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Verano12|Domingo, 15 de febrero de 2015

La tormenta Isla de los Estados, 1902

Por Sylvia Iparraguirre
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Cuando la silueta del barco fue un punto en el horizonte, el marinero Novello supo que el capitán no volvería. La certeza lo aturdió como un golpe: estaba abandonado en la Isla de los Estados. Le castañetearon los dientes y todo el cuerpo se le puso a temblar. Nadie iba a venir. Las corrientes marinas y la niebla eran temibles en la isla, hacían naufragar los barcos estrellándolos contra las piedras como si fueran barriles vacíos. Acobardado, pensó que la culpa de todo la tenía su madre. Seis meses atrás, sentada frente a él a la mesa de la cocina, su madre viuda había dicho que, con casi veinte años, debía ingresar en la Subprefectura, donde, según ella, “tendría porvenir”. ¡Y qué porvenir había tenido! Miró alrededor. Había nevado hacía unos días y grandes manchones blancos moteaban la tierra rocosa y oscura. Las laderas de las montañas y de los fiordos, cubiertas de enormes helechos y tupidos bosques de coihues mostraban una sombría belleza, pero Novello no lo notó. Muerto de frío, se largó a caminar por instinto, sin saber hacia dónde ni para qué.

En realidad, si estaba en esa situación era porque en la isla existía el presidio de San Juan de Salvamento. Por lo menos, había existido hasta una semana atrás, cuando las autoridades decidieron traspasarlo a Ushuaia, momento en que los presos, aprovechando los preparativos del traslado, se amotinaron y huyeron. En unas barcazas se largaron a cruzar el Estrecho de Le Maire, a fin de alcanzar la Tierra del Fuego y allí, la libertad. Avisada la Subprefectura, la base de Río Gallegos a la que pertenecía Novello había enviado un barco a aplastar el motín. Pero llegaron tarde, cuando ya los presos habían desaparecido y tras ellos el poco personal que quedaba en tierra. El edificio abandonado del presidio, más frío que la propia intemperie, y el cementerio adosado al último muro, infundieron un temor supersticioso a los marineros, que sintieron que hasta para homicidas era inhumano el lugar.

Como si no pudiera convencerse de lo que le estaba pasando, Novello repasaba una y otra vez el desembarco en la isla. Les dieron armas y la orden de registrar una zona amplia alrededor del penal. En una confusa distribución de hombres, se encontró formando parte de una de las patrullas que habían salido en redada, y se extravió. Por completo desorientado en la soledad hostil de la isla, había perdido el rumbo del edificio del presidio. Horas más tarde, veía el barco cruzar frente al acantilado, rumbo al sur, a Ushuaia. Su puesto era en bodega; aun cuando se dieran cuenta de su falta, comprendía que no iban a volver. El capitán, como todos, sabía que si los prófugos habían alcanzado la costa fueguina andarían buscando refugio en las estancias, y estaban armados. No debía esperar su barco por lo menos hasta dentro de dos o tres días.

Su única suerte, pensó, era que los habían hecho desembarcar con las mochilas. Hizo un rápido recuento: dos latas de carne, unas galletas, un cuchillo, un pedazo de soga y algunas cosas más. Bajó por el acantilado hacia la playa en forma de herradura donde anidaba una colonia de pingüinos. Apenas notaron su presencia, pero a Novello le gustó ver algo vivo, que graznaba y se movía en aquella desolación. Se sentó en una roca y estaba comiendo una galleta cuando una piedra cayó por detrás de su espalda y rodó hasta el borde de la rompiente.

Se levantó de un salto con el fusil listo. Le pareció ver una sombra que desaparecía arriba. Tratando de tranquilizarse –Novello se decía en voz alta que estaba nervioso–, caminó por la base del acantilado en busca de un refugio. Al poco rato daba con una cueva abierta en la piedra. La inspeccionó y decidió que se iba a instalar ahí. Acarreaba una buena cantidad de ramas secas, cuando tuvo otra vez la sensación clara de que alguien, desde la cima del acantilado, lo vigilaba. Tiró la leña, apuntó hacia arriba y disparó.

–¡Quién anda ahí!

