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Verano12|Martes, 8 de enero de 2008

MIRANDO A CORTAZAR PREMIADO

Por Alfredo Bryce Echenique
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Después lo vi mil veces más en esas reuniones de latinoamericanos, en las cuales nunca estaba, y que siempre empiezan tarde y acaban mal y sobre todo nunca porque uno nunca realiza esos sueños, y cosas como que la chica que dice che no es argentina sino que vive con un argentino y se le ha pegado el che y entonces Pepe, que había visto en ella a la Maga, se entera de que el argentino se le ha despegado a ella, por eso llora y bebe tanto para ser la mujer. Total que Pepe, por haberle metido caballo con la misma desesperación con que cuenta, canta Gardel en una radiola más vieja de la que recomienda Cortázar para estos menesteres, Pepe, como Leguisamo en el tango, termina perdiendo por una cabeza. Ella le agradece su bondad, y también la dirección del médico en Holanda. Luego Pepe le presta la parte de su beca destinada a cigarrillos, masoco el Pepe, en el fondo del vino sabe que lo hace para recordarla llorando a fin de mes cuando Gardel cante en otra con vino barato, y estuve un mes sin fumar. Rocamadour no nacerá. La conversación sobre Cortázar fue el momento más agradable para mí, sobre todo porque me enteré de que sí era el que vi aplaudiendo. Que lo que pasa es que Cortázar parece mucho menor de lo que es. Cortázar es Rocamadour, dice Pedrito, que estudia con Goldman, y se viene de bruces borracho. Tercero que se viene de bruces borracho. Nos retiramos inmadurísimos. La ciudad es París. Sucede todavía.

Ahora estoy seguro de que cuando vea a Cortázar por segunda vez lo reconoceré, aunque los libros digan su verdadera edad. Tenía esta convicción, y también la de que lo iba a ver por primera vez, ya que el haber creído ver a su hijo la primera vez, como que me había hecho no verlo, olvidarlo casi, se me habían borrado sus facciones, era como si hubiera sido a la de mentiras, ésta no vale, algo así. Mitificadores que son.

Había una vez... Perdón. Estábamos una noche en el metro, y apareció Cortázar. Cortázar, dijo Pedrito. Cortázar, susurró Pepe. No dije yo: Cortázar aparenta veinticinco años y ese hombre tiene muchos más. Rosa, que era mi camarada, evitó que me lincharan, diciendo que era el padre de Cortázar. Bajó la tensión que había entre nosotros, y nos bajamos nosotros también del metro para seguir a Cortázar y ver quién era. Entró en la dirección en que vivía Cortázar. Rosa dijo que no tenía nada de raro que padre e hijo vivieran juntos, en París, podría su papá estar de visita o algo por el estilo. Yo pensé que ya conocía al padre y al hijo, o mejor dicho, al abuelo y al nieto. Me faltaba Cortázar... Entonces nos dimos cuenta de que ya no nos quedaban cigarrillos y de que el metro del padre de Cortázar había sido el último de esa noche. Rosa acusó a Pepe de revisionista, pero las dos horas siguientes las caminamos juntos porque era mejor despertar una sola vez al guardián nocturno del hotel para que así nos odiara menos y se disolviera un poco entre el grupo su clásica maldecida. Mitificadores que son.

Muchos años después, frente al número 44 de la rue de Rennes, el que suscribe habría de recordar aquella tarde jamás remota en que Rosa lo llevó a conocer a Cortázar. “Ahí está”, le dijo, señalándole el libro que esperaba su lectura, cerrado, inerte, como Leticia en Final de juego. Era el año 1956, se acababan de conocer, y Rosa quería que conociera a Cortázar. “Las palabras tienen vida propia –añadió–. Sólo es cuestión de despertarles el ánima.” Y algún día iban a terminar el colegio y se iban a ir a París para conocer... para conocer... Ese día, después de leer un rato juntos decidieron que ese día se iban a ir a París para conocer a Cortázar que seguro tenía más de gitano que de rioplatense porque él sí que sabía despertarle facilito vida propia a las palabras.

–Lo pregonaba en cada uno de sus libros.

–¿Qué –preguntó Rosa.

–Se te está viendo la otra –cité.

–¿Qué se me está viendo?

–Rosa la Première et Rosa la Seconde –suspiré, imitando a mi viejo perro boxer que, de joven, se arrojaba del trampolín de la piscina, aquel verano en que conocí a Rosa la Première.

–Proust de pacotilla –me dijo Rosa la Seconde. Me dolió tanto como a Pepe, la noche en que le dijo revisionista.

