¿Son para vos?, pregunta el vendedor de pelo engominado y cinturón de cuero. Asiento con la cabeza, miro mis pies y relleno la estela de su silencio, diciendo que ahora todas las marcas de moda estaban sacando modelos como estos, que salen el triple y que encima son mucho más pesados. 

La verdad es que la única evidencia que tengo son fotos de internet que dan la sensación de ser incómodos u ortopédicos, como llevar bloques de cuero atados en los pies. Esta línea colegial está barata, responde el vendedor con la esperanza de callar la lista de justificaciones que yo traigo pegada en la cabeza. 

Miro los otros modelos que están exhibidos en los estantes flotantes del local. Encuentro un par de guillerminas que tuve una vez, recuerdo sus dos ventanitas tapadas con cortinas de media azul ¾, sus hebillas de metal, la pollera gris del colegio y la valija con recortes rojos, verdes y azules en la que llevaba mis útiles. 

El vendedor tose y me despierta de mi recuerdo. Me levanto del banco de madera y me acerco con el zapato derecho al espejo. La forma en que el tobillo se asoma por el escote del mocasín me resulta familiar, ya estoy acostumbrada a este modelo, una parte de mí sabe cómo se siente en los días húmedos de Rosario, cómo combina con carpetas tamaño carta y con hojas cuadriculadas y rayadas. 

Me gustan, afirmo y sonrío porque acabo de encontrar una solución a mi dilema: no me gusta como queda (casi) ningún zapato: las botas que usan mis amigas me hacen sentir que acabo de ser dibujada por un niño en una salita de tres, son zapatos plenos, sin recortes, no hay cordones, el pie queda raro, se pierde adentro de ese bodoque con suela de tractor. Las botas texanas tienen justamente ese problema: son texanas. Las zapatillas me gustan pero muchas veces me parecen demasiado informales y los zapatos de taco me hacen sentir que mido cinco metros y medio y que el mundo es un lugar para enanos. 

No sé si alguna vez pueda vestirme de adulta, esa función no vino conmigo. Mi máquina de vestir tiene dos teclas -modo niña y modo vieja- que combino para llegar a una estética que mi hermana rechaza cada vez que me sugiere que use faldas y chatitas, que muestre mis piernas. Mi mamá se ríe por cómo me calzan las bermudas, por cómo ciñen mi cintura. No entiendo si mi ropa combina conmigo o no, hay personas que simplemente no calzan en el estilo que pretenden.

Como siempre, me consuelo buscando un sentido. Ayer encontré uno: Dorothea Brande dice que las personas que escribimos debemos hacer las paces con estar siempre divididas en dos: una parte creativa, más asociada a los niños, y otra parte más pragmática, adulta y formal. Ella propone alimentar a las dos, hacer ese doble trabajo. Entonces yo visto a mis dos personas.

Es cuestión de estilo, dice el vendedor y toca su pelo rígido antes de meter los zapatos en una caja con colores primarios. Su paciencia se está agotando, él está en modo adulto. Quiere llevar los zapatos al mostrador y cerrar la venta de una vez.

Mientras él los esconde debajo del papel blanco, noto otro detalle: la etiqueta del zapato derecho es roja y la del izquierdo azul. Miro al vendedor para contarle mi hallazgo, pero él ya está sumergido en el proceso de facturación de la computadora. Con una sonrisa vuelvo a mirar la biblioteca de zapatos exhibida en la pared y me doy cuenta de que tuve todos los pares. Me detengo en unos negros con costuras blancas y veo a mi papá atandome los cordones, el sonido del microondas anunciando que la chocolatada ya está lista, el motor del auto calentando en el garage, las tiras de mi mochila acolchada abrazándome la espalda, las luces cálidas a punto de quedarse dormidas sobre los cables de la calle, la escoba de la portera barriendo el agua de su manguera. Hoy es martes 26 de marzo, es un día de sol. Hoy compré unos zapatos con tarjeta de crédito en tres pagos.