El estampido rebotó en los pliegues escarpados de la costa y fue tragado por el gemir constante del viento. Animales feroces desconocidos, algún ser extraño y furioso de la isla, tomaron formas caóticas en la mente de Novello, que trepó con desesperación. Jadeante, quedó frente a las colinas desiertas, con manchones de nieve, por las que había caminado hacía unas horas.

Las sombras del crepúsculo cayeron de golpe desde las montañas y casi sin transición la isla quedó sumergida en la noche más profunda. Mirando el fuego penosamente encendido en el fondo de la cueva, Novello se sintió solo en el mundo y el miedo y el frío lo atontaron. El gemir lúgubre del viento subía y bajaba. Avivó las llamas y se acomodó lo mejor que pudo con la manta sobre los hombros. Entre la ropa superpuesta buscó el reloj que colgaba sobre su pecho, única herencia de su padre: las siete de la noche. Saber la hora lo reconfortó débilmente. Era algo que todavía lo unía a los demás, a su casa, al cuartel. Alguno de sus compañeros, su madre incluso, podían estar mirando las siete en algún reloj. A esta hora, ya sabrían que había quedado en la isla. En medio de estos pensamientos, el tiempo perdió dimensión.

Cuando despertó, el fuego se había extinguido hacía horas. Con el cuerpo entumecido se asomó a la luz gris de una mañana helada que lo impulsó a moverse y a saltar hasta sentir que volvía a tener dedos en los pies. El cielo del sur auguraba tormenta. Miró a lo lejos una forma oscura que, a unos cien metros de la cueva, por la playa, le había llamado la atención el día anterior. Se largó a caminar. Al llegar, observó largo rato el bote. Del casco partido al medio sólo quedaba una mitad que parecía la popa. La marea lo había arrastrado boca abajo, lejos de la rompiente, quién sabe hacía cuánto tiempo. Grandes flejes de hierro con enormes remaches mantenían todavía sólidamente unidas las tablas; unos metros de cadena herrumbrada colgaban de una argolla en medio de una colonia de lapas. Una ballenera de barco antiguo, de vela, pensó Novello, resto de algún naufragio. Haría una buena tapadera para la boca de la cueva, lo protegería de la tormenta que en cualquier momento iba a descargarse. Se desembarazó del equipo, se agachó y encajó el hombro debajo del borde; empujó hacia arriba. Apenas pudo mover unos centímetros el casco, en parte encallado. Se metió debajo, en cuclillas encorvó la espalda y empujó. El esfuerzo fue tremendo, pero esta vez el bote cedió al tiempo que un dolor agudo le traspasaba la mano. Un clavo en una saliente de la madera le había herido la mano izquierda. Quedó inmóvil, tratando de juntar voluntad para salir y lavarse la mano en el mar. Cuando asomó la cabeza, un hombre alto lo encañonaba con su propio fusil. Percibió todo junto y de golpe: el pelo largo y revuelto, la barba de días, la mugre, el traje a rayas del presidio. El hombre tenía una frazada puesta sobre la cabeza. En la cara enfermiza cubierta por la barba, los ojos, hundidos y opacos, lo miraban fijo. Con el fusil le hizo señas de que levantara las manos. Atragantado, Novello obedeció. El mar se había embravecido y el silbar eléctrico del viento anunció una de las feroces turbonadas. El hombre manoteó la frazada que se le voló de la cabeza. Sin una palabra, los dos buscaron refugio debajo del bote. Novello veía el cañón del arma cerca de su cara, vigilada por los ojos hundidos del preso. En un impulso repentino, se arrojó sobre él y forcejeó con un cuerpo que resultó pura piel y huesos. El hombre era corpulento, pero se defendió apenas.

–¡Y ahora, qué vas a hacer..! –gritó, dueño otra vez del arma a la que sus brazos transmitían su propio temblor. Se arrastró por el espacio exiguo bajo el bote y le apuntó.

–Dame las manos. ¡Juntalas, te digo!

Le ató las muñecas con el trozo de soga; después, se anudó un pañuelo alrededor de la herida. Un poco más calmo, sacó el reloj: las doce del mediodía. Afuera había amainado. Con suerte, tenía cuatro o cinco horas de luz.

–Salí –ordenó.

