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Videos|Sábado, 13 de julio de 2002

La enorme diferencia entre el cine de guerra y el de propaganda

“Casco de acero”, de Sam Fuller, y filmada en 1951, aborda la Guerra de Corea desde una perspectiva alejada de todo patrioterismo.

Por Horacio Bernades
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“Casco de acero” es, de algún modo, la película bélica perfecta.
En tiempos en que el cine de guerra hollywoodense ha resurgido con toda su fuerza, al calor del belicismo de Bush Jr. y sus acólitos, es un buen ejercicio comparar los nuevos representantes del género –inflamadas de desembozado espíritu propagandístico y patrioterismo sin cuartel– con los mejores precedentes. Para ello el video resulta, una vez más, un medio ideal, al poner al alcance del público algunas de esas piezas. Es el caso de las recientes ediciones de dos films de guerra filmados por Sam Fuller, tal vez el cineasta que con más pertinencia reflejó qué es lo que el soldado común vive, día a día, en el campo de batalla. Esas películas son Casco de acero (The Steel Helmet, 1951), editada por el sello Epoca, y Los invasores (Merrill’s Marauders, 1962), que AVH lanzó en quioscos de todo el país, como parte de una colección llamada “Cine bélico”.
Que Fuller (1911-1997) haya reflejado la guerra como nadie no es casualidad: de joven combatió en la Segunda Guerra como soldado de infantería, a diferencia de otros cineastas estadounidenses que visitaron el teatro de operaciones desde posiciones de privilegio, a veces como oficiales. De allí que en sus films bélicos (a los que ahora se editan habría que agregarles Bayonetas caladas, de 1951, y la famosa Más allá de la gloria, de 1980), Fuller retrató la vida cotidiana del soldado, lejos de los puestos de decisión y las grandes estrategias. Sus películas de guerra no se dirimen entre mapas y en gabinetes sino en el terreno. Allí no puede hacerse otra cosa que “poner un pie delante del otro, y avanzar hacia el próximo objetivo”, como dice un personaje de Los invasores.
Filmada casi al mismo tiempo que la siguiente Bayonetas caladas, Casco de acero es, sencillamente, la película bélica perfecta. Díptico sobre la Guerra de Corea (Los invasores y Más allá de la gloria transcurren durante la Segunda Guerra), lo insólito de Casco de acero es que se estrenó sólo seis semanas después de iniciadas las hostilidades. El realizador la filmó en tiempo record en las afueras de Los Angeles, con un presupuesto risible, en blanco y negro, sin un solo actor conocido y apenas un par de decorados. El Griffith Park pasa allí por selva asiática, y la extrema limitación de medios y la urgencia del proyecto le sientan como un guante, al dotarla de una vividez y rusticidad únicas. Esta pequeña historia sobre un grupo de soldados y suboficiales combatiendo a miles de kilómetros de casa jamás podría haber funcionado como producción “clase A”, y allí saca evidentes ventajas sobre Los invasores. Producida por la Warner Brothers y basada en hechos reales, ésta tiene una mayor prolijidad, algún actorcito de moda, excesos musicales y el acabado típico de una compañía de primera línea.
Teniendo en cuenta la contemporaneidad de Casco de acero con los hechos narrados, su absoluta carencia de ánimo propagandístico no hacen más que exaltar su valor. Los soldados aparecen casi perdidos en medio de la selva y de los tiros, únicos sobrevivientes de un batallón diezmado o comunicados con la oficialidad por radioenlace. En medio del grupo se destaca una figura que no podría estar más lejos de la gloria o el heroísmo. Se trata del sargento Zack (extraordinario Gene Evans), viejo “perro de guerra” que estuvo presente durante el desembarco en Normandía y se pasa toda la película sucio, barbudo y masticando un toscano retorcido. Duro, individualista, bruto y racista, Zack es un impresentable. Se piensa que en Corea está combatiendo a los rusos, se ríe de un compañero negro que va a la universidad, no diferencia entre coreanos del norte y del sur, sostiene que “los rojos son tan buenos en el engaño como las mujeres” y no se refiere a los asiáticos sino con nombres peyorativos. Peor aún, terminará asesinando a un prisionero. El final de la película sugiere que incluso este tipo, que se mueve entre las balas como pez en el agua, se ha convertido en un loco de la guerra. Es significativo, sin embargo, que todas las simpatías de Fuller no estén con un subteniente sumamente respetuoso de la Convención de Ginebra –pero inepto, desorientado y cobardón– sino con el sucio de Zack, que no pretende la gloria sino la mera supervivencia. Es que para Fuller la guerra no era otra cosa que eso. Compárese esta visión con los héroes americanos de Salvando al soldado Ryan, La caída del halcón negro o Tras las líneas enemigas (para no hablar de los héroes de Vietnam de We Were Soldiers, la nueva de Mel Gibson) y se tendrá la diferencia entre el cine de guerra y el de propaganda.

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