguay en el horizonte. Pero tan remota, tan difusa, tan incierta, tan soñada, que junto con ella se me revela esta verdad: que no seré capaz de alcanzarla.

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