Miró con mayor atención al prófugo. Al esfumarse el temor inmediato, un pensamiento reconfortante ocupó la mente de Novello. Con esta acción inesperada iba a quedar muy bien con el oficial; ni qué hablar de sus compañeros. Tal vez le dieran una medalla o algún tipo de recompensa. Se olvidó por un momento dónde estaba y se entregó a la escena de un regreso aclamado en Ushuaia y en Río Gallegos. Su madre... el ímpetu del viento lo mandó hacia adelante, desintegrando las imágenes del triunfo. El cielo tenía un color violeta oscuro y, hacia el sur, muy bajo sobre el horizonte, un resplandor lechoso de bordes lívidos le anunció que no había tiempo que perder.

–¡Agarrá la cadena! ¡Ayudame! –ordenó.

El preso obedeció y tiraron juntos hasta que la mitad del bote se desencajó y empezó a moverse. En la boca de la cueva, los dos se apoyaron, jadeantes, contra el medio casco; en un último esfuerzo, lograron enderezarlo y apoyarlo sobre la entrada. Apenas se recuperaron, Novello ordenó:

–A juntar leña.

El preso se acomodó la frazada sobre la cabeza y salió adelante. Nubes negras y bajas aplastaban los contornos de la isla y los hacían apurarse sin que ninguno dijera una palabra. Ya de vuelta dentro de la cueva, una luz cenicienta se filtraba entre las maderas carcomidas del bote.

–Armá el fuego –dijo Novello, tirándole los fósforos. Descansó contra la pared de piedra, agotado. Señaló el jarro de lata y la cantimplora que colgaban de la cintura del preso atados con una soga.

–Dame eso.

El preso se los extendió. Novello tomó agua, tapó la cantimplora y la dejó a un costado. Las rachas heladas hacían crepitar el fuego que adquirió fuerza, dándole calor en las piernas y la momentánea ilusión de que todo podía salir bien. El preso se había cubierto con la frazada y acercaba las manos al fuego, que le ponía reflejos cambiantes en la cara huesuda. Para ocultar la ansiedad que le producía la inminencia de la tormenta, Novello sacó una lata de carne y maniobró con el cuchillo. Sobre las rodillas, el caño de la carabina apuntaba al preso.

–¿Qué habrás hecho vos? –hablaba fuerte para tapar el ruido del viento–. Seguro que mataste a alguno, o a muchos.

Terminó de abrir la lata y la arrimó al fuego. Miró al preso y se envalentonó.

–¡Contestá! Por qué viniste a parar acá.

Fue entonces que el frío de la cueva se le metió en los huesos porque el preso, mirándolo fijo, abrió enorme la boca y le mostró un muñón de lengua. La propia boca de Novello estaba ahora abierta. Le llevó un momento reponerse de la sorpresa.

–Así que te cortaron la lengua... No serás soplón, vos... –la voz se le apagó y se quedó ceñudo mirando la lata. ¿Qué clase de hombre era aquel para que le hubieran hecho algo así? No le gustó nada la idea. Pudo haber sido un accidente, pensó; el hombre tenía una cicatriz al costado de la cara, que la barba no le había dejado ver antes. Con un resoplido de impaciencia, puso carne sobre dos galletas y se las extendió. El preso las hizo desaparecer en un segundo. Novello rebuscó en la mochila y los ojos se le iluminaron: la bolsita con yerba. Puso agua en el jarro y virtió yerba en el agua. Contento, esperó; quién sabe a la mañana siguiente ya estaba el barco en la costa. El mate cocido caliente fue lo mejor que le pasó a Novello desde que se quedó solo en la isla. Le tendió el jarro al preso. Un momento después, como si recordara algo urgente que hacer, sacó el reloj: eran las seis de la tarde. El rugido cóncavo del viento anunció la descarga. Ya se viene, pensó. Desenvolvió el pañuelo sucio e inspeccionó la herida de la mano. No le gustó nada su aspecto.