Entramos al 44, y el joven escritor que una noche había agradecido haber leído a Cortázar, estaba sentado junto al autor del Libro de Manuel y uno tras otro le caían por la cabeza los bolígrafos secos a punta de tanto firmar autógrafos que Cortázar iba lanzando al aire, gentil con todo el mundo.

–Si sobrevivo te lo presento –me dijo el joven escritor.

Yo, el presentable, le advertí terminantemente a Rosa: si le dices revisionista a Cortázar no te vuelvo a ver nunca más en la vida.

–Imbécil –me dijo Rosa. De su cartera sacó un Libro de Manuel leidísimo, subrayado y todo, y se lo entregó a Julio Cortázar. Después sacó otro libro, y ése fue el único libro que firmó el joven escritor aquella tarde, en la firma-exposición de solidaridad con el pueblo de Chile. “A Rosa, con la esperanza de que algún día se convierta en (mi) revisionista.” Firmó: “este cuerpo”. Se mataron de risa, Cortázar intervino para ver. Era un hombre muy simpático.

La segunda vez que vi a Julio Cortázar fue en casa de Julio Ramón Ribeyro. Mi gran amigo alzó su copa de vino y propuso un brindis. En el aburrimiento otoñal de los premios literarios, los Goncourts, Feminas, etc. (desde Saint-Exupèry no creo haber leído un Goncourt que no me haya producido jaqueca... Hace años que no tengo una jaqueca en otoño), el libro verde de Sudamericana acababa de ganar un premio, en su versión francesa de Gallimard, Julio Cortázar no necesita ni cree en los premios. Eso es cosa suya. Y tal vez cosa fácil porque como escritor nació premiado. Otros serán los beneficiarios de su premio (Médicis Etranger), y tirajes y regalías y entrevistas y participaciones en tribunales como el Russell. Alegres, aceptamos entonces el brindis de nuestro anfitrión. Y pasamos a hablar de otras cosas. De tantas cosas. Y yo pensaba en el joven escritor que una noche me había dicho que gracias a... Realistas que son.

Pasamos a hacernos más amigos. Nos reímos mucho recordando definiciones de diccionarios increíbles que habría que desempolvar tan rápidamente como se empolvan algunos Goncourts, algunos Renaudots, no sé. La mejor de la noche fue la que un amigo chileno acababa de contarme. Decía aquel diccionario: “Madre putativa: aquella que se reputa madre”. Fueron horas muy agradables y las he repetido en casa de Julio. Recuerdo su viaje a Sicilia. Recuerdo la noche que en su casa lo felicité por el precioso pulóver peruano que llevaba puesto. Resultó que era islandés. Y un rato después, no sé si fue el vino, o algunos cuentos de Julio, más mi normal temor después de todo lo que he contado: lo vi sin pulóver. Me rompí a hablar de mi viaje a México, el verano pasado. Temía que desapareciera como su pulóver, pero logré captar toda su atención. México le interesaba mucho. Alguien allá le interesaba mucho. Siempre había admirado la obra de Tito Monterroso. De Augusto, de Tito, la de mi amigo, a quien recuerdo hablándome con tanto afecto de la obra de Julio. Cuando vayas a México te daré su dirección. Claro, hombre... Realistas que son.

Y aquí termino esta historia, o nota o como deseen llamarla. Más detalles sobre el Médicis Etranger se los podrá dar el propio Julio Cortázar, si algún día se le ocurre escribir algo así como El cronopio premiado, o Instrucciones a un gigante para recoger un trofeo chiquito. Esas cosas de él, ustedes saben. A mí todo esto se me ocurrió la noche aquella en que por primera vez estuve largo rato con él, la del brindis y la del premio. Lo estuve mirando un rato y sus palabras eran siempre buena moneda viva. La única que hoy debería valorizarse, para bien de muchos (cabría decir). Claro, después de mi artículo se ha llenado un poco de situaciones algo absurdas y de amigos y hasta se ha alargado un poquito, a lo mejor. Para que mis lectores no se me amarguen, voy a darles un gran dato: cualquier periódico de México debe pagar una fortuna por la primera foto de Julio Cortázar y Tito Monterroso juntos. Imagínense una foto de este gigante argentino que dicen que sigue creciendo, con Tito Monterroso que sólo crece en el recuerdo de los que lo hemos conocido.

Este retrato está incluido en Crónicas personales

de A. Bryce Echenique.

Se reproduce por gentileza de la Editorial Anagrama.

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