En ese momento, con un aullido salvaje, se desató la tormenta. Un vendaval de lluvia y viento golpeó el casco que se sacudió con furia, mostrando que era por completo insuficiente. Novello tiritaba tratando de que el fuego se mantuviera encendido. Las oleadas de frío se hicieron cada vez más intensas y salían de las mismas paredes de la cueva. En algún momento de la noche, Novello dejó de sentir los pies. Mucho más tarde, al menos así le pareció, el preso se sentó a su lado apoyándose contra él. Con las manos atadas alineó la frazada y la manta y cubrió las dos espaldas. Los cuerpos juntos produjeron algo más de calor. Afuera parecía que la isla entera explotaba. Novello sepultó la cara entre los brazos cruzados sobre las rodillas y desde allí espió el pedazo de bote que temblaba como una hoja en el huracán, como una puerta de cartón sacudida de sus bisagras. Si el bote se volaba, eran hombres muertos, pensó confusamente y sin demasiada alarma mientras su cuerpo se iba acalambrando, y él se dormía, se hundía lentamente en la oscuridad. Alguien le sacudió el hombro y apenas pudo levantar la cara. En los ojos sumidos del preso, vio el reflejo del fuego que se extinguía. El hombre le mostraba las manos. Novello no sentía el cuerpo; el sueño lo invadía de manera irresistible.

–Ah, sí, querés que te suelte... y después... –se le cerraban los ojos.

El preso hizo un ademán frenético señalando la entrada y volvió a sacudirlo.

–Salí, te digo –Novello apenas pudo moverse, con enorme trabajo lo volvió a encañonar.

Como si no le importara que lo perforara de un balazo, el hombre se abalanzó sobre la boca del fusil que se le clavó en el estómago. Un sonido gutural, horrible, salió de su garganta; de un manotazo le quitó el arma y la tiró al otro lado del fuego. Lo levantó brutalmente por la ropa, lo empujó hasta la boca de la cueva y allí le plantó las manos en la cara. A Novello la sangre le circulaba otra vez, podía mantenerse de pie y fue capaz de sacar el cuchillo por sus propios medios. Con una sensación de borrachera, torpemente, cortó las cuerdas. Ajustar el bote más adentro de la cueva, dijeron las manos libres del preso. Se descargó un granizo ensordecedor y el fuego se apagó. En la oscuridad, sin darse cuenta, Novello gritaba. A tientas, hombro junto a hombro, empujaron, pero el viento los zamarreó pegados al temblor convulso del bote. Con el mismo instinto, esperaron una embestida a favor, empujaron a un tiempo y el casco quedó incrustado en la entrada. En ese momento, Novello sintió el golpe en la cabeza y perdió la conciencia.

Cuando despertó, las llamas movían luces y sombras en el techo de piedra. Estaba acostado, boca arriba, tapado con su manta y con la cantimplora debajo de la nuca. Un dolor agudo le traspasó la cabeza. Preocupado por estas novedades angustiosas, olvidó todo lo demás. Se tocó la frente y encontró una venda, parecía un pedazo de camisa. Se apoyó en un codo y miró alrededor. Una franja blanca de granizo se había formado debajo del bote. Algunas piedras de hielo entraban con tanta furia que rebotaban en las paredes de la cueva. El preso le extendió el jarro de mate cocido. Al tomar el asa, Novello notó que su mano estaba limpia y que le había cambiado la venda. Había aprovechado el granizo para calentar agua, pero a él, ¿qué le había pasado? Lo miró con recelo y buscó en el piso el fusil. Estaba cerca del cuerpo encogido, cubierto con la frazada, al que lo único que parecía importarle era permanecer lo más cerca posible del fuego. Sigilosamente, con el pulso desbocado, empezó a correr el fusil con el pie, hasta que lo tuvo el alcance de la mano. Un momento después, vacilante, se sentaba y apuntaba al preso, que parecía no haber advertido nada de su maniobra.

–A ver, vos –intentó recuperar la voz de mando, pero apenas logró algo más que un susurro ronco. El hombre ni lo miró–. ¡A ver, vos! ¿Qué me pasó? Hablá.

Se había olvidado de que el preso era mudo. Con cansancio, el hombre señaló el bote y con el canto de la mano se dio un golpe en la frente. Novello se sintió espantosamente mal. Olvidado del fusil, se tendió en el piso. Iba a morir en esa cueva, herido y de frío. No iba a ver más ni a su madre ni a nadie. La autocompasión lo invadió, aferró el reloj y miró la hora, lloraba en silencio, sin darse cuenta. Sintió una mano que le apretaba el hombro, le palmeaba la espalda. El preso hizo un gesto en el aire, como queriendo decir: Nos vamos. Aturdido, Novello entendió que se iban a morir ahí y se le desfiguró la cara. El preso negó con la cabeza. Hizo otro gesto que quería decir correr el bote de la entrada y salir al sol, a la vida. Novello se calmó. No supo cuándo, se durmió.

A la mañana, la tormenta había pasado. Nubes bajas cruzaban hacia el norte a gran velocidad; el frío cortaba la cara y los desniveles del terreno estaban blancos de granizo. Bajando hacia la playa, la colonia de pingüinos ocupaba otra vez su lugar, lo que Novello tomó como un buen presagio. Sin decir una palabra, ató las manos del preso que las ofreció sin resistencia. Lo encañonó y salieron; poco después llegaban a la cima del acantilado. Pasado el mediodía, la silueta del barco de la Subprefectura se recortó en el horizonte. Novello se desbordó y saltaba y corría y daba vueltas agitando los brazos. Sentado en una piedra, el preso permaneció inmutable ante estas demostraciones, gacha la cabeza bajo la frazada.

–¡Ya nos vieron! ¡Ya vienen! –gritaba Novello a los saltos.

Después se calmó y también buscó una piedra donde sentarse. Un rato largo lo pasó mirando el mar. Observaba al preso y volvía a mirar el mar, como el que mide el pro y el contra de una decisión. Al fin, sacó el cuchillo de la vaina y se acercó despacio. Lo tocó para que alzara las manos e hizo el gesto de cortarle la soga. Sin saber por qué, había adoptado la gesticulación muda: con la mano le dijo que se podía ir, que lo dejaba en libertad. El otro encogió los hombros y, sonriendo apenas, negó con la cabeza. “Es cierto”, pensó Novello, “a dónde podría ir; en dos días estaría muerto”, y como una consecuencia natural e inmediata de esto pensó: “Y yo también, si hubiera estado solo”. Saliendo del aturdimiento en que lo habían sumido la tormenta y el saberse abandonado en la isla, vio por primera vez con claridad algo que el preso, seguramente, sabía desde el principio: que estaban vivos porque eran dos; que, en ese páramo de hielo, un hombre solo no hubiera tenido posibilidad alguna, y que si el preso lo había acechado desde los acantilados era simplemente porque a él lo vendrían a buscar, porque igual que él, había querido sobrevivir. Cuando esto le quedó claro, Novello retrocedió y se sentó en su piedra, y la soledad que volvió a notar a su alrededor le pareció todavía más aterradora. Cuatro horas más tarde, habían sido llevados a bordo.

Aturdido por su flamante popularidad, Novello se olvidó del preso que fue conducido a la bodega con custodia. Lo reclamaban las voces de sus compañeros que, entre elogios y palmadas, le preguntaban detalles de su aventura. Por primera vez, fue el centro de una rueda de caras amistosas y sonrientes, entre las que circulaba la botella de caña. Mientras tomaba ansiosos tragos y mostraba con incredulidad sus heridas restándoles importancia, repetía el relato de su encuentro con el prófugo, que ya, sin darse cuenta, había empezado a magnificar. Recién al atardecer, cuando un tanto mareado bajó a bodega a retomar su puesto, Novello recordó al preso. Al hombre de carne y hueso, no al feroz evadido de su relato. En el camarote que hacía de celda, un imaginaria lo custodiaba. Novello se quedó en la puerta. Experimentó un ambiguo sentimiento que no pudo definir. En su boca se formaron unas palabras irreprimibles:

–Nos salvamos, eh.

El preso lo miró con una levísima ironía que Novello no estaba en condiciones de notar. En un impulso, alzó la botella de caña y, haciéndole un gesto al custodia de que saliera –el soldado obedeció, al fin y al cabo el que hablaba era el héroe del día–, se la ofreció. El hombre la aferró con las manos atadas y bebió sin apuro tragos interminables. Cuando al fin dejó la botella sobre la mesa, Novello no encontró más que decir. Iba a salir y las manos se le fueron solas a palmear la espalda del hombre. Las palmadas también parecieron interminables. El preso lo miró, sin expresión. Y eso fue todo. Poco después, en su litera, acompasado por el rumor familiar de los motores del barco, Novello se dormía. Antes, no miró ni una sola vez la silueta sombría de Isla de los Estados que, a popa, se perdía, confundida con la bruma gris de la caída de la noche.

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